Sueños de Amor y Venganza I:...

Galing kay Andoni934

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Dos reinos enfrentados. Una única verdad. Desde hace siglos, los Reinos de los Valores y los Reinos del Sur... Higit pa

Mapa
Primera Parte
Prólogo
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16

Capítulo 1

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Galing kay Andoni934

Esa mañana Karan se levantó sobresaltado, como todas las mañanas desde que su madre murió cuando él tenía quince años. Desde entonces, todas las noches se repetía la misma pesadilla, una y otra vez, como una antigua canción que no se puede olvidar. Karan vivía solo con su padre en una vieja casa de Stormhole, la capital de Rydia, y aunque no era muy grande, al menos era acogedora. Tenía tres habitaciones: una que hacía al mismo tiempo de cocina y sala de estar, un cuarto y una despensa.

Se desperezó lo más rápido que pudo y se puso una camisa beige, unos pantalones y su único par de zapatos. Hacía mucho que no se compraba ropa nueva y esa ya comenzaba a quedársele pequeña. Aunque no era un muchacho grande, los músculos que había ganado en los últimos años hacían más evidente que la ropa que lucia no era de su talla. Se pasó las manos por su largo cabello marrón, a juego con sus grandes ojos color miel, para arreglárselo un poco y miró hacia donde se encontraba su padre.

El padre de Karan estaba tumbado boca arriba en la cama de la habitación que ambos compartían. Su respiración era leve y entrecortada, como si en cualquier momento fuese a exhalar su último aliento. Desde que contrajo la enfermedad plateada fue de mal en peor. Empezó con fiebre alta y sudoración, después llegaron el cansancio y la pérdida de peso y, por último, las manchas plateadas y escamosas sobre la piel que caracterizan la enfermedad.

Hace muchos años Ronar trabajaba como mercader, y viajaba a lo largo de los Reinos de los Valores, desde Rydia hasta Byzantin, proveyendo a los diferentes reinos productos maravillosos de diferente procedencia. Tenía telas de todos los colores que conseguía en D'or, fantásticas armas fabricadas en Byzantin, frutas deliciosas de Verte y minerales deslumbrantes de Rydia. Cuando Gaia y él se conocieron en Tsuru, la capital de Byzantin, no tardaron en enamorarse. Volvieron juntos a Stormhole, la ciudad natal de Ronar, vivieron juntos en la pequeña casa que Ronar había heredado y pronto tuvieron un precioso hijo, Karan. Su padre decidió dejar el oficio de mercader para mantenerse cerca de su familia y encontró un muy bien remunerado puesto dentro del equipo de expedición del Volcán Atalante, el enorme volcán de Rydia, de donde proceden todos los minerales del reino.

Durante mucho tiempo, Ronar no tuvo ningún problema con su trabajo, pero, tres años tras la muerte de Gaia, su equipo encontró una gruta en las entrañas del volcán que había estado sellada hasta entonces. Cuando la abrieron, un insoportable hedor se escapó de la estancia, pero eso no fue lo único que salió de allí. Pronto, todos los que habían formado parte del equipo contrajeron una enfermedad desconocida, a la que se bautizó como enfermedad plateada. El padre de Karan tuvo que permanecer en cama a partir de ese momento, y el propio Karan, a sus dieciocho años, se encontró con la presión de tener que mantener él solo un techo donde vivir, así como de comprar las hierbas medicinales que mantenían vivo a su padre. Karan dio la vuelta a la cama y apoyó una mano sobre la de Ronar.

—Papá, ¿estás despierto? —le preguntó con voz suave, sin obtener respuesta alguna—. Me marcho ya. Voy a ir al taller de Tay a recoger toda la mercancía que tengo que repartir hoy por la ciudad, volveré para comer.

Su padre siguió sin contestar, así que le dio un beso en la frente y se dispuso a salir de la habitación. En la mesa de la cocina había restos del estofado que había preparado el día anterior, los engulló con prisa y cruzó la puerta de entrada.

Era una mañana soleada en Rydia y el río que cruzaba la ciudad resplandecía tanto que casi dañaba los ojos. Por un momento, a Karan le pareció ver salir a una mujer del agua, pero pronto se quitó la idea de la cabeza y siguió su camino. El taller de Tay, su mejor amiga desde que tenía 15 años, se encontraba en la plaza de la ciudad, a unos pocos minutos de la casa de Karan.

El joven se adentró en las estrechas callejuelas de la ciudad mientras saludaba a los vecinos que se asomaban a sus balcones de piedra a sacudir sus polvorientas alfombras o a tirar asquerosos cubos de agua sucia. La señora Edgecombe se encontraba en la puerta de su casa, discutiendo a pleno pulmón con un hombrecillo encogido con cara de haberse meado encima.

—Se lo diré por última vez, ¡No quiero nada de su dichosa joyería barata! —gritó Mirta Edgecombe mientras agitaba las manos en el aire, como si estuviese espantando moscas. En ese momento, se asomó por la puerta la mujer de Mirta.

—Mirta, querida, deja al pobre hombre. Solo está intentando ganarse unos robles con su joyería artesana. Venga, vamos dentro —exclamó con voz avergonzada. Mery apoyó una mano sobre el hombro de su mujer, que con los brazos cruzados y cara de indignación se dio la vuelta y entró en casa.

Mirta Edgecombe siempre había creído pertenecer a la nobleza y trataba a todos los del barrio como si estos no le llegasen ni a la suela de los zapatos. Si por ella fuera, mataría a cualquier alma con tal de irse ir a vivir al Barrio Alto, donde residía la nobleza de la ciudad. El Barrio Alto comprendía todo el largo de la Calle Real y se extendía alrededor de La Fortaleza del Valor. Karan pasó con andar ligero al lado del hombrecillo y le ofreció una tímida sonrisa. El pobre hombre se la devolvió y se agachó a recoger unos pendientes de madera con algún tipo de incrustación azul y un colgante, también de madera, con elaborados tallados, que Karan supuso que Mirta se los había tirado en un ataque de indignación.

Karan siguió su camino por la estrecha callejuela hasta desembocar en otra más amplia, llena de puestos de todo tipo a ambos lados. Karan serpenteaba entre la gente que miraba con entusiasmo los puestos, al acecho de una buena  oferta o la ganga de sus vidas. Había puestos que vendían diferentes tipos de pescados y carnes, puestos de abalorios, de perfumes e incluso había uno con unas pequeñas y elaboradas esculturas de la familia real: los Abott.

Justo después de ver las esculturas del vendedor, salió de la calle de los puestos y apareció en la plaza de la ciudad, una amplia zona cuadrada en cuyo centro se encontraba una enorme fuente. En lo alto de la fuente había una estatua de la primera reina de los Reinos de los Valores, Amini Abott, que llevaba una impresionante armadura de guerra. Con su brazo izquierdo alzaba una majestuosa espada de más de un metro de longitud y, a sus pies, se podía leer una inscripción que rezaba: "En honor a la reina Amini Abott, primera reina y fundadora de los Reinos de los Valores que, gracias a su valentía, nuestros reinos no perecieron a manos de los Reinos del Sur".

Los Reinos del Sur, como eran conocidos por los valorenses, se encontraban al otro lado del Estrecho Atalante. Lo único que se sabía de ellos, además de que hacía mil años hubo una gran guerra entre ambos continentes, es que su gente se caracterizaba por tener una piel oscura, al contrario de los habitantes de los Reinos de los Valores. La gente de la plaza estaba quieta, observando con gran detenimiento la calle principal de Rydia, que conectaba directamente con las grandes puertas de la ciudad. A los pocos segundos, Karan vio aparecer al Consejo de los Valores, que cruzó la plaza sobre unos relucientes corceles blancos en dirección a la Fortaleza del Valor, donde residía la reina Ethari Abott junto con su familia.

Todos los miembros del consejo se mostraban erguidos  y majestuosos sobre sus corceles, que trotaban con paso lento pero constante. Los ropajes que vestían eran de los más variopintos. Cada miembro lucía telas y accesorios completamente diferentes al resto, poniendo aún más en evidencia la diferente procedencia de cada uno de ellos. El Consejo de los Valores había sido creado hace casi mil años por Amini Abott. Estaba comprendido por cuatro integrantes, donde se incluía a la propia reina. Los otros tres miembros eran los representantes de los demás reinos del continente: Do'r, Verte y Byzantin. Cada miembro del consejo era portador de uno de los valores de los reinos: el poder, la verdad, la guerra y el hambre.

El portador del Poder era la propia reina Ethari, poseyendo el poder supremo de los Reinos de los Valores y de el Consejo de los Valores. El portador de la Verdad procedía de D'or y poseía el control del sistema jurídico de los reinos, pudiendo crear normas jurídicas, siempre teniendo que ser aceptadas o denegadas por el portador del Poder. Además, controlaba todos los juicios que se producían en los reinos. El portador de la Guerra procedía de Byzantin, y se encargaba de controlar la armada de los reinos, así como de la producción de las armas y la planificación de las estrategias de ataque y defensa. Por último, el portador del Hambre procedía de Verte y controlaba todo el comercio de los reinos, desde la producción de alimentos hasta su almacenaje, transporte y venta.

Los miembros del consejo avanzaban en línea por la calle, cada uno de ellos acompañado de dos guardias de su reino, que se disponían cada uno a un lado de su corcel.  Leysa de Byzantin presidía la comitiva, luciendo una hermosa armadura plateada decorada con el emblema y otros símbolos de su reino. Detrás, Ighan de Verte, con su sencilla pero elegante túnica verde, miraba al frente impasible, pero sus ojos nerviosos delataban que, por alguna razón, no se encontraba tranquilo. Por último, Calsa de D'or saludaba y sonreía a los ciudadanos alegremente. Mientras lo hacía, las largas mangas de su túnica violeta se movían por el viento, asemejándose a las olas del mar.

Los miembros del consejo, salvo la reina, se dirigían a la fortaleza real, acudiendo a la reunión anual convocada para tratar asuntos concernientes a los reinos. Pero esa vez era ya la tercera que el consejo se dejaba ver en Rydia desde que comenzó el año, así que Karan no se extrañó al ver la cara de sorpresa de todos los ciudadanos. Cuando el consejo desapareció calle arriba, Karan siguió su camino hacia el taller de Tay.

Tay era una muchacha de su misma edad, con una preciosa piel marfil, cabellos negros que le llegaban hasta la cintura, y unos enormes ojos verdes que, si te descuidabas, podían atravesarte el alma. Sin embargo, Karan era muy consciente de que Tay no era para nada de su tipo. Ni Tay, ni ninguna otra mujer.

Su amiga vivía en un pequeño albergue que se encontraba al sureste de la ciudad, cruzando el rio. Cuando se conocieron con quince años, Tay le dijo a Karan que era huérfana. Jamás había conocido a sus padres. Hasta los diez fue acogida en el orfanato de la ciudad, pero en su décimo cumpleaños tuvo que abandonar el orfanato. Le dieron unos pocos robles para poder sobrevivir los primeros meses, pero pronto tuvo que conseguir un trabajo que la pudiese seguir manteniendo. Desde los diez años, Tay había trabajado en el taller de la ciudad, que hacía al mismo tiempo de taller de reparaciones como de casa de la correspondencia, donde la gente de la ciudad dejaba los paquetes y cartas que querían entregar. Karan se encargaba de coger todas estas cartas y paquetes y de llevarlas a sus destinatarios.

Cuando llegó al taller, las puertas estaban abiertas de par en par y entró dando unos golpecitos en la jamba de la puerta.

—Tay, soy Karan —dijo alzando un poco la voz—. He venido a por la correspondencia de hoy. ¿Dónde estas?

—¡Karan! ¡Menos mal que estas aquí! —Escuchó decir a Tay desde algún rincón del taller—. Estoy en la trastienda. Ven y ayúdame, anda.

    Karan entró en la vieja tienda, que no era demasiado grande. La estancia principal, donde se recibía a los clientes, tenía un gran mostrador que cruzaba la tienda de lado a lado. Detrás del mostrador se alzaba una gran estantería llena de objetos diferentes: abalorios, zapatos, vestidos perfectamente doblados, cajitas de madera con diferentes tallados... En la parte donde esperaba la clientela, contra la pared, había unos cuantos muebles amontonados y en perfecto estado, preparados para ser recogidos por sus dueños.  Karan levantó un ala del mostrador y pasó al otro lado.

Cruzando la puerta que se encontraba junto a la gran estantería accedió a la trastienda, un lugar lleno de cachivaches, muebles rotos y ropa descosida. La estancia era cuadraba y en ella se encontraban cuatro estanterías formando pasillos. Vio a Tay en uno de ellos, cargada de cajas llenas de diversos materiales.

—Nunca voy a llegar a entender de dónde has sacado tanta fuerza —dijo Karan sorprendido por todo el peso que estaba cargando la muchacha.

—Pues no rompas tus expectativas y ayúdame con esto, que pesa más que el ego del chico con el que me acosté a noche. —Asomando cómo pudo la cabeza entre las cajas le guiñó un ojo a Karan.

—Oh, entonces al final quedaste con aquel chico tan mono al que le arreglaste la azada, ¿no? Por lo que me contaste, parecía tener unas buenas posaderas. ¿Cumplió al final tus expectativas? —le soltó Karan con cara de diversión mientras le cogía un par de cajas.

—Cumplió mis expectativas y las superó. Si yo te contará... —Se llevó una mano a la cara mientras se mordía el labio inferior y dejó las demás cajas sobre una mesa de madera roída—. En esa otra mesa tienes todas las cartas y paquetes que han ido dejando a lo largo de la semana. Una mujer del Barrio Alto me pidió por favor que tuviera muchísimo cuidado con su paquete. Es el morado del fondo.

El domingo era el día en el que se repartía toda la correspondencia que se había almacenado a lo largo de la semana. El resto de los días, Karan se ganaba algún que otro roble ayudando a la buena gente de la ciudad a realizar tareas.

Karan cogió el paquete y lo movió entre sus manos, inspeccionándolo por todos lados. Al moverlo escuchó que algo repiqueteaba en su interior, por lo que decidió dejarlo donde estaba por miedo a que se rompiera.

—¡Mierda! —dijo Karan nada más dejar el paquete morado sobre la mesa—. Se me ha olvidado coger el saco para meter todo. ¿No tendrás alguno para prestarme?

Tay le miró con esa cara de complicidad que solo le ponía a él y se acercó a una de las estanterías de la trastienda. Rebuscó entre unos cachivaches hasta dar con lo que estaba buscando. Le dio a Karan el saco y este le dio un abrazo enorme a su amiga.

—Uff, te quiero, te quiero mucho —le dijo a Tay, aliviado.

El abrazo duró unos cuantos segundos y cuando se separaron el uno del otro, ambos empezaron a reír. Fue ese tipo de risa que solo puedes compartir con alguien muy especial, alguien que de verdad te importa y que estas seguro de que también le importas. Ese tipo de risa que nace de un fuerte sentimiento de felicidad.

—Eres el mejor, Kar —le dijo Tay mientras le despeinaba el pelo con la mano—. Por cierto, ¿qué tal estás? ¿Has vuelto a tener esa pesadilla?— Al plantearle la pregunta, Tay comenzó a acariciarse el tatuaje circular que tenía en la muñeca, algo muy habitual en ella cuando estaba nerviosa. En el interior del círculo, se apreciaba una hermosa ola con todo detalle y, aunque Karan le había preguntado a su amiga por el origen de aquel tatuaje en numerosas ocasiones, ella nunca había querido aclarárselo.

—No hay noche que no la tenga, es insoportable. A veces incluso creo ver a aquella mujer salir del rio otra vez, como si ahora viniese a por mí. No se... Todo lo que pasó aquella noche es muy extraño, no sé qué fue real y qué no. Mi padre estaba dentro de casa y no vio nada. Voy a acabar volviéndome loco, si es que no lo estoy ya.

—Yo te creo, Kar. Sé que lo que viste fue real. —Tay se acerco mas a él y envolvió sus manos con las suyas, haciéndole sentir un cálido sentimiento de protección.

—No sé qué preferiría, que fuese real o que no. Lo que más me atormenta de todo esto es que no sé si alguna vez voy a llegar a saber la verdad.

—Yo tampoco lo sé. Lo que si sé y puedo asegurarte es que siempre voy a estar ahí para ayudarte y protegerte. Siempre. Da igual en que situación te encuentres, donde estés o cuándo. Siempre voy a ayudarte.

—Gracias, Tay. Reconforta saber que puedo contar contigo —dijo mientras por la mejilla le bajaba sutilmente una lagrima—. Bueno, voy a irme a repartir la correspondencia antes de que me hagas crear un mar más grande que el draconiano.

Karan abrió el saco que le había dado Tay y empezó a meter todo en él, dejando para el final el paquete morado. Mientras metía todo, notó como Tay le miraba con preocupación, pero justo cuando se dio cuenta de que Karan la estaba mirando, cambio su expresión y dijo:

—Yo también voy a seguir trabajando. Tengo que reparar unas herramientas para los agricultores y unas túnicas que me han traído los cleros para el Templo de los Valores.

Karan, que ya había terminado de meter todo, le dio un beso en la mejilla a Tay y salió del taller. Primero visitó el Barrio Bajo del norte de la ciudad, después se dirigió a la zona portuaria, pasando el rio. Al mismo lado del rio se dirigió hacia la zona de los albergues y tabernas, al sureste de la ciudad y, por último, llegó al Barrio Alto, donde se encontraban las personas más influyentes y exigentes de la ciudad. Era, sin duda, el barrio más elegante. Las fachadas de los edificios, pese a ser de piedra como el resto de la ciudad, tenían unos acabados impresionantes, con preciosos dibujos y esculturas en lo alto. En las tiendas se podían encontrar productos de lo más exclusivos e incluso corrían rumores de la existencia de un mercader que había encontrado maravillosos objetos de los Reinos del Sur.

La Calle Real, que era la calle principal del barrio y la más ancha de la ciudad, era donde se encontraban todas estas tiendas, y estaba llena de preciosos faroles. Karan se introdujo por las calles secundarias del barrio para empezar a entregar paquetes. La primera casa por la que pasó era una preciosa mansión de dos pisos rodeada de un jardín lleno de flores de todos los colores y árboles frutales.

Karan cruzó la verja y atravesó el jardín hasta llegar al porche. Se acercó al gran portón de madera tallada y dio unos cuantos golpes. La puerta la abrió un hombre de mediana edad, con facciones asombrosamente bellas, que llevaba un vestido azul que le llegaba hasta los tobillos, dejando al descubierto unos zapatos de tacón completamente blancos.

Tanto en Stormhole como en los demás reinos del continente, era muy común ver tanto a hombres como a mujeres con cualquier tipo de atuendo, algo que en el pasado jamás se habría permitido. Sin embargo, desde hacía generaciones, todos los reinos del continente habían progresado descomunalmente. Gracias a ello, la libertad de expresión estaba más alta de lo que había estado nunca, y personas como él, a las que les atraían personas del mismo género, o personas como su amiga Tay, que en el pasado la habrían acusado de estar loca por decir que era una mujer teniendo pene, podían vivir en completa calma.

—Buenos días, muchacho. ¿Puedo ayudarte en algo? —le dijo el hombre con una sonrisa de oreja a oreja que no conseguía del todo camuflar sus aires de superioridad.

—Buenos días, señor. Vengo a traerle un paquete de parte de la señorita Cynthia Bell. —Karan hizo la reverencia más elegante que pudo. Sacó del saco el paquete morado y se lo entregó al hombre.

—Gracias, joven —dijo el noble cogiendo el paquete—. ¿Quieres a caso ver lo que contiene?— añadió al cabo de unos segundos al ver la cara con la que Karan se había quedado mirando el paquete.

—Perdóneme, señor, no quería ser grosero. No es de mi incumbencia lo que puedan enviarle, lo siento. Ya me marcho. —Karan giró sobre sus propios pies dispuesto a abandonar la residencia justo cuando el hombre añadió:

—No te preocupes, muchacho. Sé que allí en el Barrio Bajo no soléis tener muchas alegrías diarias. Me sentiré bien si al menos disfrutas visualmente con el contenido —dijo el hombre creyendo que a Karan le haría ilusión, pero causando lo contrario en el joven—. Por cierto, puedes llamarme Arland.

El hombre extendió el brazo hacia la puerta abierta, invitando a Karan a entrar en su lujosa casa. Detrás de Karan, el hombre dio un elegante giro, haciendo ondear su vestido azul justo antes de entrar a la casa. La estancia principal era enorme, tres veces más grande que la casa de Karan. En frente de la puerta principal había una gran escalera que daba al segundo piso. A mitad del primer piso, la escalera se dividía en dos, yendo una para cada lado de la casa. En frente de ese rellano que daba a las dos escaleras se levantaba una preciosa vidriera donde estaba plasmado un precioso jardín primaveral. Las paredes de la casa estaban pintadas de blanco y dorado y de ellas colgaban unos faroles impresionantemente bellos.

El noble se acercó a la mesa que se encontraba entre la puerta principal y las escaleras y apoyó en ella el paquete morado. Karan se acercó mientras este abría con sumo cuidado el paquete. Cuando por fin sacó el contenido de su interior, tras lo que a Karan le pareció una eternidad, se quedó maravillado.

—¡No puede ser! —gritó emocionado Arland sosteniendo en sus manos un precioso candelabro transparente de cuyos brazos colgaba una fina cadena con perfectas esferas semi-transparentes de color azulado. La cadena colgaba de un brazo del candelabro y se unía con el siguiente, así con todos—. Cynthia, querida, te adoro. ¿Ves esto, muchacho? Es un candelabro fabricado con los fragmentos de cuarzo que se desprenden de Isla Nublada y que llegan a las costas de Verte. Y estas bolitas de aquí —dijo elevando delicadamente una de las cadenas del candelabro y acariciando con suavidad la superficie de las esferas—, están hechas con la poca fluorita que se ha podido obteneren Rydia. ¡Es completamente maravilloso!

Arland comenzó a andar hacia la habitación contigua, haciéndole un gesto a Karan para que lo siguiera. Entraron en un precioso salón con muebles de madera de cedro y unos enormes ventanales que aportaban luz natural a la estancia. Sin lugar a dudas, la enorme chimenea de mármol era la joya del salón. Se alzaba en la pared frente a la puerta y, pese estar apagada, Karan se pudo imaginar lo acogedora que debería resultar esa habitación en invierno. El elegante hombre recorrió todo el salón, inspeccionando cada rincón en busca del lugar perfecto donde colocar su nueva adquisición. Mientras lo hacía, le iba explicando a Karan su maravillosa colección de extravagantes objetos, presumiendo de la calidad de estos.

—Mira, ¿ves esa cómoda de ahí? La conseguí en D'or en una tienda que solo trabajan con madera de granadillo, añadiendo en las esquinas madera de ébano. ¿Y ese mueble de ahí? —Señaló al mueble junto a la chimenea, una preciosa vitrina con incrustaciones de un mineral verde en las esquinas—. La conseguí también en D'or, no quieras imaginarte lo que me costó. Pero aún mas me costaron las figurillas que ves dentro. Ese mercader se piensa que por tener la valentía de viajar hasta los Reinos Salv... ¡Cof, Cof!— tosió de repente con la cara pálida—. A ver, que se me va el santo al cielo.

Mientras Arland seguía recorriendo la habitación, Karan decidió no darle importancia a la información que era evidente que se le acaba de escapar. Más de una vez había escuchado rumores de la existencia de un mercader en el Barrio Alto que conseguía de manera ilegal objetos del continente vecino y que los vendía a los más adinerados de la ciudad. Muy poca gente conocía los secretos de aquel mercado y cómo era capaz de conseguir todos aquellos espectaculares objetos. Cuando se trataba de hacerse un hueco entre la más alta de las esferas de la sociedad, a través de reliquias y obsequios que muy pocas personas podían adquirir, nadie se cuestionaba la forma en la que estas habían sido conseguidas. Simplemente, se limitaban a pagar el precio y disfrutaban de la envidia que irradiaban los ojos de sus vecinos.

Haciendo como que no se había percatado, Karan cambio de tema.

—Perdone, señor. Quiero decir, Arland —comenzó Karan con timidez mientras Arland miraba pensativo la mesa que se encontraba en el centro de la estancia, junto a dos mullidos sofás—. Antes ha mencionado algo de un lugar llamado Isla Nublada. Nunca había oído hablar de tal sitio.

—Es normal, muchacho. No es un lugar del que se suela hablar. —La voz de Arland sonaba distraída. Sin lugar a dudas, no mostraba mucho interés por aquel lugar—. Es una isla al noroeste del continente, más allá del Mar de la Luna Creciente. Muchos barcos han intentado llegar hasta ella, una tarea que les resultó cuanto menos imposible debido a la niebla que la rodea constantemente. Muy pocos han conseguido volver ilesos de su travesía, y la mayoría de ellos estuvieron a punto de naufragar debido a las enormes rocas que rodean la isla.

Arland se apartó de la mesa que estaba mirando y se dirigió a la chimenea. Tras unos minutos de silencio continuó.

—Hoy en día nadie intenta llegar hasta la isla. Hasta los marineros más expertos e intrépidos se han dado por vencidos. Por eso, el cuarzo que se desprende de las rocas que la rodean y llegan hasta las costas del continente tienen tanto valor. ¡Cuestan una fortuna! —Hizo una pausa antes de continuar—. ¡Este lugar es perfecto, sin duda! Sobre la chimenea, junto con los caros jarrones que rescaté de las pertenencias de madre tras su muerte. ¿Qué te parece?

El hombre colocó con sumo cuidado el candelabro entre dos jarrones idénticos con incrustaciones de diamante. Se quedó mirando fijamente a Karan a la espera de su respuesta

—No podría haber elegido un lugar mejor, señor Arland. Ahí queda precioso. —Karan intentó sonar lo más convincente que pudo.

Mientras el hombre miraba el candelabro como si fuese su mayor obra de arte, Karan comenzó a darle vueltas a algo que había dicho Arland unos momentos antes. "Sobre la chimenea junto con los caros jarrones que rescaté de las pertenencias de madre tras su muerte". En ese momento a Karan se le encendió una chispa en su interior y se sintió completamente estúpido. ¿Cómo no se le había ocurrido antes? Su padre se lo había prohibido durante todos esos años, no quería saber nada del tema, pero a él siempre le había parecido ridículo que Ronar no le dejase ver los objetos de su madre. Y aunque le hiciese sentir mal, ahora que su padre estaba en ese estado, no podría impedirle rebuscar todo lo que quisiera.

Karan expresó su agradecimiento, hizo todas las reverencias que pudo y se marchó corriendo, dejando atrás a un sorprendido Arland. Hizo todos los repartos del Barrio Alto que le quedaban en un suspiro y se dirigió corriendo a casa.

Todavía quedaba alrededor de una hora para comer, así que le daría tiempo a buscar en la despensa los objetos de su madre antes de tener que preparar la comida. Abrió la puerta de la despensa y sacó la caja que se encontraba en uno de los armarios del pequeño cuarto, donde sabía que su padre había guardado todo lo relacionado con su madre. Vació la caja sobre el suelo de la estancia principal y comenzó a rebuscar. Encontró el anillo que siempre solía llevar su madre, uno precioso de amatistas que Ronar consiguió en D'or, y también el precioso collar de lapislázuli con el que su marido le pidió matrimonio. También había muchas cartas de cuando el padre de Karan seguía siendo mercader y pasaba días lejos de casa. La cinta de pelo de su madre también estaba allí, y aún albergaba el olor dulce y misterioso que desprendía Gaia, como a magia.

Siguió inspeccionando los objetos hasta dar con un desgastado cuaderno forrado en piel. Lo abrió y observó que casi todas las páginas estaban escritas con carboncillo. Comenzó a leer y entendió que era una especie de diario de su madre. Un diario donde ella escribía sus sueños. Sin embargo, tras leer unas cuantas páginas, Karan se extrañó por su contenido y comenzó a leer las páginas rápidamente, confirmando lo que había sospechado: en todas las páginas estaba escrito el mismo sueño, pero con ligeras modificaciones cada vez.  En el sueño de Gaia, aparecía Karan en diferentes lugares, donde recogía una flor. Una flor de cada lugar. Cuatro en total. En el cuaderno no ponía qué lugares eran aquellos, pero al final de cada sueño siempre estaban escritas las mismas palabras: Una flor se ahoga, otra flor se quema, otra se seca y la última vuela.

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