Capítulo 1

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—Le diré a mi madre que lo has hecho tú —amenazó el pelirrojo, señalando con el dedo. 

     Kev se sintió confiado: comparadas con las suyas, las huellas del pequeño medían apenas una tercera parte, su señora no se tragaría esa mentira. No obstante, tenía la sospecha de que era prematuro cantar victoria, además de travieso, voluntarioso y precoz, el hijo de la condesa era vengativo y más astuto de lo que cabía esperar de cualquier infante de tres beltas de edad. 

     Y no había recibido el doble de ración de postre, como había exigido. 

     La sonrisa cáustica que el mocoso le dedicó fue tan hermosa como perversa. Kev se estremeció.

   —¡Mami! —retrocedió inadvertidamente, sin apartar la vista del hombre, hacia el balcón del segundo piso—. ¡Mami!

     Alzó el vuelo hacia el jardín interior de la casa. A la mitad del patio se armó de valor, cerró los ojos, replegó las alas  y se dejó caer al pasto, seis metros bajo sus pies. 

     —¡Hijo de pájara! —maldijo Kev con las plumas crispadas.

    Horrorizado, se lanzó a la zaga con tanta prisa, que solo hasta que los restos del huevo de colección crujieron bajo la suela de su zapato se dio cuenta de que acababa de destruir la única evidencia que podía salvarlo. 

     La criatura quedó desmadejada entre los arbustos, con las magulladuras suficientes para que la condesa quedara ciega y sorda ante cualquier explicación. Ni ella ni nadie iban a creerle cuando argumentara que le había visto desplomarse intencionalmente. Era casi tan inverosímil como si afirmara que aguantó la respiración hasta la asfixia. Además, era demasiado tarde:

    —¡Nickie! —La madre apareció en el jardín en ese momento, corrió hasta el niño, se arrodilló y lo acunó contra su pecho.

    “Pero qué conmovedor”, iba a decir el sirviente aterrizando a unos pasos. Anticipaba lo que sucedería: sería despedido y el engendro se saldría con la suya otra vez. Ya lo había hecho con Dival y con Karla, y esos eran solamente los casos más recientes que recordaba. El pequeño Buitre era un manipulador de lo peor. 

    —¿Qué pasó, cielito? 

    No tuvo que fingir el llanto, de tan dolorido, simplemente apuntó hacia el sirviente con su dedo sucio. Con ese gesto inocente terminó de inculparlo y selló su destino. 

    —¡Élazar! —gritó la condesa—. Despide a Kev, ¡no lo quiero en la casa ni un minuto más! 

    —No se moleste, mi señora. —Kev colgó los brazos y requirió de todo su autocontrol para no proferir insultos en voz alta—. Estaba a punto de renunciar de todos modos.

    Dio media vuelta y se marchó. Más noche volvería para cobrarse lo que considerara justo. Y haría una visita especial a la habitación del pelirrojo. Por él, por Dival y por Karla.

    —Te transferiré el pago de tu liquidación —agregó la condesa, para evitar futuras demandas. Se   dijo que el inesperado retraso en su viaje había sido bueno,  pues le había abierto los ojos con respecto a su mayordomo. 

    Cargó a su primogénito y con un fuerte batir de alas ascendió hasta el segundo piso. 

    —Activar domo —ordenó al centro de control ambiental de la casa: la cúpula translúcida del patio interior se oscureció. Otra de las labores que el sirviente debería haber he…

    Y ahora, ¿qué iba a hacer? En su exabrupto, la condesa no había considerado que Kev Blaust era el último de sus sirvientes, el tercero en ser despedido en la semana. A esa hora era imposible solicitar que le enviaran reemplazos.  Y, por desgracia, no todo en la residencia funcionaba con una simple orden verbal. Con la cocinera de vacaciones, un huésped invitado y un viaje en puerta…   

Potenkiah, la piedra de la muerteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora