Capitulo 6

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Jimin estaba enfermo, lo había decidido. No solo era que había vomitado al conejo del día pasado o que su garganta estuviera seca últimamente, obligándolo por fin a tomar la iniciativa de ir por agua -aunque siempre acompañado por Agust-.

No, no era nada de eso en realidad. Jimin estaba enfermo, y lo sabía porque había un virus en su estómago. Al principio, y por un límite de cinco segundos, pensó que era el conejo que se había cenado reviviendo para tomar venganza desde dentro.

Claramente lo descartó porque no había forma de que reviviera algo que había masticado en trocitos.

Entonces pensó que había agarrado alguna bacteria que había evolucionado y estaba por morir vomitado, asqueado y solo, en su camita de hojas.

No me dejes solito. Lloriqueaba asustado mientras se revolcaba sobre el cuerpo peludo de Agust, quien, sinceramente, parecía bastante fastidiado para ese punto.

En algún momento le había gruñido, pero a Jimin le importó poco o nada. No entendía cómo podía estar tan calmado siendo que había una cosa viva moviéndose dentro de su cuerpo.

¡Mirame! ¡Se está moviendo!

Había querido gritarle colocándose sobre el rostro aburrido de Agust para mostrarle su vientre, ese que se movía suave pero notoriamente. Sin embargo, lejos de mostrarse tan asustado como Jimin lo estaba, Agust solo abrió los ojos y pegó el rostro al estómago del chico lobo.

¡Me voy a morir!

Devastado y resignado a su pronto destino, Jimin se tiró sobre Agust y chilló enojado con la vida y con quien fuera que hubiera decidido que debía morir de esa forma.

Eso fue hasta que se quedó dormido, despertando cuando sintió la nariz húmeda y fría de su compañero molestando su mejilla. Jimin abrió los ojos encontrándose con la oscuridad y los brillantes ojos amarillos.

A su nariz llegó el característico olor a animal y sangre, por lo que supo que Agust le había conseguido la cena. Se levantó con pereza y caminó hasta el cuerpo inerte sobre el suelo.

Jimin lo comió, dándose cuenta solo hasta que vio los huesos, que ese día la carne cruda no había sido tan mala.

Pensó que tal vez ya estaba acostumbrandose a su sabor, pero como ya estaba harto y cansado de pensar, se propuso dejar de hacerlo y enfocarse en solo sobrevivir.

Así pasó una semana pasó después de ello y Jimin dejó de chillar porque moriría, comenzó a buscar nuevas formas de pasar sus últimos días y olvidarse de la tristeza a la que se había reducido su futuro.

Se encontró intentando atrapar peces en el río, no era tan bueno como resultó serlo Agust, pero era más divertido que pelearse con las piedras de su cama. La nieve comenzaba a desaparecer, Jimin estaba feliz porque eso quería decir que febrero estaba terminando. La primavera llegaría y el podría pasearse por las flores. La tarde pasada incluso había visto una ardilla. ¡Una ardilla!

Agust había intentado cazarla, pero Jimin estaba feliz de haber podido ver la esponjosa cola moverse entre los árboles.

Él también parecía más feliz, menos dormilón y aburrido. Jugaba con él por las tardes y lo llevaba a cazar. Jimin no cazaba, pero disfrutaba de comer y corretear mientras Agust cumplía con su papel de proveedor de comida.

Aun tenía a esa cosa moviéndose cada tanto dentro de él, había descubierto que a Agust le gustaba tocar su estómago cuando veía que se estaba moviendo, así que Jimin lo dejaba ser a sus anchas.

No le dolía, así que además de los vómitos y las ganas enormes de orinar cada cinco minutos, no había mucho problema. Para la segunda semana, la libreta en la que rayoneaba había quedado en el olvido en algun lugar de su cueva. Por las mañanas Jimin se revolcaba en la nieve hasta que Agust se despertara y fuera a buscarle.

Se dirigían al río donde tomaban agua y atrapaban peces que a veces se comían -a Jimin todavía no le convencía lo suficiente comerse un animal que parecía verlo en todo momento-, y después de que Jimin fuera al pinito especial de Minnie, caminaban entre los árboles en busca de alimento.

No solían encontrar mucho más allá de roedores, por lo que a Jimin no le sorprendía que su dieta se basara sobre todo en conejos de colores.

Ese día estaba más soleado que otros, así que Jimin se olvidó de la caza y durmió un rato junto a uno de los árboles. Él los llamaba pinos, pero la verdad es que no sabía absolutamente nada sobre la botánica del lugar, solo sabía que eran altos, muy altos, y algunos tenían las ramas demasiado separadas unas de las otras.

Jimin miraba el cielo casi blanco entre las ramas verdes y se emocionaba cuando veía a algún animal saltar de un pino al otro, o cuando algún ave volaba tan alto que parecía solo un bultito pasando con rapidez.

Le gustaba en especial cuando atardecía y la nieve se llenaba de color. A esa hora Agust solía arrastrarlo del pellejo hasta la cueva, por lo que Jimin podía ver su pancita llenarse del color de los rayos del sol, y poco a poco aprendía a disfrutar de ello.

Cada día encontraba nuevas bellezas, como el sonido del río y el chapoteo de los peces cuando saltaban. También le gustaba el crepitar de los árboles y el canto de las chicharras cuando el sol estaba en lo más alto.

Por supuesto, amaba los colores que pintaban al bosque dependiendo de la hora, y cuando las estrellas se asomaban por la noche. Había descubierto también, que la Luna era mucho más bonita ahí. Agust y él se sentaban durante lo que parecían ser horas en la entrada de la cueva y solo veían el cielo entre las aberturas de los árboles.

Jimin se dio cuenta en una de esas noches, que ya no se sentía solo. No sabía por qué, pero ahí, en las noches frías e iluminadas solo por la luz de luna, acompañado de Agust y su calor corporal, con los pequeños movimientos de su estómago y el lejano ruido ambiental del bosque, Jimin se sentía feliz, tranquilo. Jimin se sentía cálido.

La apariencia del amorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora