Capítulo 48

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Sábado 21 de abril de 2007, 21:43 - Preguntas sin respuesta

Estoy agotado. Si sigo a este ritmo me va a dar algo.

Ayer, en el tren, cuando estaba llegando a Barcelona, me asaltó de nuevo el zumbido de las narices, aunque por suerte duró sólo unos segundos antes de que la misteriosa voz hiciera acto de presencia en mi cabeza, confirmando mi teoría sobre una relación entre lo uno y lo otro.

«Daniel, he estado preocupada por ti. Temía haberte perdido, pero gracias a Dios estás aquí», dijo, y a pesar de que el tono era muy regular, casi robótico, pude notar en su tono una mezcla de preocupación y apremio. Observé a mi alrededor, el vagón estaba lleno de gente. Si me ponía a hablar solo ahí en medio me tomarían por loco.

«No hace falta que hables, Daniel, limítate a pensar lo que quieras decirme.»

Me sentí imbécil cuando terminó la frase. ¿Cómo no había caído en que me leía la mente? Era evidente. Así era como había dado conmigo, pensé, pero seguía teniendo mis dudas.

«El zumbido que sientes es un efecto secundario de mi poder. Actúa sobre la gente a la que escaneo. Lamento que te haya causado molestias pero, ahora que estamos conectados, éstas irán remitiendo paulatinamente hasta que llegue un momento en que no notarás absolutamente nada.»

Aquello me tranquilizó un poco. Al menos ya conocía el porqué de una de las cosas raras que me sucedían últimamente y, además, al parecer se solucionaría por sí misma.

«¿Cómo supiste a quién escanear? ¿Cómo diste conmigo entre los centenares de miles de personas que se mueven cada día por Barcelona? ¿Hay más gente como nosotros? ¿Conoces a...?»

«La Voz» –así he decidido llamarla desde este momento– cortó mi avalancha de pensamientos:

«No tenemos tiempo ahora, Daniel. No podré mantener el contacto mucho más y tienes algo pendiente que hacer. Te prometo que responderé a todas tus preguntas pronto».

Mientras me bajaba en la estación de El Clot, siguiendo sus indicaciones, «La Voz» me contó que la policía aún no había dado con el tipo que me había disparado, pero que me llevaría hasta él para que terminara el trabajo que había dejado inconcluso. Insistió en que no había tiempo que perder, que era muy importante poner a ese hombre en la cárcel. No me dijo el porqué, aunque después de recibir dos disparos de su arma me importaba un pimiento. Lo metería entre rejas, pero antes le iba a dar un pequeño escarmiento. Ya no me daba miedo.

Antes de desaparecer, «La Voz» me hizo anotar una dirección cercana a la estación. Se suponía que el tipo iba a estar en ella al menos por una hora más. «La Voz» se desvaneció antes de que pudiera plantearme cómo sabía lo que iba a suceder, así que me quedé con otra pregunta sin respuesta. Una más que añadir a la cada vez más larga lista.

Llegué al edificio que «La Voz» había recreado en mi mente unos minutos atrás. Era viejo y parecía abandonado. Tenía toda la pinta de ser un piso okupa; había varias pintadas a lo largo del muro, a ambos lados de la entrada.

Avancé hacia la puerta de madera y la empujé ligeramente procurando no hacer ruido. Estaba abierta, y una escalera empinada, estrecha y oscura, subía flanqueada por unas paredes amarillentas llenas de manchas de humedad. El lugar olía a rancio.

Subí en silencio, esquivando algunas botellas vacías y cualquier otro desperdicio que pudiera advertir de mi presencia y llegué al primer rellano, de donde partía un largo pasillo que se adentraba en la oscuridad. La escalera moría allí; al parecer alguien había echado abajo las que subían a los pisos superiores, quizás para evitar visitas inesperadas. Los cascotes se apilaban en el rellano, entre montones de basura que olía a rayos. Aguantando la respiración, opté por inspeccionar el pasillo antes de buscar una forma alternativa de seguir subiendo. Con suerte el tipo estaría detrás de alguna de las seis puertas que se perfilaban entre las paredes en sombras.

