EL AMANECER DEL SOL ROJO ⎯⎯...

Da OrdinaryRue

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𝗮𝗿𝗮𝗴𝗼𝗿𝗻 𝗳𝗮𝗻𝗳𝗶𝗰𝘁𝗶𝗼𝗻 Con su pueblo en declive, los dúnedain se alzan bajo las tierras sureñas... Altro

El Señor de los Anillos
Parte I: Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13

Capítulo 3

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Da OrdinaryRue

— ¿Crees que algún día seré tan buena como tú? —Anatar observó rebosante de orgullo y admiración, como su padre disparaba aquella flecha sin vacilación alguna.

La incrustó, en un tiro certero que rasgó el aire, en un fardo de heno que casi lograba perderse en la distancia. La pequeña arrimó su propio arco, más pequeño y flexible que el de su padre, a su pecho y suspiró embelesada. 

— Eso espero. —respondió el hombre, regalándole una sonrisa ladeada a través de la cuerda que segundos atrás había tensado con habilidad. 

Aquellas palabras fueron como una bocanada de aire para la pequeña, que dando un tímido salto hacia delante, imitó lo mejor que pudo la postura de él. Sostenía el arco con ilusión por vez primera, atesorando aquel recuerdo por siempre en su memoria. No era común ver a una niña, de apenas un metro de altura, interesarse tan fervientemente en la arquería. Sus orbes refulgían de pasión, pero requería además paciencia y pericia, ya que era un arte que pocos llegaban a dominar en una vida mortal. 

Diminutas y marcadas arrugas se dibujaban en los cansados ojos de su padre, que la observaban con amor pleno mientras le enderezaba su torpe y tambaleante postura. Tenía un rostro marcado por numerosas batallas, con un cabello oscuro que comenzaba a ser amenazado por la edad dejando entrever estelas de un blanco ceniciento. Aún con todo aquello, seguía siendo un hombre hermoso. 

— ¿Padre? —el hombre emitió un sonido con su garganta que la incitó a continuar. Anatar dejó de tensar la cuerda para mirar sobre su hombro, ni siquiera había lanzado su primera flecha que se notaba a sí misma más fuerte y valiente que segundo atrás. Encontró la figura imponente y alta de su padre su derecha, iba ataviado con una maltrecha capa de verde musgoso, embarrada por la tierra y deshilachada por las cruentas batallas vividas. Anatar entrecerró sus ojos hacia un objeto en particular que siempre portaba, cada vez que lo observaba, le parecía más brillante. Era el broche de su padre, la estrella plateada que tenía como insignia de su pueblo— Algún día seré una montaraz. —expuso sin miramientos, aventurándose a decir aquello como si fuera una verdad inequívoca que le deparaba el destino. 

Sus finos labios apretados, sus cejas rojizas más bajas en una expresión que anhelaba ser intimidante. No dejó atisbo de duda en su padre, ella lo conseguiría costara lo que le costara. El hombre se arrodilló hincando la rodilla en el polvoriento suelo de tierra. Quedó a su altura, y experimentó el contemplar a través de aquellos pequeños e inocentes ojos, el mundo que ella veía. Era distinto, más vivo e intenso. Sin dolor, sin miedo. Anatar examinó con más detalle el broche que ahora pendía frente a ella. Simplemente, su mera presencia le confería valor, no podía alcanzar a imaginar la dicha que recibiría cuando tuviera su propio broche bajo su cuello. 

Su padre enterró sus ásperos dedos entre sus largos y suaves bucles rojos, acariciándolos hasta que su movimiento lo llevó hasta sus puntas donde con tristeza los perdió.

— Posees coraje, mi pequeña. —susurró con pesar, mas una sonrisa tironeaba de la comisura de su labio— Sin embargo, este mundo inhóspito hará temblar tu pulso, justo cuando más firme necesites tenerlo. —deslizó su mano hasta el símbolo de su capa, la plata estaba fría, pero le regaló un sentimiento cálido— Y antes de alzarte, caerás, todos lo hicimos. Mas siempre, mi pequeña, siempre tendrás que levantarte nuevamente... 

— Jamás me rendiría padre. —confesó exhalando todo el aire que había en sus pulmones. La mera idea de abandonar sus sueños, ni siquiera lograba tener cabida en su mente. Flexionó con más vehemencia sus delgados dedos alrededor de su arco. Este le proporcionaba toda la seguridad que requería para enfrentarse a lo que fuera que el destino decidiera lanzar sobre su camino. Anatar cerró sus ojos, diminutas arrugas dibujándose en los bordes de estos. Y se dispuso a recitar las impregnadas palabras que estaban en su corazón, desde que su progenitor las pronunció tras regresar de una cruenta batalla, donde albergó pocas esperanzas por regresar junto a su amada familia. Y aunque ella no lo supo, aquel día su padre estuvo más cerca de la muerte de lo que jamás admitiría en voz alta— Los montaraces no huimos de lo que nos atormenta. Recordamos ante la adversidad que todo demonio puede sangrar, y lo que es herido, podrá perecer bajo el yugo de la verdad...

— Es la certidumbre de que todo puede vencerse, excepto la muerte. —completó su padre con su voz más profunda que de costumbre. Su pecho ardió en un sentimiento arrollador, pues no comprendía como había logrado criar semejante guerrera a tan corta edad. Le impregnaba la piel de orgullo, además de que le causaba unas molestas ganas de llorar de dicha— ¿Sabías qué tu nombre proviene del élfico? —carraspeó apartando los sentimientos atascados en su garganta. Su revelación obtuvo una respuesta instantánea por parte de ella, sonrió mostrando sus blancos dientes y negó con la cabeza. Estaba deseosa de escuchar más de él, pues nunca le era suficiente— Anatar, hija de Alaran... —habló de sí mismo chispeando de felicidad, era su hija y la amaba con locura— Guerrera del Sol. —y con esos orbes azabaches en constante desafío, Anatar observó a su padre con devoción plena y se estrelló contra su pecho endurecido por la armadura de cuero. Se fundieron en un abrazo sincero rebosante de sentimientos.

La posibilidad de que su hija no lograra alcanzar aquellas heroicas hazañas que creía necesitar para honrarlo, poco le importó, él ya estaba inmensamente orgulloso de tenerla entre sus brazos. De estrecharla hasta el fin de Arda, protegerla y amarla hasta que su corazón le obligara a detenerse, algo que solo lograría su muerte. Y fue así, en ese simple gesto mientras ahora la rodeaba con su cuerpo, que le dio un obsequio que jamás olvidaría. Al retirarse para contemplar las mejillas rojizas de su pequeña, Anatar sintió algo pesado en la tela de sus ropas. Bajó con temor sus ojos, le temblaban incluso los dedos de las manos ante la disparatada idea que cruzaba por su mente. Mas era verdadera, y ahora una estrella plateada adornaba el cuello de su insulso vestido azul.

Anatar balanceaba sus pies, tarareando la canción que su madre compuso el día de su sexto año. Oh, cuanto amaba aquella canción. Le recordaba al calor acogedor del fuego de su hogar, la chimenea crepitando a sus pies y su madre arrullándola. Y no podría olvidar tampoco el dulce aroma del pastel de su madre, que se adhirió a la madera de las paredes durante días. Incluso en sus sueños se imaginaba devorando aquella tarta de sabrosas almendras tostadas.  

Su estómago rugió provocándole un puchero en sus antes sonrientes labios. No obstante, una risotada estruendosa atrajo su atención. La madre de Aragorn estaba dichosa, rebosante de felicidad, mientras contemplaba a padre e hijo practicar con espadas de madera. Arathorn era un habilidoso espadachín, podía verse en cada uno de sus estudiados movimientos. Anatar lo admiraba, y sin duda su hijo también. 

Aquella misma mañana el hombre arribó al pueblo tras una expedición en los bosques que duró largos días, tortuosos para su familia y para el pueblo entero que sin duda lo estimaban más allá de porque fuera el líder. No era una incógnita para nadie lo que hacía Arathorn, que junto a los hijos del gobernador de Rivendell, mermaban las fuerzas constantes de los orcos en sus lindes. Les garantizaban seguridad, los protegían del exterior que ansiaba destruirlos. Entre la vida y la muerte, entre ellos y su pueblo, eran los corazones osados de los montaraces los que suponían uno u otro destino. 

Anatar agradeció que por una vez, su padre se hubiera quedado junto a ella, en la seguridad de su hogar. Odiaba verlo marchar, contemplar como su figura se disipaba entre los robustos troncos de los árboles. Era un sentimiento espantoso, uno que Aragorn también tenía en su pecho cada vez que contemplaba a Arathorn partir por su pueblo, pues era su deber y algún día sería el de él.

La pelirroja no alcanzó a reprimir una carcajada entre sus manos, cuando su amigo trastabilló embarrándose el rostro de tierra, y de briznas de hierba que se colaron entre las ondulaciones de su pelo. Rio con más fuerza al admirar como fruncía el ceño, estaba molesto, pero ella solo pudo recodar como días atrás se había jactado de sus habilidades de espadachín en el bosque. Por todos los demonios, incluso lo había visto cortar el aire con una espada de acero, y ahora estaba torpemente blandiendo una de madera. Ante sus insistentes carcajadas Arathorn también se volteó para poner rostro a tanta alegría que flotaba ahora en el aire. 

Anatar logró recomponerse ante la nueva mirada sobre ella, y con fingida inocencia alzó su mano en un saludo entusiasta. Aragorn arrugó más su ceño, si aquello era posible, no obstante, su padre le otorgó un leve asentimiento junto a una comisura ligeramente elevada, demasiado acostumbrado a no sonreír. 

— ¿Qué haces aquí fuera? —la dulce voz de su madre hizo que rompiera el contacto visual con padre e hijo, a la par que logró sobresaltarla y hacerla tambalear en su asiento.

— Nada. —alzó sus hombros y admiró a su progenitora con aire inofensivo y tierno.

Su madre era preciosa, y nadie sobre Arda podía asemejarse a su belleza a ojos de Anatar. Su cabello era rojo como el fuego, reflejos dorados refulgían de entre los mechones más claros como hilos de oro. Un pañuelo blanco, mas se tornaba grisáceo al estar mancillado por el carbon, estaba enredado en su cabeza. Le proporcionaba un hermoso recogido rubí, con tan solo dos hebras cayendo a cada lado y enmarcando su rostro suave. La mujer entrecerró sus ojos azulados mientras negaba con la cabeza. Las arrugas se intensificaron ante el gesto. No quiso decir nada ante el engaño de Anatar, pues conocía muy bien a su pequeña y la mentira no era uno de sus dones. Se sentó junto a ella en el pequeño banco y la madera crujió bajo ambas.

— Tu padre me ha comunicado lo de vuestro primer entrenamiento en arquería. —a Anatar aquello no le pareció un reproche, pero algo insegura por la opinión de su madre, asintió cabizbaja— También me ha expresado tus deseos de pertenecer a la guardia de nuestro pueblo. —la pequeña pelirroja volvió a asentir sin atreverse a mirar a su lado, donde su madre se encontraba ahora con el rostro inexpresivo— No hay mujeres montaraces, cariño. —su tono, afable y compasivo, hizo que Anatar se girase violentamente para encontrarse cara a cara con la mirada de su madre— Pero mi corazón no alberga duda, si tú lo deseas, ese será tu destino. —los ojos de la pequeña no podían abrirse más por el asombro. Su madre le estaba ofreciendo, abiertamente, su consentimiento para ser aquello que tanto anhelaba. No había palabras que Anatar pudiera expresar para agradecer aquel gesto de su progenitora— Veo que Alaran opina lo mismo que yo. —su risa inundó los oídos de la pequeña, que observó como su madre acariciaba con deleite el broche plateado que ahora llevaba prendido de su vestido.

— Lo portaré con honor, madre. —dijo inflando su pecho— Lo juro. — e irguiendo su espalda mientras alzaba su barbilla, su progenitora le acarició la mejilla desinflando aquel porte de guerrera en un instante. 

No obstante, la fuerza de su mirada se mantuvo. Se comparaba con tanta exactitud a la de su padre, que la mujer vio en ella el reflejo de su amado. Poseía sus mismos ojos negros, su rostro ovalado y los rasgos marcados en duras facciones. De no ser por su cabello, serían dos gotas de agua, pero el rojo la teñía dejando un pedazo de ella en su hija.

La mujer palmeó su vestido violáceo antes de alzarse de su asiento, y con suma ternura, depositó un casto beso en la frente de su pequeña.

— No te entretengas demasiado Anatar, pronto anochecerá. —y tras decir aquello se retiró hacia el modesto hogar donde vivían, bajo una atenta e incrédula mirada que la siguió hasta perderla.

Su madre le había concedido su bendición, su aprobación...

Estaba que no cabía en sí de dicha.

Se abrazó a sí misma cuando el Sol empezó a caer bajo, con su última luz besando el horizonte. Hasta que desapareció tras las copas de los árboles, tan altos como montañas ante su perspectiva infantil. Anatar buscó una última vez con sus ojos a Aragon, antes de adentrarse al calor de su hogar donde podría llevar a su boca algo sabroso que llenara su barriga, y aunque repasó con su mirada cada esquina de cada rústica casa, no lo encontró.

Entonces un viento frío se elevó, estremeciendo su desnuda piel y enredando sus rizos alborotados. El extraño sentimiento de ser observada se instauró en su pecho, cada centímetro de su cuerpo dejó paso al miedo. Como acto reflejo, deslizó sus orbes por su alrededor, en busca del causante de ese sudor que recorría ahora su espalda haciéndola temblar. Y allí, en la lejanía del bosque y rozando la linde de su pueblo, un fuego abrasador se alzaba y unas bestias surgían de él con sus rostros codiciando la batalla.

— Orcos... 

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