Sueño poseía una belleza inefable, ni los grandes artistas o poetas de la época podrían describir tal hermosura. Era delicado, erótico, moviéndose con gracia por el mundo como una sombra elegante dueña de un cuerpo atractivo, provocativo, delicioso a la vista, ardiente ante la fantasía, esbelto y pálido, suave como la seda, cubierto por túnicas oscuras que se deslizaban por su inmaculada piel, haciendo que brillara a la vista. Sus facciones tan detalladas, únicas, perfectas como puestas en su rostro con devota dedicación. Desde su quijada hasta su frente, la punta de su nariz o sus pómulos marcados; labios finos de los que podría derramarse la miel, pestañas largas, rizadas que enmarcan una mirada azul como el mismo océano en su zona más oscura o profunda. Una mirada que te congela como el hielo, que te calienta como el café o te asusta como el infierno queriendo hundirte en ella en cada faceta.
Cada detalle en Sueño, cada parte de su cuerpo, era pasión para Hob; lujuria. Anhelaba cada toque, saboreaba cada roce, suspiraba cada mirada. Sueño había sido hecho para tentar, pecar, desear. Ni las obras de arte más hermosas se comparaban con él, los dioses temblaban ante su mortal belleza, los humanos se congelaban ante su helada mirada de superioridad. Nada le hacía justicia, nada sería suficiente para describirlo, nada nunca llegaría a su nivel. Era un dios, una deidad, un ser inalcanzable bendecido por el mismo universo.
Entonces ¿cómo Hob Gadling, un ser tan insignificante, tenía el milagroso beneficio de estar a su lado? Él no lo sabía, pero no lo cuestionaria, tener el privilegio de estar en el corazón de un ser tan intimidantemente hermoso, poderoso e intocable, arisco como un gato mimado, era algo que se debía agradecerse (Y más) cada segundo de su existencia.