Tras las primeras dos puertas encontré dos apartamentos –si es que se les podía llamar así– de dimensiones ridículas. En el suelo de uno de ellos había montones de bolsas de basura llenas, que apestaban como una manada de animales en estado de putrefacción, y en el otro había tres colchones, manchados y agujereados, apoyados contra una pared. La única ventana que daba a la calle y por la que se filtraba algo de luz estaba cubierta con una sábana sucia. Vi una mochila vieja en un rincón que parecía llena, pero preferí no tocar nada. Si el tipo estaba en el edificio, como había asegurado «La Voz», tenía que estar en otro lado, así que volví al pasillo y avancé hacia las siguientes dos puertas.

Tuve suerte y encontré lo que buscaba al abrir la primera de ellas, la de la derecha, aunque lo que vi no era lo esperado. El apartamento estaba algo más limpio que los dos que ya había visitado y la luz del día entraba por la ventana abierta, iluminando la escena. Había algunos muebles viejos pegados a las paredes, y bajo la ventana, tumbado en un sofá desvencijado, estaba el tipo que había intentado matarme. Su gabardina estaba en el suelo, a sus pies.

No hizo ningún movimiento cuando entré, ni pareció darse cuenta de mi presencia. Parecía dormido.

Me acerqué muy lentamente. No sentía miedo, pero la idea de que me volviera a disparar no me tentaba en absoluto. No quería volver al hospital; quizás la próxima vez no pudiera salir tan fácilmente.

Al acercarme vi la goma atada por encima del codo y la aguja colgando. Sus ojos me miraron sin verme; el muy idiota estaba en pleno viaje. Me agaché y registré la gabardina. Encontré el arma con que me había disparado unos días atrás, un par de bolsas bastante grandes llenas de un polvo blanco –heroína o cocaína, supuse– y una cartera con la documentación y algo de dinero. Llevaba documentos de identidad de varios países y con distintos nombres.

Lo dejé todo donde estaba y observé al hombre pensando en qué hacer con él. Finalmente, viendo que el cabrón tenía viaje para rato, volví al apartamento donde estaban los colchones y arranqué un trozo de sábana con el que luego lo até. El hijoputa no estaba en condiciones de recibir ningún tipo de lección, así que me conformé con llamar al 091 y largarme de allí. Con todo lo que llevaba encima lo iban a empapelar, así que, de una forma u otra, había cumplido con mi misión. «Ya aprenderá en la cárcel», pensé al salir a la calle. Aspiré aire fresco y me sentí bien. Muy bien.

Luego me pasé por la oficina y avancé tanto trabajo como pude hasta que llegó la hora de ir a buscar a Sara y a Rafa. Nos encontramos frente al Zurich y bajamos tranquilamente por Las Ramblas hasta llegar al paseo Colón. Allí nos metimos en un japonés que conozco desde hace algún tiempo, donde se come muy bien aunque no te gusten el pescado crudo ni las algas, como es mi caso.

Los dos congeniaron rápidamente, y pronto se aliaron contra mí después de contarles con todo detalle lo sucedido estos días atrás. La próxima vez, antes de quedar inconsciente les mandaré un mensaje al móvil informándoles de la situación, no te jode…

Lo que sucedió el resto de la noche, después de que Rafa nos dejara tras tomar unas copas, prefiero guardarlo en mi cabeza. Hay cosas que no se sienten o recuerdan igual cuando las escribes o lees: pierden el encanto. Sólo diré que he dormido más bien poco, por no decir nada, y que al levantarme estaba hecho un trapo. Aun y así, he ido al despacho a trabajar en el diseño de una revista hasta primera hora de la tarde, para que no se diga.

Después de comer me he echado una siesta que me ha dejado todavía peor. Me hago mayor, joder.

Y encima, ahora tengo que volver a bajar a Barcelona. «La Voz» ha conectado conmigo hace un rato y me ha dicho que tengo que conocer a alguien dentro de dos horas, en el centro de plaza Catalunya.

¿Quién será? En fin, más preguntas sin respuesta. Espero que la cosa cambie pronto, porque empiezo a estar hasta los cojones de tanto misterio.

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Hoy me ha pasado algo muy bestiaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora