Capítulo 3 (segunda parte)

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No, no podían enviarla lejos, razonó más tarde. Ni siquiera le habían permitido salir del palacio una sola vez en toda su vida. Ni a ella ni a Annie. Su hermana se mostraba más que malhumorada cuando alguien charlaba sobre un viaje vacacional, era la que más había tenido que sacrificar por resguardar las apariencias. De ser necesario que Daphne y Greg viajaran, dejaban a ambas a cargo de Bertaliz, pero Annie y Bridget jamás. 

 Al abrir la puerta secreta, Bridget encontró a Daphne Britter concentrada en su lectura. Su madre sustituta se le antojaba una etérea figura de mármol envuelta en satín; el de su falda que arrastraba hasta el tapete y el de su brillante cabello verde jade. Entró despacio preparada mentalmente para la llamada de atención que recibiría, pero esta nunca llegó. Daphne la miró sin decir nada y volvió a la lectura en su pantalla virtual.

—Mamá, discúlpame, me sentí un poco resfriada esta mañana —mintió.

Esta vez, Daphne no levantó la vista, pero su silencio decía a gritos que desaprobaba que no hubiera, al menos, avisado dónde estaba y, por supuesto, la hizo sentir peor que si la hubiera reprendido.

—¿Se encuentra Annie en casa?

Sin alterar su postura, Daphne señaló la puerta de la izquierda: suspiró cuando la vio entrar en la habitación. Otra vez no había tenido el coraje de corregirla. La quería más de lo debido, el estómago se le achicaba de preocupación cada vez que llegaba tarde o con un moretón nuevo. 

Aunque la responsabilidad final de su educación no recaía en su persona, pensaba que debería adoptar un rol más activo en esta. En muchos sentidos la princesa ya se comportaba con madurez excepcional, pero no dejaba de ser una adolescente y, por lo tanto, era propensa a arrebatos, cambios de humor y una que otra decisión errónea… Se sentiría mejor cuando no tuviera que reportar nada a la reina con respecto a ella, excepto que tenía una hija maravillosa.

Ser su madre ficticia había sido una carga pesada. Los primeros dos ciclos había llorado cada noche en recuerdo de su propia nena fallecida pocas semanas antes de completar su gestación. Los siguientes seis o siete los pasó luchando contra su propia naturaleza, para no caer en la trampa de creerla propia. En cuanto la niña pudo caminar se deslindó de ella poniéndola al cuidado de su nana, Bertaliz, y limitando sus encuentros públicos al mínimo. ¿Por qué? No lo sabía, quizá otro mecanismo de defensa. Pero todavía estaba a tiempo de reivindicarse.

***

Annie no se encontraba en su escritorio, pero había dejado encima la pizarra electrónica donde garabateaba el borrador de un ensayo. Había tachonado tres títulos y el cuarto era igual de malo que los anteriores:

Leyes reguladoras de las capacidades de robots, androides e inteligencias artificiales y su relación con el movimiento cultural de “Lo Natural”.

Más abajo decía:

Las máquinas no deberían aprender, no se puede enseñar ética a una red neuronal de silicio sin sentimientos. Las máquinas existen para facilitar algunas tareas.

 Era un tema de moda: los seguidores de esta corriente filosófica se pronunciaban en contra de todas las formas artificiales de emular el pensamiento. Su pugna por limitar las capacidades de los procesadores de información había derivado en un conjunto de leyes que prohibía su razonamiento y autonomía. Por tanto, no tenían cabida en los sistemas de defensa planetarios, su uso en transporte autómata era muy cuestionado y se condenaba su aplicación en medicina. Al menos en Eloah los antiguos AutoDocs se habían desmantelado para reciclaje. 

Los naturalistas más ortodoxos, con su fijación por lo artificial, rechazaban además desde los productos sintéticos hasta los métodos de reproducción fuera de las relaciones sexuales de mutuo acuerdo. Si bien, no se pronunciaban en contra de la ciencia médica en general, reprobaban las cirugías estéticas. A decir de Bridget no eran más que hipócritas consumados.

Potenkiah, la piedra de la muerteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora