27| Un gusto terrible

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Dejó caer el peso de su cuerpo sobre la cama, hastiada

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Dejó caer el peso de su cuerpo sobre la cama, hastiada. Necesitaba un segundo de paz; un instante para pensar. A veces no comprendía por qué la gente podía ser tan cruel. Le sorprendió la personalidad manipuladora de Shirley y le pareció increíble que fuera capaz de llegar a lastimarse solo para llamar la atención de Bruce.

De sus compañeros de instituto, por otra parte, poco se extrañaba ya. Eran y serían siempre de lo peor.

Contuvo las ganas de llorar. En unas horas sería la hora de cenar y estaba convencida de que, si terminaba de derrumbarse emocionalmente, no podría parar. Fue a darse una ducha, se puso el pijama y bajó al salón con su familia.

Esperaba distraerse con ellos.

Su madre tenía entre las manos el folleto de una pizzería cercana. No solían ir a comer fuera ni tampoco pedir a domicilio, porque Barbara trataba de ahorrar todo lo posible desde que perdió el trabajo. Supuso que no tendría ganas de cocinar aquella noche.

—Spencer —dijo al verla—. Vamos a pedir pizza. ¿Te apetece?

Su estómago rugió. Lo cierto era que no había comido con todo aquel problema y pensar en llevarse un trozo de pizza a la boca lograba animarla.

—Sí, claro. —Se acercó a mirar el papel del menú.

Su madre pudo ver en aquel momento los arañazos de su cara.

—Oh, por Dios. ¿Quién te ha hecho eso?

La joven se llevó la mano la zona dañada.

—Nadie.

Barbara puso los brazos en jarras.

—Por favor, no me digas que te has vuelto a caer por las escaleras porque ya no me lo creo.

Recordó que le puso aquella excusa el día en que extendieron el rumor de que había mantenido relaciones sexuales con hombres mayores.

—No te preocupes, mamá. —Apartó la mirada.

—¿Se meten contigo? ¿Te están haciendo eso tus compañeros de clase? —Estaba preocupada.

—Ha sido una compañera por un malentendido a la hora de comer.

—¿Quién? —Comenzó a levantar la voz. Su cara se tornaba roja de la furia que la estaba envolviendo—. ¡Mañana mismo voy a tu instituto a hablar con tus profesores y a cantarles las cuarenta! ¡¿Qué clase de educación les dan a sus hijos allí?!

—¡No! —Aquello sería incluso peor. Su madre no conseguiría nada sin un buen fajo de billetes—. Ya he hablado con los profesores que tenía que hablar —mintió para tranquilizarla mientras hacia un gesto con las manos para que pausara los gritos—, y mis amigos me están ayudando. No te preocupes, de verdad.

La mujer la observó fijamente con la respiración agitada y el ceño fruncido.

—Pero, ¡¿cómo no me voy a preocupar?! —retomó su indignación—. ¡¡Mira cómo te han dejado la cara!!

La sonrisa del DiabloWhere stories live. Discover now