Cuervo (fantasía urbana)

By AvaDraw

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Alexia debe averiguar por qué se está convirtiendo en un monstruo, mientras suspira por el sexy chico gay que... More

Nota
Parte 1
Parte 2
Parte 3
Parte 4
Parte 5
Parte 6
Parte 7
Parte 8
Parte 9
Parte 10
Parte 11
Parte 12
Parte 13
Parte 14
Parte 15
Parte 16
Parte 17
Parte 18
Parte 19
Parte 20
Parte 21
Parte 22
Parte 23
Parte 24
Parte 25
Parte 26
Parte 27
Parte 28
Parte 29
Parte 30
Parte 31
Parte 32
Parte 33
Parte 34
Parte 35
Parte 36
Parte 37
Parte 38
Parte 39
Parte 40
Parte 41
Parte 42
Parte 43
Parte 44
Parte 45
Parte 46
Parte 47 (II)
Parte 48
Parte 49
Parte 50
Parte 51
Parte 52 (I)
Parte 52 (II)
Parte 53
Parte 54
Parte 55
Parte 56
Parte 57
Parte 58
Parte 59
Parte 60
Parte 61
Parte 62
Parte 63
Parte 64
Parte 65

Parte 47 (I)

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Héctor también apretó mi mano unos segundos mientras su mirada se perdía en la oscura noche nublada. Permanecimos tumbados en silencio sobre la nieve. No dijo nada, ni me miró. Me preocupó ver cómo se sumía de nuevo en esa tristeza que le apagaba los ojos. No parecía que haber encontrado una aliada le hubiera devuelto la esperanza. Solo se escuchaba mi lastimera respiración y lo único que se movía era el vaho que salía de nuestras bocas. Tuve que soltar la mano de Héctor cuando me puse a toser por el frío y noté un dolor horrible en el tórax por culpa de mis malogradas costillas. Empecé a tiritar porque me estaba quedando helada.

—Deberíamos volver —murmuré sacándole de su trance.

—Espera, las antorchas tienen que estar a punto de apagarse.

Las observé, no parecía que fueran a consumirse pronto. Su fuego estaba muy vivo, así que me sorprendió que un momento después se apagaran de golpe, como si un gigante las hubiera soplado. Entonces aparecimos en Madrid, en la esquina en la que habíamos estado discutiendo antes de transportarnos a la montaña. Yo estaba tumbada sobre la acera junto a un coche, con la ropa húmeda por la nieve y manchada de sangre. Héctor en cambio estaba de pie, seco, como si nada le hubiera ocurrido.

—¿Te ayudo a levantarte? —me ofreció la mano.

Ni siquiera me moví y mis costillas protestaron. Si me ponía de pie me dolerían aún más.

—No, estoy bien así. —Me mostré tranquila y me acomodé en la acera como si estuviera en mi cama.

—¿En el suelo?

—Me gusta el suelo —cerré los ojos intentando demostrar que estaba cómoda.

—Hace frío y estás malherida. ¿Te llevo al hospital o llamo a una ambulancia? —se puso de cuclillas a mi lado.

—No, no. Yo me curo sola. Tú no te preocupes, es solo que tarda un rato. No llames a nadie, me llevarían al Área 51 a hacer experimentos conmigo o algo así.

Héctor resopló disimulando una sonrisa.

—Si te quedas tirada en la calle te verán igual.

—No me verán si me quedo muy muy quieta.

—¿Crees que mis vecinos son tiranosaurios? Venga, te ayudo a levantarte.

Insistió y le rogué con mi expresión más lastimera que me dejara quedarme. Acabó cediendo, se armó de paciencia y se sentó a mi lado. Para cambiar de tema le expliqué que eso de que los tiranosaurios solo veían el movimiento era un mito. Sentí entonces un cosquilleo en mis dedos. Estaba tan concentrada en aguantar el dolor que pensé que era Héctor acariciándome, pero él estaba al otro lado. Me giré para mirar lo que era y chillé horrorizada al ver una cucaracha subiéndose a mi mano.

Me puse de pie de un salto, agitando la mano que había sido mancillada por el infame insecto e intenté subirme al capó de un coche. Pero el subidón de adrenalina no me duró mucho y la pierna que me había lastimado en la montaña cedió. Héctor me sujetó antes de que me cayera al suelo de nuevo.

—¿Qué te pasa? —preguntó alarmado.

—¡Cucaracha! Una cucaracha. M-me ha tocado —balbuceé histérica.

