Crónicas de Galedia I: Ialmyr

By Cati_Calo

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SINOPSIS Los destinos de Ayna y Fahran han estado entrelazados desde su infancia. Ella es la figura que repre... More

MAPA
Prólogo: Hombres malos
Capítulo I, parte I
Capítulo I, parte II
Capítulo I, parte IV
Capítulo I, parte V
Capítulo I, parte VI
Capítulo I, parte VII
Capítulo I, parte final
Capítulo II, parte I
Capítulo II, parte II
Capítulo II, parte III
Capítulo II, parte final
Capítulo III, parte I
Capítulo III, parte II
Capítulo III, parte III
Capítulo III, parte final
Capítulo IV, parte I
Capítulo IV, parte II
Capítulo IV, parte III
Capítulo IV, parte final
Capítulo V, parte I
Capítulo V, parte II
Capítulo V, parte III
Capítulo V, parte final
Capítulo VI, parte I
Capítulo VI, parte II
Capítulo VI, parte III
Capítulo VI, parte final
Capítulo VII, parte I
Capítulo VII, parte II
Capítulo VII, parte III
Capítulo VII, parte final
Capítulo VIII, parte I
Capítulo VIII, parte II
Capítulo VIII, parte III
Capítulo VIII, parte final
Capítulo IX, parte I
Capítulo IX, parte II
Capítulo IX, parte III
Capítulo IX, parte final
Capítulo X, parte I
Capítulo X, parte II
Capítulo X, parte final
Capítulo XI, parte I
Capítulo XI, Parte II
Capítulo XI, parte III
Capítulo XI, parte final
Capítulo XII, parte I
Capítulo XII, parte II
Capítulo XII, parte final
Epílogo

Capítulo I, parte III

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By Cati_Calo


TIEMPO ATRÁS

Damien era un sanador joven pero muy intuitivo, quizás porque sus padres practicaban el mismo oficio y él los había observado tratar a todo tipo de pacientes desde niño. Su padre se dedicaba sobre todo a curar enfermedades infecciosas, pero su madre tenía predilección por tratar tendones, músculos, ligamentos y huesos. Al principio ambos trabajaban fuera de casa, pero había llegado un día, siendo Daimen bastante pequeño, en que sus progenitores habían mantenido una acalorada discusión. Su padre instaba a su madre a quedarse en el hogar y ella se negaba. Desde hacía un tiempo los mayores hablaban entre susurros y se deslizaban por las calles como si alguien les fuese a saltar sobre la espalda, y Daimen no entendía demasiado bien por qué. Más tarde supo que el día que sus padres habían discutido como nunca antes había sido el día en el que Dresdent había hecho oficial la prohibición hacia las mujeres de llevar a cabo cualquier oficio que el Imperio considerase de corte masculino, y la sanación era uno de ellos.

Sin embargo, su madre no se había rendido y había encontrado la forma de continuar ejerciendo su profesión a escondidas, en su casa y con la reticente ayuda de su marido. Los pacientes llegaban de madrugada, embozados como criminales y amparados por la oscuridad, para que ella remendase sus articulaciones y aliviase sus músculos. Durante un par de años se las habían arreglado para que nadie sospechase de que en casa de los Turyn se llevaban a cabo prácticas ilegales, pero cuando el Imperio comenzó a recrudecer las penas condenando a muerte a las sanadoras que no habían acatado la ley, el padre de Daimen sintió pánico y le hizo ver a su consorte que no debía correr el riesgo de dejar a dos niños pequeños sin madre. Ella transigió tras muchas noches sin dormir y muchos almuerzos sin probar bocado, conmovida por la idea de sus hijos huérfanos.

Jamás volvió a ser la misma.

Daimen anheló durante mucho tiempo que regresara la versión risueña y desenfadada de su madre que siempre había conocido, pero, a pesar de que con el paso de los años Aylin consiguió recobrar el buen humor, una parte del brillo de su mirada se había extinguido para siempre.

A pesar de la situación, su madre nunca perdió la pasión por hablar sobre curar en la seguridad de su hogar, y a medida que Daimen crecía y mientras completaba sus estudios básicos en la Academia de Vedria, tanto ella como su padre le iban inculcando todo lo que sabían de sanación. Los tres solían sentarse en los descoloridos tresillos del salón frente al fuego tras las comidas y las cenas para desarrollar debates sobre los pacientes de su padre y sus posibles tratamientos, mientras Sonya, la hermana menor de Daimen, se ocupaba en practicar extravagantes peinados en su propia cabeza sentada frente a un pequeño espejo del cual solo levantaba la vista para mirarlos de soslayo haciendo mohines de aburrimiento.

A los diez años Daimen ya ayudaba a su padre tanto en consulta como en la mesa de intervenciones, donde abrían cuerpos, extirpaban tejidos enfermos, cosían heridas o amputaban miembros. El pequeño demostraba extraordinaria sangre fría y calma en las situaciones complicadas, así como unos conocimientos nada desdeñables para alguien de su edad, ya que a parte de las enriquecedoras conversaciones que mantenía con sus padres, amaba leer sobre todas las cosas, y dedicaba su tiempo de ocio a enterrar la nariz entre las páginas amarillentas de decenas de libros de anatomía, plantas curativas o técnicas quirúrgicas.

Así pues, a nadie le sorprendió que al completar sus estudios en la Academia ingresase en la Escuela de Sanadores de Vedria, la única en toda Galedia, y tampoco fue motivo de estupor que acabase sus estudios en solo cinco años y con las mejores calificaciones de su promoción.


Lo que si cogió a todos por sorpresa, empezando por sus padres, fue que aquel joven tan tranquilo y alegre decidiese irse a un campamento militar tras un año ejerciendo su profesión en la consulta de su padre en Vedria.

—Pero hijo —le decía su madre cada vez que se cruzaban por la casa, mirándola con preocupación a través de sus ojos verdes, idénticos a los suyos—. El Bastión no es lugar para ti. En ese sitio no hay medios, no se puede ejercer la sanación con dignidad o eficiencia. Vivirás entre muertes y dolores que no podrás evitar o aliviar, y eso te consumirá.

—Quizás por eso precisamente deba ir, madre. Quizás esos hombres me necesiten más que las gentes de Aedria —le contestaba él, haciendo alusión a la ciudad en la que vivían—. Además, tal vez sea emocionante entrar en el ejército.

La realidad era que Daimen nunca había sentido admiración por las artes bélicas, al contrario. Odiaba la violencia en general y la guerra en particular. Pese a ello, había quedado muy impresionado por varios pacientes de la consulta de su padre que habían sido soldados y presentaban extraños comportamientos que los incapacitaban para la guerra e incluso les impedían retomar sus vidas anteriores. Algunos sufrían de insomnio, ataques de histeria o cambios de humor repentinos. Otros tenían alucinaciones, amnesia o incluso perdían el habla. Su padre hacía tiempo que había desechado los preparados de hierbas que combatían las miasmas infecciosas, pero tampoco conseguía encontrar nada que ayudase a aquellos pacientes. Uno de ellos, un soldado que se llamaba Altus, solía ser muy agradable con Daimen y ambos pasaban ratos amenos charlando sentados en los escalones de piedra de la casa de campo de sus padres, pero un día cualquiera había decidido ahogarse en el río Lerz y acabar con su sufrimiento. A Daimen le había impactado mucho la noticia y comenzó a sospechar que el problema de Altus, como el de tantos otros, no era físico, sino mental, y por eso había decidido marcharse al Bastión para hacerse una idea real de la vida de aquellos hombres y poder llegar al fondo de sus trastornos.

Su padre era muy reconocido en la región y tenía contactos importantes dado que le había salvado la vida a mucha gente, y había conseguido que le hicieran hueco en el campamento más grande e importante de Galedia: el Bastión. Aquel lugar no solo era la base militar más relevante de todo el territorio, sino que además era un campo de formación, donde los muchachos de alta cuna eran entrenados para ser oficiales y se iniciaba a los campesinos u hombres de origen más humilde en el manejo de las armas como soldados rasos.

