[A LA VENTA EN AMAZON] En el...

By HildaRojasCorrea

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[A LA VENTA EN AMAZON - SOLO 3 CAPÍTULOS DISPONIBLES] En el corazón de la nereida Caicai habita un profundo... More

Prólogo
Capítulo I
Capítulo II

Capítulo III

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By HildaRojasCorrea

Caicai llevó al hombre a la playa de Rahue y lo dejó sentado sobre la arena. Llovía intensamente, el cielo era iluminado solo por relámpagos errantes. Él ya no lloraba, solo estaba cabizbajo y con la mirada perdida. El agua se escurría como riachuelos por su cabello, por su nariz grande, masculina y recta y por sus pómulos hasta perderse en su barba.

El primer impulso de la nereida fue dejarlo solo, su objetivo había sido cumplido, pero sabía, sin ninguna duda, que si lo abandonaba, él terminaría lo que ella interrumpió.

―¿Cuál es tu nombre? ―preguntó Caicai agachándose para quedar en el campo visual del hombre.

Él alzó la vista, sus ojos se encontraron con los de esa mujer rubia que estaba casi desnuda y lo escrutaba con la mirada. ¿De verdad era la Pincoya?

Pero ya la conocía. Su rostro, aunque estuviera en la penumbra de esa tormentosa noche, era inconfundible.

―Hoy te vi en el Muelle de las Almas ―respondió con sequedad.

―Creo que «Hoy te vi en el Muelle de las Almas» es un nombre muy extraño para un hombre tan atractivo como tú ―bromeó con ligereza. Él parecía no estar de humor, a juzgar por su seriedad y esos ojos oscuros que la miraban fijo. Caicai suspiró, para luego añadir―: Sí, era yo.

―Al menos eso no fue mi imaginación... ―dijo para sí mismo, a la postre, soltó un sentido suspiro―. Me llamo Ethan. Ethan O'Neil.

―Creo que me gusta más «Hoy te vi en el Muelle de las Almas» ―bromeó otra vez. Caicai sentía la necesidad de arrancarle aunque fuera el atisbo de una sonrisa, mas él, maldito sea, no colaboraba―. Tu nombre no suele ser común en estas latitudes y tu acento, claramente, no es extranjero. Pero es muy bonito, significa firme, perdurable, perpetuo.

Ethan no contestó, más por el hecho de tener esa ridícula conversación con esa mujer semidesnuda que parecía inmune al frío. Reparó en su piel, las minúsculas algas parecían aferradas a ella y se vislumbraba un entramado de escamas iridiscentes. «Fascinante», pensó, pero su expresión facial era insondable.

―Mi viejo era descendiente de ingleses ―explicó él al cabo de largos segundos.

―Es un placer conocerte, Ethan.

―¿Y tu nombre? ¿En serio eres la Pincoya?

―Supongo que ya he demostrado con creces mis habilidades y poderes.

Ethan sopesó los dichos de la mujer. Si no fuera porque estaba muy lúcido ―sin haber bebido una gota de alcohol o de haber consumido algún alucinógeno―, habría pensado que estaba loco ―o que ella era una lunática―. Sin embargo, debía admitir que ni siquiera un hombre en una lancha podría haberlo sacarlo vivo del mar embravecido.

Tenía cuatro posibilidades; una. Había muerto y estaba en una especie de extraño limbo, pero no podía quejarse. La insólita compañía de esa mujer no era desagradable; dos. Estaba perdiendo el juicio y sí estaba teniendo alucinaciones; tres. Estaba teniendo un sueño en extremo vívido; y cuatro. Ese momento era real, la mujer era real y era quien decía que era.

A esas alturas de su vida, había perdido cierta capacidad de asombro. No obstante, la situación sobrepasaba cualquier expectativa y, por extraño que pareciese, no estaba perdiendo la cabeza por ello. No sentía miedo, solo un poco nervioso por no saber cómo actuar ni a qué atenerse.

Daba lo mismo, se iba a morir de todas formas.

Rio internamente, sin darse cuenta, se había vuelto un viejo cínico amargado. Lo cual era... liberador.

―Digamos que eres la famosa princesa del mar ―añadió Ethan un poco más relajado ante la surreal experiencia―. ¿Quieres que te llame así? ¿La Pincoya?

―Tengo muchos nombres, pero, la verdad sea dicha, no recuerdo cuál es el que me puso mi padre ―respondió con una sonrisa débil―. El nombre que más uso es Caicai...

Ethan frunció el ceño.

―¿Como la del mito mapuche? ―Ella asintió, ufana. Ethan hizo una mueca de desagrado―. No me gusta cómo suena en ti y no pareces una serpiente gigante.

―Es porque estoy de buenas, no provoques mi mal genio, humano ―replicó, coqueta y, a la vez, sorprendida por la indiferente actitud del hombre, cualquier otro estaría desmayado, no sin antes haber gritado como desquiciado―. Además, podrías morir de la impresión si me ves con mi forma reptil y te habré salvado la vida por nada.

Ethan rio flojo, no había diversión en su tono de voz.

―Ay, princesa...

―¿Por qué me llamas así? ―cortó Caicai... En toda su vida, solo una persona la había llamado de ese modo. Una opresión se apoderó de su pecho y un ligero anhelo se cernió en su alma.

―¿No eres la Pincoya? La hija de Millalobo, el rey del mar. Supongo que eso te hace ser una princesa ―respondió encogiéndose de hombros, no había muchas vueltas que darle.

Caicai se llenó de decepción, había olvidado ese sentimiento. Los primeros años en que buscó a Nawel vivía sumida en ese estado, luego se acostumbró a no ilusionarse. Décadas que no sentía el leve anhelo de que había alcanzado el objetivo de su búsqueda.

―Si lo ves de ese modo, entonces tienes razón... soy una princesa ―convino, sincera, intentando deshacerse rápido de esa amarga sensación―. Una princesa que te ha salvado, por cierto ―insistió.

―Lamento decepcionarte, princesa. Tu radar «salvador» debe estar descalibrado... Has salvado a un hombre muerto ―afirmó con acritud―. Creo que, al fin y al cabo, lo has hecho por nada... Cáncer al colon ―especificó luego de un par de segundos ante el mutismo de ella. Era la primera vez que confesaba el peso de su carga a otra persona que no fuera un doctor―. Según el último oncólogo, me quedan unos cinco meses de vida como máximo. Su diagnóstico coincide con el de los cuatro especialistas a los que consulté antes que a él.

―Lo siento mucho... ―logró responder Caicai. De verdad era una lástima, ese hombre desprendía fortaleza. Probablemente, si él estuviera sano, sería un hombre increíble.

Ethan esbozó una sonrisa triste. Era una ironía hablar con una extraña de su padecimiento. Sabía que inspiraba lástima, pero no le molestaba si venía de parte de ella.

―El dolor se vuelve cada vez más insoportable y apenas tolero la comida... ―agregó―. Por eso hice lo que hice. Quería morir antes de que mi vida ya no fuera vida... No concibo la idea de morir postrado, sin voluntad e inconsciente de todo por la morfina... esperando que algún desconocido sienta lástima por mí y me dé una piadosa dosis letal...

―La crudeza de tus palabras me hacen pensar que no tienes a nadie que llore tu partida ―conjeturó la nereida, sintiendo que ella lo lloraría cuando llegara ese momento.

―No. Nadie. Pero es mejor así... ―afirmó como si quisiera convencerla, intentado sonar más seguro de lo que se sentía―. Solo quería hacer las cosas a mi manera. Recorrer esta isla, es lo que siempre he soñado hacer, y encontrar una forma digna de morir... Debo reconocer que cuando caía me llené de miedo... mucho, mucho miedo, casi arrepentido...

A Ethan se le quebró la voz, dos goterones cayeron de sus ojos y ahogó un sollozo. Se aclaró la garganta para conservar algo de su orgullo intacto.

Con esa afirmación, Caicai comprendió el llamado de ese hombre, estaba decidido a morir, pero, a la vez, quería seguir viviendo. Eso era lo que los hacía humanos, aferrarse a la vida hasta el último minuto, incluso si habían decidido ponerle fin a ella.

Sintió una honda compasión por él y también se dio cuenta de que ella estaba en un dilema. Jamás le había sucedido que su «salvado» fuera un hombre condenado a una muerte segura... Bien, ella tenía más que claro que todos los humanos mueren a fin de cuentas, pero en sus entrañas sentía que, a pesar de su terrible enfermedad, ese hombre recién estaba empezando a vivir. Toda vida humana tenía un propósito ―ya fuera grande o pequeño―, su instinto le decía que ese hombre aún no lo había alcanzado.

Era absurdo pensar así, ¿no? Pero Caicai sentía que estaba en lo correcto.

―Te he salvado, estás en deuda conmigo. Debes vivir para saldarla ―sentenció la nereida con terquedad y sin pensarlo demasiado. Estaba actuando por mero impulso.

―No sabía que la Pincoya cobrara por sus servicios de salvataje ―replicó Ethan con un tinte corrosivo en su tono de voz.

―Siempre hay una primera vez... ―replicó, indolente―. Cuando saldes tu deuda te dejaré libre para que mueras como te plazca.

―¿Y se puede saber cómo un moribundo como yo, te va a ser de utilidad, princesa? ―interpeló sin cuestionar lo inverosímil de la conversación. La lluvia comenzó a escampar―. En poco tiempo seré un lastre.

―Ya veré en qué puedes serme útil. Por lo pronto, levántate, nos vamos a mi cabaña.

―¿Cabaña? ―interpeló incrédulo―. Imaginaba que vivías en el mar o en alguna cueva. ¡Me siento estafado! ―satirizó.

―No son de tu incumbencia mis motivos ―replicó poniéndose de pie. Dio media vuelta y observó el mar que comenzaba a sosegarse. ¿Qué iba a hacer con un hombre moribundo?, se preguntó.

Entrecerró los ojos... se estaba ablandando sin darse cuenta, los humanos le importaban, y mucho.

Ethan, mientras tanto, hizo una mueca, concediéndole la razón a su salvadora, no se conocían, sus asuntos no tenían por qué interesarle, pero debía admitir que sentía mucha curiosidad. Se levantó y sus músculos protestaron de dolor y frío. Lanzó un quejido y se llevó las manos a la espalda baja... Iba a seguir a la princesa, después de todo, no tenía nada que perder. Había dejado toda su existencia atrás, nada lo ataba... ni siquiera su propia vida.

¿Por qué no hacer algo completamente estúpido, loco e inverosímil? Incluso podía morir de una forma más digna de la que pretendía.

―Y... ¿Dónde está tu cabaña, princesa? Supongo que el lugar donde me llevarás sí es de mi incumbencia ―apostilló al tiempo que contemplaba el cuerpo de la mujer, era más que perfecto. No sabría calcular cuánto pesaba pero sí estaba seguro de que cada kilo estaba en sublime equilibrio, exuberantes curvas, no era delgada, pero tampoco tenía sobrepeso, la piel era firme y alba, y sus rasgos; simétricos y hermosos... La palabra princesa era pequeña, esa mujer era una diosa.

Se estaba muriendo, pero no estaba ciego... Solo podía tener el placer de observar, ya no sentía deseo sexual desde hacía meses. No es que fuera especialmente lujurioso, pero el primer síntoma de su enfermedad fue la pérdida de la libido.

―Está a orillas del Huillinco ―respondió Caicai sin mirar atrás, ajena al escrutinio del Ethan.

―¿Nos vamos a ir a pie? Es una distancia considerable pero no imposible. Debo advertirte que me canso con rapidez. Y ya estoy medio muerto con tantas emociones en tan poco rato... figurativamente hablando.

Caicai entornó los ojos y dio media vuelta sintiendo una punzada de pesar. Ese hombre tenía un humor más que negro. Le inquietaba el hecho de preocuparse tanto por él.

¡Dioses!

Él la estaba mirando con admiración y ella, asombrada, no detectó lascivia en sus ojos. Algo realmente notable, puesto que ella reconocía cuando un hombre sentía deseo por ella. Tampoco detectaba que él tuviera inclinación hacia los hombres, eso también lo notaba.

Se sentía a salvo. Curioso.

―Posa tu mano en mi hombro, Ethan ―ordenó Caicai―. Y, sin importar lo que veas o sientas, no te sueltes ―advirtió.

―Como digas, princesa... Aunque suena bastante escalofriante ―respondió guasón, posando su mano fría en el hombro tibio de la nereida, pero en el acto la retiró y siseó como si le quemara―: ¡Dios mío!

―¿Qué pasa? ―interpeló todavía sintiendo la mano fría de él en su hombro.

―¡Te juro que no sé por qué te está pasando eso! ¡¿Es normal?!

―¡¿De qué hablas?!

―¡De eso! ―respondió apuntándola―. Tu piel... ¡Mira tus brazos!

Caicai observó sus miembros con incredulidad. Líneas negras comenzaron a surcar su piel, formando un entramado único y especial de ramas, hojas y flores.

Tatuajes divinos.

Después de miles de años... buscando, anhelando, amando... Tropezando, cayendo y volviéndose a levantar.

Volviendo a amar... a buscar.

Rogando por encontrar.

―Nawel ―susurró, incrédula―... ¡Nawel! ¡¡Mi Nawel!!

―¿Nawel? ―repitió Ethan.

Él jadeó.

Lo invadió esa terrible sensación de querer gritar y no poder, ese dolor en el pecho por una pérdida que no comprendía. Una desesperación le recorrió el cuerpo y le hacía temblar. Todos los días, cuando estaba a punto de despertar, sentía aquello. Jamás le había sucedido estando consciente.

Ethan no entendía nada y no sabía qué hacer, ella cayó de rodillas al suelo con los ojos anegados en lágrimas y su cuerpo temblaba al son de sus sollozos. Su pecho subía y bajaba agitado, parecía que en cualquier momento ella iba a desfallecer.

No podía quedarse quieto, no podía ser indiferente. Se arrodilló frente a ella, conservando una mínima pero prudente distancia, temeroso de tocarla de nuevo. No quería provocarle algún daño sin querer.

―Princesa ―llamó, intentando encontrar su mirada―. No llores, princesa... ¿No debí tocarte? ¿Hice algo malo?... Contéstame, por favor.

Caicai, al sentir la voz aterciopelada de Ethan, lo miró. Por increíble que pareciera, en ese cuerpo estaba el alma de Nawel y, sin embargo, él no la recordaba ni sabía lo que había sucedido entre ellos. Pero, sin lugar a dudas, pudo reconocer en sus ojos oscuros, esa amada expresión de preocupación y ternura. Solo él la miraba de ese modo.

Ethan era Nawel... Nawel...

Ethan... ¿La amaría en esta vida? ¿Sería capaz de recordar ese amor poderoso que desafió las reglas de Zeus?

No podía decirle en ese momento todo lo que ambos habían atravesado. Caicai apenas estaba digiriendo la realidad; al fin, después de océanos de tiempo, ella había encontrado al amor de su vida... Y era tarde, él estaba muriendo.

Si antes debía hacer algo, ahora era imperativo. ¡No lo iba a perder! ¡No otra vez!

¡Dioses!

Se arrojó a los brazos de Ethan y lloró sin consuelo. Él la recibió con temor y reverencia, pero, a la postre, respondió a ese abrazo y, sin saber por qué, lloró con ella.

No supieron cuánto rato pasó. Pudieron haber sido minutos, horas, siglos. El tiempo era algo insustancial en ese instante. Para Ethan, vivir esa experiencia era algo especial. Nunca había podido compartir el dolor del alma y las lágrimas que brotaban sin cesar. Nunca había dado y recibido consuelo al mismo tiempo.

Fue una agonía y, a la vez, hermoso.

De súbito, la marea comenzó a subir con rapidez y se acercaba peligrosamente a ellos. Caicai lo sintió.

Bruscamente dejó de llorar, se secó las lágrimas y se levantó, altiva, situándose delante de Ethan, protegiéndolo.

El mar se abrió y un hombre surgió avanzando solemne, vestía una armadura que parecía estar conformada por escamas de oro, portaba un tridente y una expresión severa. Ethan, intentaba no abrir la boca ante esa demostración de poder sobrecogedor ―y también porque el tipo se parecía a una versión fornida de Keanu Reeves―. Se levantó y se quedó detrás de Caicai, sintiéndose un tanto herido en su ego masculino, e impotente por ser una suerte de «damiselo en peligro».

Al llegar a ellos, el hombre les alzó una ceja inquisitiva, mas no hizo ninguna pregunta.

―Senescal ―saludó con una breve inclinación de cabeza.

Caicai, respondiendo al saludo, puso una rodilla en la arena y posó su mano en el pecho.

―Mi señor Poseidón. ―Se levantó y lo miró fijo―. ¿Qué lo trae por estas costas?

―Nereo me dijo que estabas aquí. Tengo novedades y preferí no esperar a que Helios lo hiciera.

―¿Qué ha sucedido?

―Al parecer, Hestia está muriendo ―respondió sin recurrir a algún preámbulo baladí―. Desde hace una semana no posee el reflejo vital de tragar la ambrosía que le dan... Hefesto podrá mantener el fuego sagrado, pero no se aventura a pronosticar por cuanto tiempo. Todos los días dedica doce horas para restaurar el poder perdido. Si mi hermana muere, el Olimpo corre peligro de quedar expuesto a los humanos o, peor aún, caer y destruirse.

―Dioses, la situación ha empeorado demasiado. ¿Por qué no me avisaron antes?

―Hefesto no quiso preocuparte hasta tener alguna respuesta concreta. Y Nereo no consideró relevante, hasta ahora, contarnos que te llevaste un fruto para estudiarlo. Sabías que estaba prohibido y, aun así, lo hiciste ―reprochó, serio.

―Así es ―respondió alzando su barbilla―. Y puedo conjeturar que comienza a madurar una vez que ha sido arrancado del árbol, podríamos haber estado esperando milenios a que madurara.

―A veces la desobediencia es necesaria ―reconoció a regañadientes―. Por eso estoy aquí. ¿Has obtenido algún otro resultado?

―De momento no, es duro como roca y nada puede penetrarlo.

Poseidón resopló.

―No hemos podido arrancar otro fruto del árbol. No se sí fue suerte de tu parte o si el árbol tiene cierta consciencia, lo cual es perturbador... ―Sacó de su tridente un objeto que parecía estar incrustado en él―. Nuestra señora Millaray te envía un presente. Espera que te sea de utilidad en tu investigación, ya que has reclamado esa misión para ti... ―Le entregó un cuchillo de cocina cuyo aspecto era ordinario. Sin embargo, Caicai se llevó una mano a la boca, impresionada.

―No lo había pensado... ―susurró recibiendo con reverencia el cuchillo. Ante la luz de la luna pudo notar el reflejo verde azulado del metal.

―Tu impulsividad siempre te hace cometer errores, nereida ―reprendió―. Es la primera vez que nuestra señora forja con adamantio. Suponemos que servirá para tu cometido.

―Ruego a los dioses que así sea. Dele mi gratitud a mi señora Millaray, debió ser muy difícil trabajar en su estado.

―Traer un dios al mundo no es tarea sencilla, Senescal ―replicó―. Durante tres días trabajó hasta que estuvo conforme con su obra.

Caicai, solo asintió con su cabeza, con un deje de melancolía. Contuvo el impulso de acariciar su vientre... Ni siquiera cuando se llevaba un mestizo en el vientre era tarea sencilla, pero eso, nadie lo sabía.

―En cuanto tengas resultados, buenos o malos, vuelve al Olimpo ―finalizó Poseidón. Miró al hombre de soslayo y negó con la cabeza―. No te entretengas demasiado con tu humano, se nota que está enfermo y su simiente no será suficiente para tus apetitos...

Caicai no replicó, se encogió de hombros, indolente. Poseidón no tenía idea de nada y no iba a perder el tiempo en explicaciones. De ella solo conocían su reputación, y era difícil desarraigar de los dioses los resabios de las crueles y arbitrarias leyes de Zeus.

―El humano es asunto mío, y este en particular, me pertenece. No me distraerá de mi misión, se lo aseguro ―respondió, firme.

―Que así sea, Senescal.

Poseidón retrocedió sin darle a espalda a Caicai y al humano, los miró con cierta desconfianza. Dio media vuelta y regresó por el sendero que el dios había hecho. A medida que avanzaba el mar se cerraba y, llegado a cierto punto, se perdió de vista.

Un incómodo silencio se prolongó entre Ethan y Caicai.

Ella no se atrevía a dar media vuelta y mirarlo a los ojos.

No hubo necesidad, un golpe seco le anunció que él se había desmayado.

Caicai suspiró, cansada. Observó el cuchillo que tenía en sus manos, su longitud era de treinta centímetros. La cacha era de madera, los remaches de adamantio, liviana, equilibrada. Perfecta. Entornó los ojos, acercó el cuchillo a su cadera y le ordenó a las algas que la cubrían a que lo envolvieran como una vaina.

Abrió los ojos y dirigió su atención a Ethan. Todavía no podía creer que había encontrado a Nawel. Se agachó y acarició su rostro, acostumbrándose a su nuevo aspecto, era muy diferente a cómo lo recordaba. Los ojos, era lo único que le recordaba al valiente y sabio Werkén lafkenche. Iban a conocerse de nuevo, pero el tiempo apremiaba. Lo tomó entre sus brazos e invocó el halo de luz divina.

Al cabo de unos segundos, solo quedaron los vestigios de luz flotando en el aire, desvaneciéndose como efímeras luciérnagas.

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