Capítulo 1

30.6K 1.9K 189
                                    

No olvides votar si te gustó el capítulo, mil gracias por la oportunidad que le otorgas a la novela, besos enormes para ti, querida lectora. 

-----------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------

Villafranca es un pueblo muy pequeño. No llega a los cien habitantes. En Villafranca habitualmente hace frío y llueve: se encuentra muy al norte. Villafranca tiene unos edificios de piedra muy pintorescos y una plaza justo en su centro, que es la base de operaciones de las cotorras del lugar.

En Villafranca existe una maldición, o al menos eso creen los pueblerinos, porque de una época hasta entonces, no hay un médico de familia que haya durado más de un año en su centro de salud (que cuenta en su plantilla con un médico, un enfermero y una señora que se encarga de gestionar las citas y demás trabajo administrativo).

Puede decirse, y no sería mentir, que ese centro de salud es un edificio de lo más normal que ni está embrujado ni en él habitan espectros de pacientes fallecidos anteriormente. Tampoco existe la presión asistencial que puede encontrarse en las grandes ciudades y no hay un jefe que esté controlando la cantidad de medicamentos que se recetan ni a cuántos pacientes se deriva al especialista. Visto esto, se supone que el centro de salud de Villafranca es el paraíso para cualquier médico de familia que aspire a una vida tranquila y llena de paz.

Sin embargo, no hay año en el que no haya que buscar un sustituto de manera abrupta e inesperada. En los últimos diez años, los últimos diez médicos se han evaporado por los siguientes motivos: un despertar espiritual que lo impulsó a viajar por la India, otro se perdió en el monte haciendo senderismo un domingo y nadie volvió a saber de él, el siguiente sufrió un ICTUS mientras le hacía el electrocardiograma a una mujer que estaba en pleno infarto agudo de miocardio, otro descubrió que su vocación real no era la medicina, no supo en realidad cuál era su verdadera vocación, sólo se dio cuenta de que la medicina no era lo suyo, el quinto año el médico se atragantó con su propio chicle y murió asfixiado mientras colocaba un vendaje a un esguince, el sexto año la doctora se quedó embarazada del alcalde y amenazada de muerte por la mujer de éste, huyó al otro extremo del país, al séptimo año llegó un doctor de ochenta años que se resistía a la jubilación como la micobacteria de la tuberculosis se resiste a los antibióticos (fue el único que aceptó el puesto) que curaba los resfriados con exorcismos y las lumbalgias con agua bendita, entonces los habitantes de Villafranca no tardaron en hacerle creer que el demonio había poseído a una mujer a unos doscientos kilómetros de allí (con tal de quitárselo de en medio), el anciano doctor se marchó y nunca regresó. Durante el octavo año, no hubo médico de familia. Absolutamente nadie quiso aceptar el puesto, así que todo el peso cayó sobre el anciano veterinario, que se dedicaba a mandar a todo el mundo a las urgencias del hospital de la capital más cercana "por si acaso". Después de aquello el veterinario se jubiló y se fue a vivir a la costa. Afortunadamente al año siguiente, una doctora se instaló en el pueblo con su marido y sus dos hijas y la situación recobró la normalidad, hasta trescientos sesenta y cuatro días más tarde, cuando las niñas, recién entradas en la adolescencia, suplicaron a sus padres el regreso a la ciudad con sus antiguas amigas. Bien, el puesto volvió a quedarse vacante hasta que el décimo médico, un hombre de mediana edad casado, ocupó su lugar. Todo parecía ir sobre ruedas hasta que, justo el día antes de cumplir el año como médico de Villafranca, descubrió a su mujer engañándolo con el alcalde (que seguía siendo el mismo desde hace diez años), así que es fácil imaginar lo que sucedió.

—Es una pena —dice Paquita mientras termina de tejer una bufanda.

—Era el más guapo —responde Pepa mientras mira (adivina) el horizonte a través de sus avanzadas cataratas.

—Pues a mí me sigue doliendo el hombro, así que tan bueno no era —se queja Charo.

Las tres señoras están sentadas en un banco de la plaza. A las siete y media de la tarde de mediados de agosto, las tres llevan un jersey de punto fino porque se ha levantado la brisilla que viene de las montañas y ya empieza a refrescar.

De pronto unos cascos resuenan y aparece una chica joven (la habitante más joven del pueblo) montada sobre un magnífico caballo gris de crines blancas.

—¡África! Vas a coger frío —dicen las mandamases del pueblo—. Ponte una chaqueta, mujer.

—Tengo calor, no he parado de moverme —dice sonriente la joven veterinaria—. Vamos Pan, hay que ir a casa —le susurra al oído al animal, quien reanuda la marcha contento.

África vive en lo alto de una colina, en una preciosa casita blanca rodeada de una pradera verde y cercada por una elegante verja negra. Desde allí tiene una vista panorámica de todo el pueblo y de las montañas que lo rodean. Para ella no existe placer mayor que tomarse el café por las mañanas viendo como empieza a asomar el sol entre las laderas verdes.

No está sola, en absoluto. Cuatro perros se encargan de hacerle compañía de día y de noche: un husky siberiano (Boomer), dos perritas de agua (Sol y Luna) y por último su adorado Rey, fruto de una curiosa mezcla entre pitbull y labrador. Detrás de la casa tiene lo más parecido a un establo, donde Pan duerme por las noches y descansa por las mañanas. África le da de comer todos los días, lo cepilla y lo mima. Por la tarde, cuando ha terminado de pasar la consulta veterinaria, si se encuentra con suficiente energía y no ha tenido que ayudar a parir a ninguna vaca, sale con él a pasear por la montaña.

Ahora que está de regreso, lo lleva a su establo escoltada por su manada canina que ladra, gime y ruge para llamar la atención de su dueña. África decide cepillar las crines de Pan antes de cenar.

                                                                                                ***

El doctor del Pozo se baja del taxi comarcal acompañado por una maleta más bien grande. Paga los quince euros que le debe al taxista y pronto lo ve alejarse de allí. Se dice a sí mismo que debería estar agradecido al cielo por haber firmado un contrato más o menos decente, porque tal y como están las cosas para los médicos de familia recién salidos de la residencia... En fin.

El doctor del Pozo, con sus veintiocho años recién cumplidos, no cree en cuentos ni en mitos como el de Villafranca. Es un hombre demasiado serio, pulido y escéptico como para pensar que una maldición lo obligará a marcharse de allí (vivo o muerto) al año siguiente. Camina por la plaza y las tres señoras lo miran con una curiosidad casi enfermiza.

Él aprovecha la oportunidad para preguntar por el casero que le ha alquilado la modesta casita en la que se han alojado otros médicos, otras veces.

—¿Dónde encuentro a Manolo?

Charo sonríe: "Este sí es guapo y tiene pinta de saber de hombros".

—¿Tú eres el médico que nos han mandado ahora? Pareces demasiado joven —pregunta Pepa con un tono inquisitorial.

—Y usted demasiado vieja —responde él con una sonrisa burlona.

Pepa abre los ojos y se lleva la mano al pecho, ofendidísima. Pero al doctor del Pozo le da igual. Y es que Pepa aún no sabe que entre los puntos fuertes del nuevo médico de Villafranca no se encuentran precisamente ni la amabilidad ni el sentido de lo políticamente correcto.

Siempre hay un roto para un descosido // Cristina González 2017 ©Where stories live. Discover now