Así pues, Daimen se resignó a la necesidad acuciante de aprender a manejar la espada con mayor soltura. Había recibido nociones básicas en la Academia como el resto de chicos de su edad, pero las armas nunca se le habían dado demasiado bien. La mayor parte del tiempo era incapaz de trazar una estrategia sin que en su mente se cruzasen continuamente las imágines de todas las probables heridas que podían infringirle y sus posibilidades de sobrevivir a ellas. Durante meses recibió clases de un ilustre espadachín de Vedria hasta que en la oficina de reclutamiento de Avya le dieron el visto bueno y le otorgaron el rango de cabo, ya que no era posible que un sanador participase en el ejército como soldado raso.
El día de su partida, su padre le regaló varios volúmenes sobre anatomía y plantas curativas. Su madre, con los ojos brillantes de lágrimas, le entregó su viejo maletín de sanadora, de gastado cuero marrón y repleto de todo lo necesario para realizar su trabajo, le besó la frente y los cabellos dorados y serenamente dejó a su hijo marchar hacia su elección, no sin antes decirle que estaba muy orgullosa de él y de hacerle prometer que le escribiría siempre que pudiese. Sonya le pellizó un brazo y acto seguido se echó a llorar, desolada por la partida de su "irritante y sabihondo" hermano pequeño.
El Bastión se hallaba en los confines norte de Triara, resguardado entre montañas achaparradas afianzadas en los aledaños de un pantano, a seis días a caballo desde Vedria. A Daimen no le gustaba cabalgar, y cuando al fin divisaron la muralla del bastión al anochecer le dolían terriblemente las posaderas y la entrepierna, además de sentir todo el cuerpo agarrotado y con calambres por doquier.
El intendente, un hombre bastante rudo llamado Odel le indicó con pocas palabras cuáles eran sus aposentos. Solo había seis sanadores más para todo el campamento, con otros tantos ayudantes que no eran más que soldados muy jóvenes a los que se había destinado a aquella ocupación, casi más por quitarlos de en medio que porque alguien fuese consciente de que el número de sanadores era por completo insuficiente para un sitio tan grande. Daimen compartiría una pequeña construcción de piedra basta y techumbre de paja con todos ellos, la cual estaba anexionada al mohoso y destartalado hospital.


Su habitación era un minúsculo rectángulo que comprendía una cama, un baúl, una pequeña mesa, un taburete y una palmatoria con su vela correspondiente. Las paredes rezumaban humedad y la única luz natural provenía de un diminuto ventanuco con los cristales opacos de suciedad. Las letrinas estaban en el exterior, al otro lado de un camino que más bien parecía un lodazal, pero ni el aire libre lograba disipar la peste que emanaba de allí. Mientras se quitaba las botas llenas de barro con movimientos lentos debido a las agujetas que le había provocado la cabalgada, distinguió un barullo lejano que se aproximaba cada vez más. Intntó asomarse a la sucia ventana para ver qué sucedía y a punto estuvo de caerse del susto cuando uno de sus compañeros entró de golpe en la precaria estancia. Supo que era un sanador por el broche que llevaba prendido en el peto de cuero negro que les obligaban a vestir: dos serpientes se entrelazaban en torno a una silueta humana, formando dos eses especulares. Daimen llevaba uno idéntico colgado en su pechera.

—Eh, tú, nuevo. Has llegado en el momento oportuno. Acaba de llegar un batallón de exploradores heridos. Ha habido una escaramuza con los rebeldes de las montañas. Emboscaron a los nuestros en el bosque, después de que matasen a unos cuantos Itinerantes andrajosos. Me pregunto cuándo va rendirse Iorg Aranne. ¿Cómo habrán podido resistir quince años en esa cordillera? A este paso jamás viviremos en paz. Dicen que hasta había mujeres peleando. Vamos, mueve el culo —le tiró un mandil sucio y gastado de lino blanco—. Lo vas a necesitar.

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