Capítulo Once.

11.9K 1.4K 121
                                    

Alice había dado testimonio, su padre había vuelto a prisión (a una de alta seguridad) y había sido condenado a cadena perpetua.

Cuando me enteré esto fui hacia la casa de Alice. Sólo que no la encontré allí. Un nudo se instaló en mi estómago y fui al cementerio. Las flores de la tumba de su madre se habían marchitado demasiado y ella no estaba ahí para reemplazarlas.

No sabía lo que había sucedido porque no había podido hablar con ella. Pero estaba seguro de que lo que él le había hecho o dicho la había afectado y mucho.

Con cuidado regresé a mi auto y fui hacia la casa abandonada. La recorrí en cada rincón y tampoco la encontré.

La llamé y la llamé y no contestó.

La preocupación se extendió por mi cuerpo y manejé hacia la comisaria para asegurarme de que no seguía allí.

Alice no estaba en ninguna parte.

Volví al vecindario y noté que la puerta de nuestra casa estaba algo abierta.

Jane no estaba, sólo podía ser ella.

Caminé hacia las escaleras y me detuve, retrocedí y miré dentro de la cocina.

Mi corazón volvió a latir en cuanto la vi. Estaba de espaldas a mi.

—Alice —dije sin contener mi emoción. Me acerqué a ella y cuando puse una mano en su hombro, se apartó, asustada.

Mis ojos captaron las manchas rojas que se deslizaban con el agua y que se perdían en las tuberías.

—¿Alice? —se dio vuelta y me miró avergonzada. De sus ojos caían lágrimas desesperadas y de sus manos sangre. Trató de hacer las señas para explicarme lo que pasó, pero chilló de dolor en cuanto intento hacerlo—. Tranquila —susurré tomando sus manos con cuidado—. ¿Has querido herirte a ti misma? —negó y miró al suelo. Seguí su mirada y vi el vidrio en el suelo. Un vaso se la había caído.

—Levan...levantarlo —dijo casi sin voz.

—¿Quisiste levantarlo y te cortaste? —asintió y comenzó a llorar de nuevo—. ¿Por qué lloras, Alice? Debemos ir al hospital, está saliendo mucha sangre y pudieron haber quedado pequeños pedazos de vidrio.

Sus ojos azules me miraron asustados y negó mordiendo sus labios. Coloqué mis manos en su cintura y soltó un gemido de dolor. Se apartó de mi y rodeó su cintura con sus brazos. Mantuve la calma.

—Dejame ver, por favor —se acercó a mi y levanté su camisa con cuidado.

Me aparté horrorizado. Su piel blanca estaba cubierta por marcas moradas, repleta de moretones.

Heridas, más heridas. Había logrado tapar las más profundas y volvían a aparecer. No se iban, nunca se iban.

¿Así sería siempre? ¿Cada herida que se cerrara, que cicatrizara y que, después de un tiempo, desapareciera sería reemplazada por muchas otras más? No, así no podían ser las cosas.

—Fue él, ¿verdad? —sus ojos volvieron a llenarse de lágrimas y decidí que eso había sido suficiente—. ¡Detente, por favor! ¡Deja de llorar, Alice! ¡Deja de llorar por esa monstruosidad de persona! ¡Olvídate de él, sácalo de tu mente, no merece que hagas esto por él, Alice! ¡No merezco verte llorar! Detente —susurré, dejándome caer a sus pies y abrazando sus frágiles piernas—. Ayúdame a que esto pare. Ayúdame. Me estás destruyendo, Alice.

Y lloré. Lloré como cuando murió Maya. Lloré con un vacío en mi corazón, con pérdida y dolor. Me sentí impotente, un idiota y me repetí en mi mente que yo pude haberla salvado.

Palabras Mudas: SIN EDITARWhere stories live. Discover now