Capítulo 4

320 11 0
                                    

El ministro y su sobrino se apearon del lujoso VeL, un vehículo de cuatro plazas que levitaba a menos de un metro de la calzada empedrada. Frente a ellos un caserío asomaba entre la sofocante niebla crepuscular de Menantroad, la ciudad de los tres ríos. 

—Así que aquí es —murmuró Nicah. No era una casa muy grande, como la mansión en la que vivía de niño, antes de que sus padres se mataran en aquel trágico accidente y fuera a vivir al internado. Más bien era sencilla, anodina, de forma ovoide, montada sobre cuatro cuartos de arco en previsión a las crecientes del Dosyovih.

Su tío se enjugó el sudor con un pañuelo. Menantroad, localizada en la zona ecuatorial del planeta, alcanzaba la tórrida temperatura de treinta y nueve grados a la sombra y la humedad no favorecía a mejorar la sensación térmica.

El lugar donde se llevaban a cabo las reuniones secretas de la Orden Junpaih estaba ubicado en una zona residencial en la periferia de la ciudad, concretamente en las márgenes del Dosyovih, lo que reducía a un mínimo la posibilidad de que hubiera testigos que sospecharan que, en realidad, era usada para afinar detalles de una conspiración. 

No, no era una conspiración, sino un plan de emergencia para salvar a Eloah. 

Los Junpaih eran los únicos poseedores de la verdad sobre el destino del planeta. Solamente ellos sabían lo que decía la profecía, pues la habían leído como parte de su entrenamiento; las leyendas, mitos, rumores y supersticiones sobre el fin del mundo que creía la gente, en el mejor de los casos, servían como argumento para novelas de ficción. 

Se cercioraron de que nadie los observara, extendieron sus alas y levantaron el vuelo hasta la entrada superior de la casa: un tapón redondo y transparente de dos metros de diámetro, ubicado en la parte más alta de la cúpula que cubría su patio interior. Cuando se posaron sobre este, la plataforma se hundió bajo su peso, dejando un agujero en la superficie lo suficientemente amplio para que entraran. Planearon  con las alas distendidas a su máxima envergadura hasta los jardines del nivel inferior y la cúpula volvió a sellarse.

—Por aquí —indicó el ministro, señalando la sala de reuniones. A partir de ese momento utilizó su nombre clave, Añil Treshreem, y vistió su ropa ceremonial que consistía en una túnica negra; el joven Nicah recibiría la suya en breve, cuando hubiera completado el rito de iniciación y dejara de ser un acólito más. 

La habitación, una larga galería con piso de madera, tenía una mesa oval en un extremo y un tapete marrón y velas en el otro, cerca de una chimenea. La escasa decoración en tonos neutros era meramente funcional.

 Carl Jendal, Éktor Cuarzo y Kim Dávalo se apostaron en semicírculo, al centro. Añil Treshreem y el acólito, los recién llegados, completaron el círculo.

—Bienvenido, Añil Treshreem, mi señor. Bienvenido, acólito —saludó Jendal.

—Señores —respondió el primero mirándolos alternativamente. Su sobrino permaneció en silencio, como se le había advertido—. Comencemos invocando a Zurac, el dios de la tormenta, oremos para que destruya la herejía de la falsa religión y derroque a los seguidores de esa supuesta diosa Eloíh.

Nicah se retiró a observar. Los otros cuatro encendieron una veladora e incienso y combaron sus alas para concentrar el calor en el centro del círculo. Luego, con una suave agitación de plumas y un movimiento lento, rítmico y coordinado, inyectaron aire más fresco del exterior. Pronto el humo se fue enrollando en sí mismo y se formó una pequeña columna ascendente, como una tormenta en miniatura. A la ceremonia agregaron cánticos y el sacrificio de un ave de crianza en corral que Dávalo había llevado, como era su costumbre ancestral. 

Era la única parte del ritual con la que el muchacho no estaba plenamente convencido. Él no creía en divinidades ni demonios, ni mucho menos en que aquellos dioses imaginarios fueran a complacerse con la muerte de un animal tan corriente como un pichón, si por lo menos fuera un wek o una víctima eloahna a quien se le sacara el corazón sobre un altar como las ofrendas de las épocas del Imperio…  No obstante, fingiría adorarlos si ello satisfacía a su tío. Si a sus diez beltas de edad era un joven comprometido con su misión y un estudiante universitario destacado, se lo debía a él. Tras la muerte de sus padres, la nueva condesa no solo le había llevado a ese internado y despojado de su título nobiliario, sino que le había robado la mitad de su herencia, lo que le habría dejado en la calle de no ser por su tío, quien secretamente había movido sus influencias para que una de las instituciones de mayor prestigio en el planeta le otorgara una beca. También le debía su ingreso a la orden, que financiaba su entrenamiento paramilitar y podría inmortalizarlo como el salvador de Eloah. Bueno, en el supuesto caso de que los miembros veteranos no se le adelantaran en el camino. 

Potenkiah, la piedra de la muerteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora