- No quiero.

Con los brazos cruzados y una mirada que podría derretir acero, encaré a mi hermano mayor, el eterno negociador, desde mi fortaleza junto al refrigerador. Él exhaló un suspiro que parecía arrastrar todo su pesar, enfrentándose a mi inquebrantable negativa.

- Vamos, Xey, ¿tan difícil es cooperar solo esta vez?

Sus ojos buscaban los míos, una mezcla de súplica y desafío danzando en su mirada. ¿Cómo se atrevía a pedirme, a mí, la reina de mi propio reino de soledad, que saliera de mi santuario para dar la bienvenida a los recién llegados? Era un absurdo tan grande como el universo mismo.

- ¿El contacto con tus pacientes te ha reblandecido el cerebro? -le espeté, una ceja arqueada en desafío.

Él me observó, un brillo travieso asomando en sus ojos.

- Si vas a jugar esa carta, no me dejas opción.

Lo miré, alerta y cautelosa.

- ¿A qué te refieres?

Una risa escapó de sus labios al ver mi expresión.

Tragué en seco.

- ¿Hermano?

Me sostuvo la mirada, y entonces, las comisuras de sus labios se curvaron en una sonrisa maquiavélica. Un escalofrío recorrió mi espina dorsal. Lo que fuera que tramaba, no auguraba nada bueno.

- Te propongo un trato, querida hermanita. O les das la bienvenida a los vecinos o -su tono se tornó grave-, este adorable hermano que tienes se asegurará de que seas tú quien haga las compras de ahora en adelante, y sí, me refiero a los días de descuento.

El color se drenó de mi rostro.

¡¿Qué... qué?!

¡¿Por qué?!

¡Por qué a mí!

Mi aversión a la interacción humana era legendaria; tanto que mi hermano había asumido la tarea de las compras, transformando incluso un día común en una odisea para mí. Los días de descuento eran mi versión personal del infierno.

- Her... hermano... -balbuceé, nerviosa- ... No puedes estar hablando en serio.

Él bufó.

- Créeme, nunca he estado más serio.

Su expresión era tan firme que no cabía duda de su sinceridad. Si me negaba a visitar a los vecinos, él realmente me condenaría a la tortura de las compras.

Cerré la mandíbula con fuerza.

- Está bien -dije entre dientes-. Iré a ver a los vecinos.

Su sonrisa se tiñó de una calidez que me irritaba profundamente.

Quería estrangularlo.

- Perfecto, te dejaré unas galletas para que se las lleves. -dijo, antes de desvanecerse irse de nuevo por la puerta de la cocina.

En ese momento, odiaba mi vida con pasión.

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DIMIDIA ©Where stories live. Discover now