Capítulo 16

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13 de febrero — Cain

El cielo estaba rojo, iluminado por el resplandor del fuego. Lo podía ver perfectamente desde la ventana de tres cristales, en el salón de aquella casa de clase media que era su prisión. El brillo carmesí manchaba el vidrio, teñía los muebles y el suelo de un color antinatural y sangrante. Con la nariz pegada al ventanal, Cain observaba las nubes abrirse mientras una lluvia de fuego se precipitaba sobre la tierra arrasada.

Era el fin del mundo. Y lo contemplaba, inmovilizado por la fascinación que producen los grandes horrores.

La ciudad se desmoronaba, devorada por las llamas. Un meteoro impactó contra la torre del reloj rojo, esa que le servía de guía en la zozobra cuando vagaba por las calles. Se quebró como si fuera una estructura de arcilla y se derrumbó con un estruendo sordo. Olía a goma quemada, a plástico derretido, a combustible y a químicos. Frente a la ventana, vio pasar a tres criaturas deformes, extraños híbridos, mitad hombres mitad insectos. Tenían largas patas articuladas cubiertas de cerdas negras que brotaban de sus espaldas. Caminaban erguidos sobre las dos piernas, sólo ayudados por dos pares de aquellas extremidades abyectas. Los otros dos pares permanecían flexionados sobre sus hombros, retorciéndose al paso de sus andares tranquilos, pausados.

Los demonios del infierno paseaban entre la destrucción.

Una de aquellas figuras se volvió hacia la ventana. Tenía el cabello blanco y largo sobre un rostro humano, el torso, de esternón alto y plano, terminaba abruptamente en una cintura estrecha. Las facciones de su cara eran inquietantemente hermosas y los ojos brillaban con un resplandor rojizo.

—¿Lieren? —murmuró, con un nudo de angustia.

La criatura se acercó al cristal de la ventana y esbozó una gran sonrisa, demasiado ancha para su rostro, de dientes afilados y picudos como colmillos de alimaña. Ladeó la cabeza, observándole con malicia. Cain vio su reflejo escindirse en varios reflejos diminutos dentro de esos globos oculares extraños. Cuando Lieren puso las manos sobre el vidrio, abalanzándose hacia él, Cain se movió por primera vez.

El miedo paralizado, sostenido, explotó de pronto en una descarga de adrenalina. Presa del pánico, echó a correr.

El interior de la casa permanecía en calma, olía a carne asada y a puré de patatas. Se detuvo en seco al cruzar frente al cuadro del ángel, con la inquietud asfixiándole, apretándole la garganta, cortándole el aliento. Lo agarró, estrujándolo contra su pecho y buscó refugio en su habitación. Dio un respingo y se precipitó hacia el interior de la alcoba al oír el sonido inconfundible de los cristales rotos.

—Ángel de la Luz, ángel que me guardas —rezó, con la voz temblorosa. Cerró tras de sí y echó el cerrojo. Luego atrancó la puerta con la silla, con la respiración agitada y el corazón latiéndole con fuerza—, protégeme del temor bajo tus alas doradas.

Podía oír los pasos que se acercaban. Después, el susurro deslizante de las patas arácnidas en la madera de la puerta, lentas, tanteando. Huyó bajo la cama, sin soltar el cuadro.

«Dame consuelo en el miedo, dame tus sabias palabras, dame fuerzas en la noche cuando no me quede nada».

Desde debajo de la cama veía la rendija de luz roja entre el batiente y el suelo. Esa línea luminosa se cortaba en el espacio ocupado por la sombra del invasor. Una de aquellas patas negras y peludas, horribles, se escurrió a través del hueco de la puerta. Escuchó el crujido lento de las astillas, la madera comenzó a deshacerse bajo la presión de los palpos, a quebrarse y a agrietarse.

Cerró los ojos con fuerza, hiperventilando, intentó obligar a su mente a calmarse.

«Cálmate, cálmate, cálmate. ¡Tranquilo!».

Flores de Asfalto I: El DespertarDonde viven las historias. Descúbrelo ahora