—Joder, ¿pueden hacerte daño? —sin soltarme me apartó el pelo de la cara, preocupado.

—No, pero me dan... me dan mucho asco.

Esta vez Héctor no pudo aguantar la risa, pero no le duró mucho porque me dejé caer sobre él. Me había mareado. Sentí una punzada horrible en el costado cuando me cogió en brazos. Cargó conmigo hasta su portal, reconocí el ascensor cuando entramos. Llegamos a su piso e hizo equilibrios para abrir la puerta sin soltarme. Cuando entramos en su casa comprobó que no hubiera nadie más, encendió la luz y me llevó hasta su cama donde me depositó con cuidado. Traté de no apoyarme mucho para no mancharla con mi ropa húmeda.

—¿Qué te molesta? ¿no estás cómoda? ¿te traigo más cojines?

Me dejé caer y su teléfono sonó. Se llevó un dedo a los labios pidiéndome que no hiciera ruido y lo cogió de inmediato.

—Hola ¿Qué? —aunque intentaba disimular se notaba en su voz que estaba inquieto. Se tomó un par de segundos para respirar profundamente y su tono cambió de golpe a uno más sereno, incluso aburrido—. ¿Me has estado llamando? Perdona, no lo oí antes. Estoy bien. No he leído los mensajes, acabo de llegar a casa, pero estoy bien. No te preocupes.

¿Era Elena? ¿por qué le llamaba ahora? ¿querría reconciliarse? Héctor se paseaba nervioso por la habitación.

—No, no estoy alterado, solo he subido por las escaleras para bajar la cena. Hemos cenado mucho ¿Elena? La acabo de dejar en su casa. Sí, la acompañé hasta el portal. Mamá, no empieces... —Héctor estaba perdiendo la paciencia—. Todo bien, de verdad. —Me hizo una seña para que siguiera callada, alejó el móvil de la cara y saludó a la pantalla. Ahora estaba haciendo una videollamada—. ¿Me ves? Aleja el teléfono. ¿Ves cómo estoy bien? en casa. Creo que voy a echar un FIFA y a irme a dormir.

Se dejó caer como un saco en la silla de su ordenador y la hizo girar con el móvil apuntándole, de modo que su madre pudo ver buena parte de la habitación, pero no a mí. Como ahora tenía puesto el manos libres la escuché decirle que se lo estaban pasando bien y que no les esperara despierto.

Héctor se concedió un par de segundos después de colgar el teléfono, para respirar aliviado. Después se puso de pie y colocó la almohada para que yo estuviera cómoda.

—Hacía meses que mis padres no salían a cenar —explicó quitándome con cuidado las botas.

Salió a buscar algo para secarme y yo aproveché para quitarme los pantalones mojados y cubrirme con su edredón. Se me saltaron las lágrimas del dolor, pero me habría muerto de vergüenza si lo hubiera hecho él. Vino con una bolsa de hielo, toallas, un barreño con agua caliente y el botiquín.

Cogí la bolsa con hielo y me la puse en la cara. Podía sentir cómo se me hinchaba la mejilla justo donde él me había golpeado.

A Héctor le preocupaba más mi hombro ensangrentado. Apartó el tirante de mi camiseta y examinó la herida. Estaba asombrado.

—Tenías una herida horrible, muy profunda...

—Ah, sí. Es que el águila me clavó el pico.

—Pero ahora solo hay un corte pequeño —dijo atónito.

—Me curo sola, ya te lo dije. Pero puede que tarde un poco porque me he descalabrado por culpa del pájaro ese. Tengo el costado hecho mierda.

Héctor me pidió permiso antes de levantarme la camiseta para ver mi costado. Se le escapó un "joder" cuando quedaron expuestas las enormes marcas rosadas, cada vez más oscuras, que tenía en la piel. Me moví para que las viera mejor y solté un bufido de dolor.

—¿Te duele mucho?

—Bastante.

Se agachó y sacó una caja grande de cartón que había debajo de la cama. Quitó la tapa dejando ver unas cuantas camisetas viejas. Las apartó y vi que debajo de ellas había escondido revistas porno. En todas las portadas aparecían personas totalmente desnudas en poses sugerentes, pero las fotos eran tan cutres que no me resultaron eróticas. En algunas salían chicas, en otras, chicos. No entendí por qué Héctor tenía eso si en Madrid había buena conexión a internet.

—Es el mejor escondite de la historia, te aseguro que nadie hurga aquí —dijo con orgullo como si me hubiera leído el pensamiento.

Levantó una falsa base que había al fondo de la caja y pude ver lo que realmente ocultaba. Cajas de medicamentos, bolsas de plástico con pastillas, una pistola, balas y varios cuchillos de caza. Algunos eran enormes, de esos para los que hace falta tener un permiso especial. Intimidaban más que el arma de fuego.

—Tómate una de estas, te aliviará.

Me ofreció una pastilla blanca que había sacado de una de las cajas. La cogí y la estuve mirando con recelo. Él salió de la habitación y eché otro vistazo a la caja. Las revistas sacadas de alguna gasolinera abandonada daban mal rollo, pero no eran nada comparado con el arsenal que tenía escondido debajo.

Héctor me trajo un vaso con zumo y una pajita. Me tomé la pastilla de inmediato.

—He recordado que no te gusta el agua. ¿O es que te hace daño?

—No. No me hace daño. Bueno, lleva drogas...

Me interrumpí. Era hipócrita seguir hablando de aquello cuando me acababa de tomar una pastilla de una sustancia desconocida, solo porque me la había ofrecido el chico de ojos grises que escondía un mini arsenal debajo de su cama.

Acercó una silla a la cama y se sentó a mi lado.

—¿Entonces todos los golpes desaparecerán en unas horas?

—Sí, bueno, menos el de la cara. Ese tardará más.

—¿Por qué el de la cara no?

—Porque me golpeaste cuando ya no era gorgona —murmuré.

Con delicadeza me apartó la bolsa de hielo de la cara y examinó mi mejilla. Pude ver cómo palidecía.

—Mierda, joder. Lo siento, Alexia. Pensaba que escaparías o que —negó con la cabeza, agobiado—, no sé. Me acababas de salvar, pero pensaba que ibas a... Joder, te acababas de caer desde seis o siete pisos de altura y estabas como si nada, solo cojeabas. Pensaba que eras un semidiós o... No pensé que... —suspiró mirándose las manos—. Joder, te di fuerte. Mierda.

Me quedé embobada cuando pronunció mi nombre. Héctor sabía cómo me llamaba. Sabía mi nombre y mi apellido. Estaba emocionada. A pesar del tono serio y afligido con el que lo pronunció me había puesto los pelos de punta. Tenía muchas ganas de volvérselo a oír.

Me miraba de reojo, avergonzado. Esperaba que yo dijera algo y tuve que hacer un esfuerzo mental para recordar qué era lo que había dicho después de mi nombre.

—Tampoco pegas tan fuerte —mentí y sonreí tratando de quitarle hierro al asunto.

Sin atreverse a mirarme a los ojos me limpió la cara con un paño de agua caliente y volvió a colocar con cuidado la bolsa de hielo sobre mi mejilla.

—De verdad que no pasa nada, entiendo que todo esto te supere —dije sujetando la bolsa—. Héctor, mírame. De verdad que no estoy enfadada ni nada —insistí.

Sonrió y me miró por fin.

—¿No me irás a convertir en piedra? —bromeó.

—Eso no lo sé hacer.

—En la montaña dijiste que eras una gorgona ¿cómo sabes que lo eres? Muchas criaturas tienen serpientes o piel de serpiente. ¿Puedo verlas? —dijo apartando el tirante de mi camiseta.

—¿Qué? —Casi me atraganto. Me ruboricé solo con mi mejilla sana.

—¿Puedo ver las serpientes? ¿y las escamas de los brazos? —me preguntó mientras limpiaba la sangre de mi cuello y mi hombro.

Le había malinterpretado, me había imaginado que quería ver otra cosa. Mi cerebro empezaba a traicionarme. No era mi culpa, estábamos en su cama y él me había llamado por mi nombre, era normal que estuviera tensa.

—No puedo hacer que salgan. No las controlo —le expliqué.

—¿Y cuándo salen? ¿Cuándo estás en la montaña? ¿Cuándo te atacan?

—Cuando estás en peligro.

Nuestras miradas se cruzaron y durante unos segundos ninguno de los dos supo qué decir. Al final el bajó los ojos, parecía avergonzado.

—¿Cómo lo sabes?

—Porque pienso en ti. B-bueno, vienes a mi cabeza cuando me transformo, es como... siento que estás en peligro y me pica la piel, me salen las escamas y las serpientes. Siento angustia, siento como un huevo en la garganta. Y bueno, me pasa por las noches y una vez en el vestuario cuando...

—Me acuerdo. Casi matas a Jorge —dijo pensativo.

—Sentí que iba a pegarte.

Dejó el paño que usaba para limpiarme dentro del barreño y se inclinó hacia mí.

—¿Por qué no me lo dijiste? ¿Por qué no me contaste lo que te estaba pasando?

—Porque pensé que me harías daño, mi tía me dijo que muchos matarían por tener la cabeza de una gorgona. —Mientras pronunciaba estas palabras me di cuenta de que eso no era cierto, Héctor nunca me dio miedo. La verdad era muy distinta—. No quería que pensaras que soy un bicho raro.

—¿Preferías que pensara que estás mal de la cabeza? ¿Que eras una acosadora? —me miraba frunciendo el ceño y, aunque era casi imperceptible, pude ver su sonrisa—. Casi te creí cuando dijiste que estabas enamorada de mí.

Dejé de respirar. Durante unos segundos no supe qué hacer ni qué decir. Su móvil vibró distrayéndole, así que Héctor no vio cómo mis ojos se abrían como los de una lechuza. Una parte de mí sabía que de momento debía dejar las cosas así, pero la otra parte se sentía de pronto muy relajada, libre, despreocupada, y pensó que era el momento perfecto para volver a confesarle mi amor. Abrí la boca, pero él me interrumpió.

—¿Lo de que empujaras a Mario fue realmente una cucaracha o tiene algo que ver con tu transformación?

—Cucaracha. Odio las cucarachas, ojalá se extinguieran. Me gustan los gays, mucho. Muchísimo. Ojalá no se extingan nunca. Quiero mucho a los gays —le miré fijamente—. En serio.

—Pues dijiste que eran como ratas —lo dijo con tono acusador pero esbozando una media sonrisa.

Me mordí los labios. Era cierto, cuando traté de explicar por qué había empujado a Mario llegué a usar ese argumento para defenderme.

—Pero lo dije porque las ratas son muy inteligentes. Hay mucha gente a la que le dan asco las ratas, las odian y las echan de casa a escobazos. Pero porque les tienen miedo y no las entienden. Pero las ratas son muy listas, saben hacer muchos trucos. La gente no sabe que pueden hacer muchas cosas muy inteligentes. Pueden guardar monedas en huchas. Búscalo en YouTube, ya verás.

—¿Los gays pueden guardar monedas en huchas?

Quizá mi comparación había sido poco acertada, pero no podía permitir que Héctor pensara que soy homófoba.

—Pueden hacer muchísimas cosas, pueden hacer todo lo que pueden hacer los homosexuales, es decir, los heterosexuales. Menos besar personas de otro sexo, o sí. Bueno, a ver, pueden. ¿Gay es lo mismo que homosexual? Creo que sí, ¿no? ¿o no? ¿o qué? —me estaba muriendo de vergüenza—. Amor es amor.

Me entró la risa floja y mientras Héctor se cruzaba de brazos, deslicé las manos sus sábanas. No podía parar de hacerlo, eran demasiado suaves.

—Joder, estas sábanas son muy suaves ¿con qué las lavas? ¿Puedo tocar tu lengua? Seguro que es muy suave también.

—Mierda —gruñó Héctor saltando de las silla.

Se puso de rodillas y volvió a sacar la caja llena de porno añejo, drogas y armas.

—También quiero tocar el pelo de Elena, ¿es suave?

Me tapó la boca mientras leía el prospecto de uno de los medicamentos.

—Vale, préstame atención. No puedes hablar más esta noche ¿vale?

—Sí. Vale. ¿Qué?

—No, no hables. Di "sí" o "no" con la cabeza.

Asentí.

—La pastilla que te he dado actúa como sedante. Creo que ha provocado que se te suelte la lengua aún más de lo habitual y digas cosas que en otras circunstancias no dirías. Así que —suspiró pesaroso—, aunque me encantaría interrogarte y asegurarme de que no me estás mintiendo, mejor dejo las preguntas para mañana.

—Héctor, eres muy guapo pero la verdad es que no pareces muy suave.

No pude seguir hablando porque me acercó el vaso con zumo y me metió la pajita en la boca.

—Concéntrate en el zumo ¿vale?

Me miró a los ojos y yo asentí mordisqueando la pajita. Él volvió a dejarse caer en la silla y sacó el móvil.

—Te cuento lo que yo sé. A ver —leía la pantalla—, todos los días a las once de la noche (no es exacto, a veces se adelanta o se atrasa quince minutos) me "teletransporto" a una montaña en una zona aislada del Cáucaso. Tengo varios picos localizados que podrían ser el lugar donde está la roca con las cadenas, pero como no puedo explorar no sé dónde está exactamente. Aun así, creo que no me serviría saber dónde es porque estuve aprendiendo suficiente astronomía para averiguar que hay un desfase temporal. Es decir, que no solo cambio de lugar sino de momento en el tiempo, no sé si al pasado o al futuro.

—¿Eso lo sabes viendo las estrellas?

—Sí, bueno, me puedo equivocar con eso. No soy un experto. Pero simplemente mirando cómo está la luna o si llueve o nieva sé que no es ahora. Lo que sí coinciden son las estaciones, en verano apenas había nieve y ahora cada vez hace más frío. En fin, por el águila, las cadenas y el hígado —tragó saliva asqueado—, deduje que lo que sucede está relacionado con el mito de Prometeo. Estoy casi seguro de que los mellizos sádicos son Cratos y Bia, o algo parecido. Entienden nuestro idioma, pero no hay forma de hablar con ellos. Las cadenas solo se abren cuando el águila ha terminado y, por lo que vi hoy, cuando muere o lo que sea que le haya pasado. El águila solo está interesada en mí, en mi hígado y todo el daño que me hace ella o los mellizos desaparece cuando vuelvo a casa. Pero si me hago daño yo, no desaparece—. Seguía con los ojos clavados en la pantalla—. Los ataques duran veinte minutos como poco y como máximo una hora. Nunca dura más allá de la media noche. Cuando se apagan las antorchas, todo acaba y vuelvo a casa.

Dejó el móvil en la mesa, se acarició la frente y continuó.

—Cuando estoy en la montaña también estoy en Madrid. Es como si mi cuerpo se desdoblara. Intenté estar con gente para que me vieran desaparecer, pero no ven nada, vamos, que me siguen viendo. Si estoy con alguien sigo la conversación, no hablo, pero aparento estar atento. Yo no recuerdo nada de lo que sucede, pero para los demás sigo despierto. Como mucho dicen que me apago bastante, pero hago las cosas que se suponía que iba a hacer como lavarme los dientes o meterme en la cama.

—Yo sí que desaparezco —murmuré.

Él asintió, pero no me preguntó nada. Se había ido hundiendo conforme me daba los datos. Cogió mi vaso que ahora estaba vacío y fue a la cocina a llenarlo de nuevo.

—¿Y no sabes nada de otros dioses? ¿tu madre o tu padre no lo son? —le pregunté cuando regresó.

—No. Tú eres la primera diosa o lo que seas con la que hablo.

—Yo no soy una diosa, yo solo soy torpe.

Lo dije para intentar que se animara, no sirvió de nada.

—¿Y cómo empezó todo? Es decir ¿cómo ha pasado todo?

Héctor resopló pensativo y, aunque me miraba, parecía que no me veía. Después se quedó mirando fijamente a su caja de porno, le dio vueltas a una bolsa con pastillas, pero no cogió ninguna. Cerró la caja de golpe y la metió debajo de la cama de una patada.

Seguía sin hablar, pero yo no me atreví a insistir, podía sentir cómo su cabeza soltaba humo. Se sentó a los pies de la cama y apoyó la espalda contra la pared, parecía derrotado. Carraspeó y por fin arrancó.

Hola!

gracias por seguir aquí, cómo sabéis estuve un poco bloqueada, pero ya tenéis aquí la actualización 😊 Muchas gracias por vuestra paciencia y vuestros mensajes de apoyo 💕

El capítulo me quedó demasiado largo así que lo he dividido en dos, así Héctor se puede tomar su tiempo para contar todo lo que tiene que contar. Mañana publicaré la siguiente parte.

Me he abierto un canal en Twitch para hacer directos, hablar de mis historias, reaccionar a otras historias, jugar con autoras de Wattpad... Mañana haré un directo a las 23:00 (hora española) para leer los comentarios que me dejéis en los capítulos, contestar preguntas y hablar de la historia. En mis redes sociales daré más detalles.

Este capítulo está dedicado a una autora mítica de Wattpad que me apoyó muchísimo, me dio muy buenos consejos y que prefiere permanecer anónima. Es una autora muy MUY MUY grande, dentro y fuera de Wattpad, y no sabéis la ilusión que me hizo que me leyera (y la vergüenza que me da a la vez XD) ❤️️💕

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