EL AMANECER DEL SOL ROJO ⎯⎯...

By OrdinaryRue

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𝗮𝗿𝗮𝗴𝗼𝗿𝗻 𝗳𝗮𝗻𝗳𝗶𝗰𝘁𝗶𝗼𝗻 Con su pueblo en declive, los dúnedain se alzan bajo las tierras sureñas... More

El Señor de los Anillos
Parte I: Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13

Capítulo 5

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By OrdinaryRue

Fue un destello lo que cruzó la mente de Anatar. La posibilidad de perder a su amigo la privó de juicio, saltando de los brazos de su padre para aterrizar nuevamente sobre el campo revuelto de la batalla.

El infiero del campamento la recibió mientras dejaba atrás a su familia.

— ¡Anatar! —se escuchó a su espalda.

Tres voces gritaban en la lejanía, pero tan solo una fue tras ella.

"Aragorn...Aragorn, Aragorn..."  No podía abandonarlo, no a él. Si existía la posibilidad de que aún estuviera con vida, ella se aseguraría de retenerlo a su lado. 

Algo golpeó su cuerpo cayendo de espaldas a tierra. Su cabeza impactó duramente y sus ojos negros revolotearon a punto de perder la conciencia. 

Sobre ella, un orco ensangrentado y colosal la inmovilizaba. Su saliva negra goteaba sobre su rostro, mientras alzaba ambas manos sosteniendo una maza plagada de pinchos.

No fue consciente de cuan en peligro estaba, hasta que sintió la brisa causada por el movimiento de aquel arma. Anatar alzó su pequeño cuerpo esquivando de forma milagrosa el impacto. Las púas se incrustaron en la árida tierra y el forcejeo del orco fue suficiente para permitirle a Anatar dar un último movimiento.

La repulsiva bestia cayó sobre ella y todo su peso aplastó a la pelirroja.

—¡NOOO! —el alarido de Alaran fue increíblemente sonoro, y el dolor podía palparse tras su grito. Desgarrada su alma, el hombre se arrodilló frente a ambos cuerpos. Con toda su rabia alejó el peso muerto que era la bestia para contemplar a su hija. A Anatar la bañaba tanta sangre ahora, que apenas era visible ya su piel de porcelana— Anatar, hija... —un gruñido animal surgió de él y las lágrimas empañaron su visión— ¡Despierta! —zarandeó su cuerpo con tal ímpetu que Anatar se sobresaltó, abriendo sus ojos de par en par.

— E-estoy bien, padre, estoy viva. 

Alaran observó con confusión a su hija y tras no encontrar explicación por la muerte del orco, miró a la bestia que yacía a pocos metros de ambos. ¿Quién la había asesinado?

Un puñal atravesaba su corazón, su puñal. Miró su cintura donde debía estar portándolo él, y la funda se hallaba vacía. Alzó su mirada a su hija, quien aún mantenía sus manos unidas donde antes había empuñado la hoja.

— Yo... —el torpe balbuceo de Anatar causó una tierna sonrisa en su padre, quien la abrazó con tal fuerza que la pequeña se quejó al instante. 

Suspiró con alivio, y aunque Alaran no sabía en qué momento su hija se había adueñado de su arma, poco le importaba. La vida de su amada hija había pendido de un hilo y él no había sido capaz de ayudarla.

El primer y más primitivo instinto de Anatar, cuando se cernió sobre ella el letal hierro orco, fue desenfundar con la mayor presteza la daga de su padre. Se había adueñado de ella tras zafarse del agarre de su progenitor para marchar en busca de su amigo, pero jamás pensó que la usaría contra alguien. 

Anatar tuvo que parpadear repetidas veces hasta asegurarse de que aquello no era una pesadilla, pues acababa de dar muerte a un orco, un ser.

Con precaución, Alaran la puso en pie mientras buscaba sus manos teñidas por el carmesí. Eran movimientos espasmódicos los que hacía su pequeña, con sus dedos goteando y con la sangre arremolinándose bajo sus pequeños pies.

— Y-yo, yo... —tragó en grueso y el calor del fuego comenzó a hacerla sudar y el humo se adhirió también a sus pulmones, causándole una tos errática— Tengo que buscarlo.

Con un simple cruce de miradas, su padre entendió que aquello no era un simple capricho, era su deber. Un sentimiento fuertemente arraigado en el corazón de la pelirroja, y terca como siempre era, no le dejó otra opción a él.  

— De acuerdo, lo buscaremos. —Alaran la resguardó tras su espalda y enfundó de nuevo su puñal en la cintura.— Pero mantente a mi lado, Anatar, no te separes. 

Su hija asintió con lentitud observando aún sus dedos rojizos, pero poco tiempo tuvo, ya que su padre entrelazó sus manos invitándola a seguirle.

Alaran resopló, su amada y su hijo habían conseguido partir en el corcel, pero ahora la incertidumbre lo ahogaba. Miró de soslayo a su hija, era una impetuosa y una demente. Esquivó su triste mirada azabache. También la había criado con sentido del honor y el deber, y no podía ahora reprochárselo.

Los gemidos y las súplicas aturdían la mente de Anatar, quien, anclándose firmemente a la mano de su padre, se adentraba cada vez más en el campamento junto a él. Poco a poco las voces desesperadas fueron haciéndose más tenues, hasta que el silencio, fue lo que reinó.

Con sus ropas embarradas y los pies hundiéndose en cada charco de la negra sangre orca y la carmesí de sus congéneres. Anatar rogaba a los Valar encontrar pronto a su amigo, pues estaba segura de que aún se encontraba en el campamento, algo aferrado a su pecho la empujaba a buscarlo allí donde la muerte cobraba vida.

Era tal el calor desprendido por los hogares en llamas, que sus cabellos pelirrojos se pegaban a su cara, obligándola a colocarlos tras sus orejas.

Observaba con temor la robusta espalda de su padre, enfundada en una túnica negra característica de su pueblo. Sus pasos eran lentos, calculados metódicamente mientras esquivaban la carnicería de algunos orcos aún sedientos de sangre.

Anatar deseaba con todo su corazón disculparse con él, por haberse adentrado en el fragor de una batalla que no la reclamaba. Pero lo que aún más anhelaba, y que le impedía pronunciar su disculpa, era hallar a Aragorn.

— ¡Arathorn! —el grito resonó en los oídos de ambos.

Los pasos de su padre se aceleraron al escuchar el nombre de su capitán, el líder del pueblo dúnedain corría peligro. Anatar intentaba seguir su ritmo mientras era arrastrada por él, mas sus cortas piernas no le permitieron alcanzar su marcha y terminó por caer de bruces contra el barro. Su padre se giró con el rostro desencajado por el miedo, temía por su capitán, pero temía aún más por su pequeña guerrera.

— Escóndete. —le ordenó tras alzarla del suelo. Y cuando la ocultó en un pequeño montículo de heno, se adentró entre el humo espeso del fuego.

Viendo marchar a su padre con su espada en alto y una mirada desprovista de compasión, sintió miedo por él. Anatar nunca imaginó las consecuencias que podría traer para su progenitor, que ella decidiera marchar en búsqueda de su amigo.

Los gritos de una mujer siguieron retumbando, hasta que alcanzó a reconocer aquella voz. Gilraen, la madre de Aragorn, suplicaba por ayuda desesperadamente. 

Los segundos se estiraban tan densos como horas en la mente de la infante. Tal era su grado de terror, que comenzó a temblar mientras enfrascaba su vista en sus manos teñidas. Tan repulsiva y obscura era la sangre, como la noche más amarga. No obstante, Anatar no sentía remordimiento alguno, pues a la bestia que había dado muerte carecía de humanidad.

— ¡Aragorn! —el rugido de su nombre provocó en Anatar una reacción visceral.

Arrancó a correr sin pesarlo dos veces, guiándose por el sonido de aquella voz, que gritaba una y otra vez el nombre de su amigo. Haciendo acopio de su valor, evitó observar los cuerpos humanos que se regaban por el suelo de su hogar. Fue entonces cuando sus dos orbes azabaches, se abrieron de asombro al encontrar tan nefasta imagen frente a ella.

Aragorn empuñaba su espada de acero, impidiendo que una mellada hacha orca se incrustara en el cuerpo tendido de su madre. Como era de esperar, la bestia poseía una fuerza descomunal que causó que Aragorn fuera empujado hacia un costado. Fue entonces, cuando su padre, tras ejecutar a otra de las bestias que atacaban a la familia, dirigió toda su ira al orco que amenazaba a Gilraen.

Anatar encontró una segunda figura, alta y ataviada con una larga capa obscura. Arathorn, defendía con arrojo a su mujer. El capitán dúnedain levantó a su hijo del suelo, y este se tambaleó por la herida que sangraba en su cabeza.

— ¡Marchaos! Yo los retendré. —y como una fiel promesa, el alarido del hombre puso en movimiento a madre e hijo que se apresuraron en busca de algún corcel para escapar.

— No te dejaré solo en esta batalla, amigo mío. —juró esta vez su progenitor, tras estrellar su espada contra una nueva bestia que comenzaba a rodear a ambos hombres.

Espalda contra espalda, se enfrascaron en una cruenta disputa con los orcos que surgían del fuego. Y con el cielo encapotado por la ceniza y el humo, la Luna no iluminaba, y eran tan solo las rojas llamas las que acogían aquella escena.

Anatar se despreció por no portar el puñal de su padre en aquel instante, pues podría ir en su auxilio si así fuera. Vislumbró a Gilraen y Aragorn correr en su dirección mientras el chico era ayudado por su madre para no desfallecer. La sangre se escurría por sus rizos castaños y sus mejillas eran ahora negras, tal como las ropas de ambos. Anatar esquivó a Aragorn, suspirando de alivio al verlo con vida, y cruzó como un rayo a pocos centímetros de él. Gilraen y él la miraron perplejos y observaron con asombro, como la pequeña rugía un atronador grito de guerra con su mirada fija en su progenitor.

— ¡Padre! —aulló con la rabia acumulada en su pecho. Su voz difícilmente se alzó entre el ruido de las espadas.

Cegada ante la idea de perderlo, poseída por un enfermizo coraje, saltó con agilidad sobre la espalda del orco más cercano. Escaló por él sin dificultad, aferrándose a los salientes de su armadura y a sus correas de cuero.

No requería de puñal alguno para hacer frente a una bestia, así que aporreó con todas sus fuerzas la cabeza de su enemigo. Con cansados puños le asestó golpeas hasta que el orco finalmente frenó su ataque contra Arathorn, para deshacerse de la molesta cría.

El orco, que poseía una altura de dos hombres, y un cuerpo de mayor peso que un corcel, la arrancó de su espalda sin apenas fuerza. Anatar se desprendió y su cuerpo fue lanzado por los aires. Al caer con fuerza, un duro golpe en su cabeza le electrificó el cuerpo desde la punta de sus pies hasta su nuca. 

La bestia giró sobre sí misma, poniendo al fin rostro a aquella niña que había trepado por él. Anatar, que apenas superaba el metro, le miraba sin miedo alguno con los ojos chispeando con una ira incandescente. Con sus manos, se impulsó para ponerse en pie. Y sus músculos doloridos, le reclamaron sentarse de nuevo, pero hizo caso omiso de sus propias súplicas. 

Apretó sus dientes evitando soltar lamentos y alzó su barbilla sin miedo alguno. Ella estaba aliviada, pues por el rabillo de su ojo veía como el número de orcos había menguado y como su acto temerario había proporcionado más tiempo a su padre y a su compañero. 

Vio como la roma espada de la criatura se cernía sobre ella. No se movió un ápice, pues aunque deseara escapar, sus piernas no le permitirían dar más de dos pasos. Entonces, cuando hubo abandonado toda esperanza, algo salpicó su rostro. Un líquido negruzco y resbaladizo que ya comenzaba a serle familiar. La sangre brotaba del abdomen de su enemigo, a menos de dos pasos de ella, desfalleció, desplomado en la tierra. Una espada lo había atravesado, un acero que Anatar conocía muy bien.

— ¡¿Se puede saber qué haces aquí?! —sus ojos, de un limpio esmeralda, se bañaron en lágrimas al encontrar a su pequeña aún con vida. 

— P-padre... —las palabras de su hija murieron en su boca.

El silencio del acero fue lo que hizo que padre e hija se voltearan a la vez.

Arathorn había caído con una flecha atravesando su rostro.

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