Capítulo 11

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Por suerte, la veterinaria llevaba una linternita en la guantera.

—¡Javier! ¡Eh! ¡Espera! —grita África con el poco aliento que le queda.

Ha seguido corriendo la dirección que ha tomado el médico, con la intención de encontrarlo, pedirle perdón, y convenverlo de que vuelva al coche.

Estar a oscuras, en mitad de un bosque, en una montaña, no es buena idea. Ella sabe que hay jabalíes, lobos y algún que otro oso pardo (que ahora al parecer están repoblando la zona).

Le está apuntando directamente con la linterna.

—Déjame, ¿qué es lo que quieres? Sólo fui a tu casa para que ayudaras a ese pobre animal. No quiero saber nada más de ti. Vete al coche —dice él muy serio.

—No es seguro que estemos aquí a estas horas. Hay lobos por aquí, ¿sabes? Tienes que volver conmigo —intenta convencerlo África—. Lo siento, ¿vale? Estaba enfadada. A veces es muy difícil tratar contigo.

—¿Conmigo? ¿Y tú qué? Metiste al caballo en mi consulta. Eso no lo hace la gente que está bien de la cabeza —responde él en tono hiriente.

—¿Ves? Eres incapaz de comportarte de una manera razonable.

—¿Razonable? Oye que impidieras que me tirase del puente una vez no te da derecho a regañarme como si fuera un niño pequeño. No sabes nada de mí. ¡Nada! —grita él preso de la ira.

De pronto un silencio que lo llena todo inunda el bosque, mientras los ecos de la voz masculina se van fundiendo con la oscuridad.

África da un paso atrás.

—Está bien —susurra ella.

La veterinaria se da media vuelta y comienza a caminar de regreso hacia el coche.

***

Javier respira profundamente, tratando de calmarse. ¿Cómo se va a calmar? Claramente, su vida es una mierda. Una mierda enorme.

No habla con sus padres desde... ¿Novia? Nunca ha estado enamorado. La verdad es que las mujeres fueron su pasatiempo preferido hasta... Pero no, nunca quiso a ninguna de verdad. Tal vez es que era demasiado egocéntrico como para ser capaz de amar.

Una persona demasiado egoísta es incapaz de sentir amor. Y si siente cualquier otra cosa que se le parezca, será eso: una emoción placentera y engañosa que no es amor.

—Odio mi trabajo. Odio a mis amigos. Mis padres me odian. Mi hermano no puede odiarme porque ya no está... ¿Por qué no me tiré de aquel puente? Ah, sí... Por esa loca que no tiene ni idea y le encanta meterse donde no le llaman —dice él.

Mira a su alrededor, no vaya a ser que haya alguien que le haya escuchado además de los árboles, que gracias a Dios, no van a responder. Después dirige su mirada al cielo. Sólo puede ver un pedacito que escapa a las ramas de los árboles. Pero lo poco que vislumbra, está repleto de estrellas. Y es que, la contaminación lumínica que hay en Madrid le impedía ser testigo de semejante maravilla.

Por un instante, se olvida de todo el contenido gris de sus pensamientos y disfruta de lo que la naturaleza le ofrece. Javier juraría que no ha visto tantos puntitos luminosos juntos en su vida. De pronto, piensa que tal vez sería buena idea comprar ese telescopio que lleva meses esperando en su carrito de Amazon. Podría utilizarlo allí, en Villafranca. Hay un velux en el baño por el que podría mirar las estrellas con él.

Siempre hay un roto para un descosido // Cristina González 2017 ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora