Capítulo 17

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Javier querría echarle una buena bronca al cachorro, pero se da cuenta de que no tiene mucho tiempo para obrar el milagro de que la casa parezca un lugar habitable. Observa la cocina con fastidio y decide meterlo todo al lavavajillas. Da igual si es sartén, cacerola, plato o cafetera. Todo. A dentro. Lo cierra y pasa la bayeta por la encimera. Por un momento escucha en su subconsciente los gritos de su madre sobre el antiadherente y su mala relación con dicho electrodoméstico. Bah, otro día lavará la sartén a mano. Hoy no tiene tiempo.

—Bueno, más o menos —se dice a sí mismo—. Casi parece que está todo en orden.

Después corre hacia el salón y con una bolsa de plástico en mano, se las ingenia para guardar en el ella todo el relleno esparcido y lo que queda de cojín.

—Ya lo arreglaré en otro momento —se dice.

Después deja la bolsa bien escondida en el maletero de uno de los armarios. Sin embargo algo perturba sus sentidos. De pronto, arruga sus fosas nasales y reprime una mueca de asco. Nota algo blandito bajo su suela. Levanta el pie y mira la suela.

—Oh... Leches —dice—. Mierda, mejor dicho —se corrige.

Suena el timbre. Javier se acelera malamente y mira sus deportivas como si fueran sus enemigas. Se las quita y las lleva al baño.

—No, aquí no, si África usa el baño... No puede estar esto así... —farfulla.

Así que ni corto ni perezoso y probablemente, sin haber reflexionado antes al respecto y haber llegado a la conclusión de que con un poco de agua y detergente podría haber solucionado el problema, las mete en el cubo de la basura.

El timbre suena de nuevo.

—¡Un momento! —grita él.

Mira la alfombra. Sólo queda ella. Está sucia, llena de pelotillas, pelos de perro, migas de pan que se quedaron sin barrer y sobre todo: un gran zurullo canino que Bistec ha tenido la amabilidad de depositar hará no mucho tiempo (porque huele muy mal y si lo tocara, cosa que no va a hacer bajo ningún concepto, descubriría que aún está caliente).

Piensa en enrollarla y tirarla al contenedor que hay tras su casa. Sería una toda una azaña dejarla caer por la ventana y encestarla en él, pero África se daría cuenta de que algo raro está sucediendo. Podría enrollarla y guardarla en algún armario... Pero toda la casa se apestaría con el olor a caca de perro. Al final, decide ir a la cocina y coger mucho papel absorbente. Muchísimo. Después se sienta frente a la mierda y trata de llevársela con el montón de papel. Y en parte, funciona. Pero hay restos que se quedan pegados a los pelillos de la alfombra. Y Javier no sabe si echarse a llorar o coger una tijera y recortar el trozo de alfombra que está pringado y encestarlo en el contenedor.

—¡A la mierda! —y nunca mejor dicho.

Entonces decide enrollar la alfombra y ocultarla en algún rincón de la casa...

—¡Javi por Dios, ábreme que estoy echando raíces en tu felpudo! —se escucha desde la puerta.

El médico se sobresalta con la alfombra a medio enrollar y recuerda que hace ya un rato que sonó el timbre. Joder.

Se levanta del suelo y se resigna a explicar que su alfombra está llena de caca. Supone que ella lo entenderá, puesto que tiene nosecuántos perros y en su momento, fueron cachorros.

—Perdón, es que Bistec se ha cagado en mi alfombra —dice él con una sonrisa sardónica.

África le observa. Tiene la camiseta manchada de agua y grasa y el pelo desordenado. Sus calcetines grises llevan un tomate monumental y se escapa el dedo gordo a través de la tela. A la veterinaria la imagen, en lugar de espantarla, le parece absolutamente enternecedora y siente de manera repentina un gran instinto de protección hacia el desagradable médico de Villafranca.

Siempre hay un roto para un descosido // Cristina González 2017 ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora