La montaña de las cenizas azu...

Von MarBriper

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"Un médium debe identificar a los fantasmas que rondan a una misteriosa joven, antes de que un psicópata la c... Mehr

Sinopsis
Capítulo 0
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Epílogo
Nota de la autora

Capítulo 11

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Von MarBriper

Celinda tenía esos bonitos ojos enrojecidos y profundas sombras bajo sus párpados inferiores. Gene pensó que cualquier hombre podría enamorarse de esa apariencia frágil. Como una muñequita de porcelana con una extremidad rota, despertaba los instintos más básicos de protegerla...

Para suerte de ambos, las palomas heridas nunca habían sido su tipo.

Luego de una conversación entre las hermanas, dónde una susurraba y la otra se expresaba con gestos y señas, Kalah la convenció. Celinda buscó en un armario. Entonces le extendió al invitado la primera caja azul junto a la fotografía de la noche anterior.

Eran la misma, no cabía duda, reflexionó al observar la zapatilla deportiva en el interior. Con las manos enguantadas y una expresión difícil de descifrar, levantó la pieza sin tocarla con su piel. Mientras las hermanas lo observaban sentadas a los pies de la cama, Gene giró el objeto entre sus dedos

Tenía cortes en la punta, como si su dueño se hubiera tropezado con frecuencia por caminar distraído. Aunque era un talle grande, no podría decir si perteneció a un hombre o mujer. El color azul del caucho tampoco definía el género. A lo sumo podía afirmar que se trataba de una persona joven o adulta. Alguien que caminaba mucho y le había sacado provecho a su calzado, a juzgar por el desgaste de la suela.

El asesino se tomó el trabajo de lavarlo antes de enviarlo. No había rastros de las manchas de sangre o tierra seca que se percibía en la fotografía.

Entornó los ojos, estudiando la imagen. A pesar del tono enfermizo, se notaba cierto bronceado en la piel expuesta de la pierna. No había rastro de otra prenda de ropa, la cámara no las había captado. Las medias eran soquetes, tan cortos que apenas se vislumbraba una línea.

La tela lucía más oscura... ¿húmeda?

—¿Este fue un otoño cálido? —preguntó.

—Tanto como el corazón de mi ex —respondió Kalah con seguridad—. Tuvimos que sacar leña y mantas del depósito. Creíamos que el invierno se había adelantado.

—¿Lluvia?

—Poca. Mucho viento, la tierra que se levantaba era tremenda...

—¿Qué hay del verano?

—El clima es impredecible en Piedemonte. Pero en general los veranos podrías freír un huevo en una sartén si te limitas a asomarlo por la ventana.

—Algo me dice que este crimen se cometió en verano —Levantó la vista—. Tuvo varios meses para preparar los mensajes. Estamos hablando de alguien muy paciente.

—Con mucho odio mal reprimido...

Gene asintió. Dejó la zapatilla en su caja. Luego se sentó en el suelo con las piernas cruzadas y la espalda recta, la caja ante él. Tomó una profunda respiración para estabilizar sus emociones. Soltó el aire a una velocidad mucho más lenta. Comenzó a quitarse el guante derecho.

—No importa lo que vean. No sé muevan. No sé preocupen —Levantó la vista con su rostro inexpresivo—. No hagan preguntas. Solo puedo sentir la energía presente en los objetos una única vez. Por lo tanto... No. Me. Interrumpan.

Ambas mujeres abrieron los ojos, expectantes, conteniendo la respiración. Gene estaba a punto de comenzar pero esa voz volvió a interrumpir su concentración. Apretó los dientes.

—¿Cómo es eso de sentir la energía?

—¿Qué acabo de decir sobre las preguntas? —gruñó.

—Espera, espera... ¿en serio tienes poderes?

Gene murmuró una maldición. Sabía que ella no desistiría si no le daba al menos una explicación.

—Vengo de una familia que ha despertado su sexto sentido. Soy —su mirada se desvió a un costado— un médium.

—Oh... Nunca había conocido a uno.

Lo observó con las pupilas resplandecientes de fascinación. Resultaba evidente que se esforzaba por no bombardearlo a preguntas.

—Ahora lo conoces —Señaló la zapatilla—. ¿Puedo seguir?

—Sí, sí, por favor. ¿Necesitas algo más? ¿Una cruz... algún pentagrama... sangre de pollo?

Gene entornó los ojos, las puñaladas que lanzaban esas pupilas eran el motivo por el que sus colegas le daban privacidad cada vez que debía trabajar. Las personas tenían ideas realmente estúpidas acerca de los brujos y los médiums modernos.

Los únicos rituales con sangre que había realizado se trataban de resolver discusiones a puñetazos con sus hermanos cuando eran más inmaduros.

—¿Sangre de alguna virgen? —solicitó con falsa amabilidad.

La muchacha se rascó la mejilla con la uña de su índice, una media sonrisa deshizo parte de la tensión de sus hombros.

—Creo que sería más fácil conseguir pelo de unicornio. ¿Seguro no hay algo que pueda hacer para ayudar?

El joven lo pensó un momento. Muy pocas veces atravesaba un viaje demasiado profundo. En esos casos, había ciertas palabras que tenían poder y lo ayudaban a anclarse.

—Cuando termine, mi mano soltará el objeto de modo natural. Si al pasar diez segundos sigo sin regresar —Levantó la vista hasta encontrar sus ojos— di mi nombre. Eso es todo. Ahora, silencio.

Con cautela, Gene tocó los cordones. Esperó el golpe mental con los ojos abiertos. Tres latidos pasaron.

Nunca llegó.

—No veo nada —admitió.

—¿Qué significa eso?

—Hay dos alternativas. El propietario de esta zapatilla sigue con vida...

—¡Eso sería un alivio especta...!

—... o este objeto no es significativo. Solo aquellas cosas apreciadas, o muy odiadas por sus dueños se cargan de su energía. Esta perdura por muchos años dependiendo del valor sentimental que se le haya otorgado.

Regresó el zapato a su caja. Antes de que pudiera abrir la boca, Kalah le estaba extendiendo la segunda.

Le indicó que la dejara en el suelo, al lado del anterior. En su interior permanecía un calzado ligero de color turquesa, su suela sin tacón y escote redondeado para introducir el pie con facilidad. En la punta, lucía un lazo azul en forma de flor.

—¿Estas son las ballerinas? No parecen muy cómodas para terreno de montaña —comentó.

—Te sorprendería la ropa o accesorios ridículos que algunos turistas traen cuando vienen a escalar. Algunos son muy friolentos pero se aparecen con una miserable chaqueta en pleno invierno.

Gene sintió que esa piedra cayó justo en su frente. Bajó la vista a la única chaqueta que había traído a Piedemonte. Después de una semana sin quitársela más que para lavarla, parecía haberse adherido a su piel.

—Silencio. —Se llevó un índice a los labios.

Cuando consiguió recuperar su concentración, acercó sus dedos desnudos al lazo de la punta. Aferró el pequeño calzado en su puño.

El tiempo se desvaneció. La humedad impregnó sus cabellos, se deslizó por su espalda. Sus oídos se llenaron de agua, cualquier sonido exterior se perdía en las profundidades. Una venda cubría sus ojos. En medio del pánico creciente, intentó arrancarla. Sus manos no respondían. Su cuerpo no le pertenecía, se mantenía sumiso contra la superficie helada y mojada. ¿Mármol? Era demasiado estrecho para ser una piscina.

Sintió vibraciones en el suelo. Pasos. Supo que debía escapar antes de que llegara a su encuentro.

El aliento en su oreja le advirtió que era demasiado tarde. No pudo descifrar las palabras, solo una vibración en su oído. El terror hizo que la sangre se drenara de su rostro.

Algo le golpeó la frente, dejó un rastro líquido y gélido hasta deslizarse por su mandíbula. Más piedritas heladas golpearon el resto de su cuerpo como una lluvia pesada.

Siete latidos pasaron, una serpiente de nieve lo fue envolviendo. Frío... Tenía tanto frío que apretó los dientes para evitar que castañearan. Quería abrigarse, moverse para entrar en calor. Sin embargo, estaba atrapado. Presa de su propio cuerpo aturdido, su mente permanecía por completo despierta.

Reconoció el regusto ligero y dulce en su lengua, seguido de un rastro fresco de menta. A través de la bruma de su mente, intentó otorgarle un sentido.

Las tardes de té eran una tradición en su pueblo natal. Probó cada hierba comestible que el herbolario de la familia había conseguido. «Venga, Gene, te juro que no sabrá a veneno. Incluí menta para que sea lo único que sientas», solía decirle su hermano cuando intentaba hacerle beber una infusión medicinal.

Su mente comenzaba a divagar en sus propios recuerdos, comprendió inquieto. Debía anclarse a ese infierno. Cada segundo distraído era una pista perdida.

«¿Dónde estoy?», se preguntó por milésima vez. «¿Cuánto tiempo ha pasado?».

El mareo provocó que todo diera vueltas. Dejó de temblar. El frío fue reemplazado por el calor. Uno asfixiante que derretía sus huesos, quemaba desde el interior. Deseó arrancarse la piel que lo sofocaba.

Fue entonces cuando millones de cuchillas apuñalaron su torrente sanguíneo. Ciego de dolor, un grito escapó de lo profundo de su garganta. Sus ojos se volvieron cristales, su lengua una navaja de hielo. Su sangre se volvía nieve, lo sintió como un parásito viajando desde sus extremidades hasta enterrar sus garras gélidas en su corazón...

Le arrancaron la ballerina de sus manos.

Abrió los ojos en un instante. Estaba en una habitación piramidal que desconocía. El sol ingresaba por unas ventanas triangulares. A su lado había una cama king cubierta por una manta azul. Tres figuras sentadas en ella. No había cuadros ni más adornos que un florero de vidrio sobre un escritorio junto a la puerta.

Arrodillada en el suelo, una muchacha con los ojos enormemente abiertos aferraba la zapatilla contra su pecho, lejos del alcance del médium. Tenía una boca ancha, de labios carnosos que en ese momento mordía con nerviosismo.

El joven intentó recordar su nombre. Su mente era un lienzo al que habían lanzado baldes de tinta. En ese instante entre el sueño y la vigilia, ni siquiera estaba seguro de su propia identidad. Los recuerdos ajenos eran telarañas que buscaban aferrarse a sus propias memorias. Luchó para mantenerlas separadas, la muerte no debía contaminar la vida.

—¿Génesis?

Ella extendió la mano que no sujetaba la ballerina y le acarició la mejilla helada. El calor de esa palma le devolvió la conciencia, fue un ancla al presente.

Los ojos de Gene parpadearon. Sintió el ardor, la ligera humedad por haberlos mantenido abiertos tanto tiempo. Cuando secó esas lágrimas involuntarias, lo abrumó el alivio. Podía mover sus manos, era dueño de su propio cuerpo.

—Estabas mudo, pero parecías agonizar —explicó ella despacio, modulando cada palabra. O quizá era él quien percibía todo con mayor lentitud—. Fue espeluznante. Me costó quitarte este maldito zapato, estuve a poco de morderte la mano para que lo soltaras.

«Kalah», pensó sin apartar la vista de su rostro mientras los recuerdos de su propia vida regresaban a su lugar, «su nombre es Kalah».

—No vuelvas a hacerlo —advirtió cuando estuvo seguro de haber recuperado la voz—. Te dije expresamente que no interfirieras.

—Creí que tendrías una visión como un espectador en una sala de cine —se defendió ella—. Pero tu rostro me decía que eras el protagonista de esa maldita escena de terror. —Clavó un dedo en su pecho—. Así que no dudes de que lo volvería a hacer, maldita sea.

Gene atrapó ese dedo, luego la mano entera entre las suyas. Esas palabras sacudían algo dormido en su sistema. Casi deseó sonreír, lo habría hecho si otro problema no fuera más apremiante. No había oportunidad para sentimentalismos en los jardines del inframundo.

—Fue la muerte blanca.

—¿Cómo?

—Murió congelada —afirmó. Observó a Celinda sentada en medio de la cama, acurrucada bajo su manta azul. Sin Kalah a su lado, las ánimas regresaron a la misma habitación—. El asesino la sometió al frío en pleno verano.

El color abandonó el rostro de la joven silenciosa. Se frotó con fuerza los brazos. Las nubes de vaho que emanaban sus labios delataban cuán agitada era su respiración. La temperatura del dormitorio había descendido diez grados en los últimos minutos.

Los ojos de Gene se detuvieron en el espíritu femenino de espaldas contra el ventanal. Estaba descalza. Cuando giró el rostro, él notó que sus pupilas vidriosas miraban al vacío.

El médium se frotó las sienes. Había una idea que taladraba su mente, algo que había deseado hacer desde que puso un pie en esa casa.

—Necesito ver el registro de huéspedes del último verano.

Kalah miró a su hermana, quien lucía cada vez más nerviosa. Aunque intentara disimularlo, los brazos abrazando sus rodillas temblaban. Su hermana mayor le dio una palmadita en el hombro.

—Vamos al living, ahí está mi computadora —Con movimientos decididos, tomó la mano de Gene y lo arrastró fuera—. Te llamaré cuando el desayuno esté listo, Cellín. Descansa un poco más.

Atravesaron el pasillo y las escaleras en un momento, sin perder tiempo en observar su alrededor.

—Sobreprotegerla solo la hará más vulnerable —dejó caer Gene cuando llegaron a la entrada.

—Hubo muchos turistas este verano —Kalah ignoró el comentario mientras buscaba su portátil debajo de su escritorio—. Me atrevería a decir que fue nuestra mejor temporada en años. Recién en otoño tuvimos un descanso.

—¿Qué clase de información registras cada vez que alguien viene?

—Datos generales como nombre, fecha de nacimiento, nacionalidad, algún número de teléfono de emergencia, correo electrónico, forma de pago, tiempo de estadía, habitación asignada...

—¿Alguna fotografía?

—Escaneo o fotografío la tarjeta de identificación de la persona que reserva, ¿eso sirve?

—Quizás. ¿Qué tan buena eres recordando rostros?

—Tengo memoria de molusco —admitió sin vergüenza, sentándose en la silla alta. Descansó los codos en el escritorio y dejó caer la barbilla en sus manos. Lo observó con los párpados caídos como si fuera su próximo desayuno—. Para ser honesta, cuando hay demasiados turistas comienzo a usar apelativos cariñosos como corazón, bebé, linda, encanto... Soy una damizuela.

—No había notado lo de los apelativos —señaló Gene con sequedad—. ¿Tienes un registro en papel o todo digital?

—Digital. Soy ecologista, me encanta ahorrar papel. Guardo una copia en Drive... —La computadora emitió una melodía breve, señal de haberse encendido con éxito. Cuando él se acercó por detrás, ella bajó la tapa lo suficiente para que no pudiera ver la pantalla—. Me temo que es información confidencial. No sería muy ético de mi parte ofrecerla a un extraño. Dime lo que quieres saber y con gusto lo buscaré.

Gene entornó los ojos. Apretó la mandíbula.

—Vete al diablo. No voy a negociar. ¿Quieres mi ayuda o no?

—Te ves lindo cuando te enojas —se burló ella, girando el cuello para encontrar su mirada—. Está bien. Este será nuestro secreto, corazón. —Su expresión se oscureció—. Si modificas una sola letra o número, o si entras a mi historial de navegación, clausuraré la chimenea de tu dormitorio. Esta cosa es como mi diario íntimo.

—Seré cuidadoso —Gene se acercó hasta que ambos quedaron codo a codo ante la computadora. El archivo Word que contenía el registro de huéspedes estaba abierto. Recorrió por encima a los veraneantes—. Supongo que era mucho pedir que incluyeras una descripción física de cada registrado.

—Eres un hombre exigente, Génesis. —Ella movía una mano en el aire para hacer énfasis—. Lo que ves es todo lo que puedo ofrecerte.

Él contuvo una sonrisa ante su doble sentido. Abrió la boca para preguntarle algo más pero una melodía los interrumpió. La joven se apresuró a sacar su teléfono del bolsillo y miró el identificador.

—¡Es un número desconocido! —chilló con emoción, saltando fuera de su asiento—. ¿Sabes lo que eso significa? ¡Un cliente desea hacer una reserva! El ritual de danzar desnuda bajo la lluvia hizo efecto. Dame un minuto.

Se alejó hasta la chimenea antes de contestar. Su voz se volvía más suave y confiada mientras pasaba un presupuesto.

Génesis aprovechó su distracción para enviarse una copia del archivo a su propio correo. Lo revisaría en detalle más tarde. Cuando estaba por cerrar la ventana, sus dedos se congelaron sobre el teclado. Levantó la vista a su anfitriona, quien caminaba de un lado a otro por la habitación mientras conversaba animada al teléfono.

Tragó saliva, una cuerda invisible volvía a apretar su garganta. Abrió el buscador. Escribió aquel nombre que resonaba en su mente desde que dejó su departamento e inició una búsqueda.

Mael Rivera.

Esperó, casi cruzando los dedos. Una parte de sí deseaba encontrar las huellas de su mejor amigo en este caserón. La otra parte estaba aterrada de todo lo que eso implicaría.

La búsqueda terminó de cargar los resultados...

Nada. Ningún huésped con ese nombre había pisado Flores de Cristal.

Soltó el aire a través de sus dientes apretados. Su instinto le decía que tampoco encontraría a los dos escoltas de Celinda en esa lista. ¿Era posible que se hubieran hospedado en otro lugar? La idea no sería descabellada. Como pueblo turístico, en Piedemonte abundaban las cabañas y hoteles.

Un movimiento por el rabillo de su ojo captó su atención. Giró el rostro al instante. Allí estaba esa entidad femenina, de pie bajo el marco de la puerta que daba al pasillo. Esperando. Demasiado perturbada para comunicarse, en un estado de eterno shock sin memoria.

«¿Quién eras? ¿Quién te hizo esa aberración?», deseó preguntarle. «¿Por qué?».

Pero sabía que sería en vano. Los muertos no contaban sus propios cuentos. Era el deber de las otras voces revelar la verdad que se llevaron a la tumba.

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