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Rhys/Bridget

Rhys

Bridget y yo llegamos a Athenberg, la capital de Eldorra,
cuatro días después de que el decreto de «prohibido
caminar» abriera un nuevo frente en nuestra guerra.

El viaje en avión había sido más frío que un chapuzón invernal en
un río de Rusia, pero me daba igual.
No necesitaba que me dijera cómo hacer mi trabajo.
Contemplé el Cementerio Nacional de la ciudad, casi
vacío, mientras el viento aullaba a través de los árboles
desnudos. Una intensa y gélida corriente recorría todo el
cementerio y se me colaba entre las capas de la ropa,
helándome hasta los huesos.
Era el primer día más o menos libre del horario de Bridget
desde que aterrizamos, y cuando dijo que quería pasarlo en
el cementerio me dejó de piedra.


Cuando supe por qué, lo entendí.
Aunque mantuve una distancia de respeto cuando se
arrodilló delante de dos lápidas, sí que pude distinguir los
nombres grabados en ellas.

«Josefine von Ascheberg. Frederik von Ascheberg.»
Sus padres.

Yo tenía diez años cuando la princesa Josefine murió al
dar a luz. Recordaba haber visto fotos suyas en todas las
revistas y todos los canales de televisión durante semanas.
El príncipe Frederik murió unos años después en un
accidente de tráfico.
Bridget y yo no éramos amigos. Joder, ni siquiera nos
llevábamos bien la mayor parte del tiempo. Pero eso no
impidió que me diera una punzada en el corazón al ver la
tristeza en su rostro mientras murmuraba algo frente a las
tumbas de sus padres.

Bridget se apartó un mechón de pelo de la cara y su
rostro cambió mientras decía algo más. Pocas veces me
importaba lo que la gente hiciera o dijera en su vida
personal, pero deseé estar más cerca para poder escuchar
qué era lo que le había hecho sonreír.

Me sonó el teléfono y agradecí una distracción que me
sacara de aquellos pensamientos inquietantes, hasta que vi
el mensaje.

Christian:
Puedo darte el nombre en menos de diez
minutos.


                                       Yo:
                                       No. Déjalo.

Me saltó otro mensaje,pero lo  guarde sin leerlo                    
              
La rabia se apoderó de mí.
Christian era un cabrón insistente que disfrutaba
escarbando en el pasado de los demás. Llevaba dándome la
lata desde que se enteró de que iba a pasar las vacacionesen Eldorra (conocía mis reservas hacia el país), y si no
hubiera sido mi jefe, y lo más parecido a un amigo que
tenía, ya le habría partido la cara.


Le había dicho que no quería saber el nombre, y lo decía
en serio. Había sobrevivido treinta y un años sin saberlo.
Podría sobrevivir treinta y uno más, o el tiempo que hiciera
falta antes de cascarla.

Volví la atención a Bridget justo cuando sonó el chasquido
de una ramita, seguido del suave clic del obturador de una
cámara.
Levanté la vista y se me escapó un gruñido al ver a un
fisgón de pelo rubio asomado por detrás de una lápida
cercana.
Putos paparazzi .

El gilipollas chilló y trató de salir corriendo cuando se dio
cuenta de que le había pillado, pero yo fui más rápido y le
agarré de la chaqueta antes de que pudiera dar un paso
más.
Por el rabillo del ojo vi cómo Bridget se levantaba, con
expresión de preocupación.
—Dame la cámara —dije con una voz tranquila que
disimulaba mi furia. Los paparazzi eran un mal inevitable
cuando trabajaba con personajes públicos, pero había
diferencia entre hacer fotos de alguien comiendo o de
compras y hacerlas en un momento tan íntimo.

Bridget estaba visitando las tumbas de sus padres, por el
amor de Dios, y ese pedazo de escoria tenía el valor de
entrometerse.
—Ni lo sueñes —dijo el paparazzo —. Es un país libre, y la princesa Bridget es una figura pública. Puedo...

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