Capítulo 29

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David

Estaba quieto, inmóvil, en el centro de la plaza. Sobre su cabeza, un cielo sucio plagado de nubes rizadas del color de la sangre reflejaba las luces vacilantes de la ciudad. Se veían a lo lejos las llamas de un pequeño incendio: tal vez un cubo de basura o una montaña de restos de suciedad. Apartó los pies de un charco, escuchando atentamente a través del silencio que no era tal, poblado de murmullos desapercibidos: el gemido de los ventiladores al girar, el chisporroteo de la electricidad. El sonido de las patas quitinosas susurrando contra el granito de los edificios y el pavimento era apenas perceptible entre todo aquello, pero David lo oyó.

A la plaza se desembocaba desde cinco callejuelas diferentes. Era una de esas pequeñas rotondas en el Barrio Viejo que al otro lado se veía rodeada de árboles. Aquí, en el mundo real, al chico le había sorprendido la escasa diferencia con respecto a la Ilusión. Sí, cierto era que no había árboles ni nada vivo en realidad, pero las casas antiguas y bien conservadas, los túneles e incluso las farolas de forja y los candiles atornillados a la pared eran exactamente iguales a como él los recordaba. Quizá más inscripciones en latín, eso era todo. Parecía que la ruina que asolaba el resto de la ciudad no había llegado allí. Y sin embargo, los monstruos se acercaban.

Se mantuvo sereno, aguardando, hasta que la sombra asomó detrás de una esquina. Vio brillar sus ojos incandescentes en la oscuridad. Una larga extremidad terminada en pico se desplegó, apoyándose en el otro lado de la pared. Cerró los ojos un momento para reprimir una arcada; se le encogió el estómago de la impresión. La criatura tenía un rostro vagamente alienígena, con la nariz aplastada y afilada, la estructura ósea similar a la de la cabeza de un insecto. Los ojos negros relucían con un resplandor extraño, especular, y de la boca asomaban un par de quelíceros que le colgaban hasta la barbilla.

—Por Dios, es asqueroso —murmuró para sí.

La criatura, como si escucharle hablar fuera una señal, se impulsó con las patas en las paredes y saltó sobre él. David no apartó la mirada. Observó con una satisfacción malsana cómo el engendro surcaba el aire a un par de metros sobre el suelo debido al impulso, cómo abría las patas y sus ojos se encendían con una mirada ávida. Luego el destello rojizo apareció desde un lateral y la expresión en el rostro del monstruo se tornó alarmada. Estiró las patas, tratando de detener su propia inercia, consciente de la trampa, pero era demasiado tarde. El filo de fuego le partió por la mitad en el aire. Un chorro de líquido ácido y salino cayó sobre el suelo y empezó a disolverse en humo rojo lentamente. Restos de órganos y cables, de tubos y de glándulas, se desprendieron de su interior ahora abierto y expuesto.

El chico dio un paso hacia atrás para no salpicarse con aquella porquería. Gabriel agarró al agonizante monstruo por una de las desproporcionadas extremidades y terminó de desgarrarlo a golpes de espada. Los gritos de agonía de la criatura se confundían con gemidos extraños, que casi parecían gozosos. En algún momento, giró el rostro destrozado para mirarle con fascinación, uno de los pulmones asomando por una herida, hinchándose y deshinchándose con cada respiración y soltando chorros de un fluido marrón cada vez que tomaba una bocanada de aire.

—Casi… —murmuró, con una voz sibilina y bífida.

—En tus sueños —replicó Gabriel, destrozándole la cabeza con el mandoble.

Los restos prendieron en llamas. Las patas del bicho se contrajeron hasta quedar enredadas contra sí mismas y el siseo de la piel y el olor a plástico quemado fueron su único réquiem. Gabriel pasó por encima de un tubo de goma que se retorcía mientras se volvía negro y humeaba, reuniéndose con David. Las llamas de la espada se apagaron y retornó a su forma cristalina y etérea.

—Ya le vas cogiendo el truco —dijo el chico, dedicándole una sonrisa algo pícara.

—Es como montar en bicicleta. Nunca se olvida, supongo.

Flores de Asfalto I: El DespertarDonde viven las historias. Descúbrelo ahora