Capítulo I, parte IV

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FAHRAN

Estaba atardeciendo, y mientras Daimen y él se aproximaban a los muros de piedra del Sarye podía escuchar el siniestro bullicio que lo esperaba en el interior. Su madre le había escrito una carta en la que le detallaba los pormenores de su bienvenida. Había preparado una gran cena al aire libre para despedir el verano y recibir a su hijo. También había invitado a la nobleza y a los burgueses más importantes de la ciudad. Todos estarían encantados de recibir una invitación al hogar de los Ialmyr de Valedia, y Fahran supuso que muy pocos se perderían el festejo, lo que lo ponía todavía más nervioso. El nudo que se le había formado en la garganta cuando ambos habían traspasado la gigantesca puerta tachonada que defendía la ciudad se había ido apretando más y más con cada paso que Gryffin daba hacia su casa. O lo que había sido su casa. Porque ahora, tras nueve años lejos de ella, no sabía muy bien lo que era ni qué se iba a encontrar allí a excepción de una fiesta a la que no quería asistir y unos invitados con los que no quería estar.

Se detuvo ante el portón de roble de la casa y cogió aire. Daimen lo miró y le sonrió para darle aliento. Varios soldados se asomaron desde las garitas de las torres que flanqueaban la entrada.

—Vamos, Guardián. Yo te cubro las espaldas.

Fahran forzó una sonrisa y alzó el brazo para hacer sonar la aldaba dorada con forma de cabeza de león. Siempre le había gustado aquella figura, pero en ese momento le pareció amenazadora.

Dos soldados le abrieron el portón. Reconocieron enseguida su condición y rango por su vestimenta negra y el broche plateado de su pecho: un lobo con una corona de laurel suspendida sobre su cabeza. Ambos inclinaron la cabeza con respeto y cruzaron el brazo derecho sobre el corazón con la mano hecha un puño.

—Guardián.

Él les indicó con una breve sacudida de cabeza y cierto embarazo que podían relajarse. Varios mozos de cuadra, apenas unos niños, aparecieron corriendo para cogerles las bridas de las monturas y para desenganchar los fardos con sus equipajes y sus aperos de acampada.

Mientras se apeaba de Gryffin, escuchó unos ladridos y un rumor de patas, y a los dos segundos un enorme perro de pelaje abundante color arena y cabeza cuadrada se abalanzó sobre ellos, meneando la cola y olisqueándoles las piernas. Daimen se apartó enseguida, temeroso, pero Fahran se agachó y dejó que el can le oliese las manos. El animal comenzó a lamerle las palmas y a restregarse contra él, así que se animó a rascarle la barriga y las orejas. Un muchacho llegó corriendo con el pelo despeinado y las mejillas sonrosadas y frenó en seco ante él.

—Disculpad... mi señor —jadeó, sin saber muy bien cómo dirigirse a él. Al fin y al cabo era un criado, no un soldado, y nada tenía que saber sobre rangos o insignias—. Es el perro de Lass Ialmyr. Nunca se había escapado así. Lo siento.

Fahran, que continuaba acariciando al alegre animal, alzó la cabeza, sonriendo y tragando saliva.

—Vaya —murmuró, dirigiéndose al perro—. Tú debes de ser el hijo de Nym —añadió, recordando a la perra que nunca se separaba de los talones de Ayna cuando ambos eran pequeños.

—Se llama Roan, mi señor —explicó el muchacho.

Fahran palmeó el lomo de Roan y se puso en pie con cautela, consciente de que la dueña del animal podría andar cerca, pero no divisó ningún cabello rojizo ni ninguna sonrisa traviesa.

Miró alrededor, sobrecogido. ¿Por qué todo lo que debería serle familiar y cálido se le hacía tan extraño? Todo estaba en su sitio. A ambos lados del portón se desplegaba una muralla. Dos puertas de madera daban acceso a su interior, donde se almacenaban elementos defensivos como lanzas, brea, flechas y rocas, y una de ellas, abierta, dejaba ver las empinadas escaleras de caracol que llevaban a la almenara que estaba a la izquierda de la puerta. Sabía que si continuaba caminando, el camino se iría ensanchando y se encontraría con las caballerizas, las porquerizas, el gallinero y las casetas de los perros.

Crónicas de Galedia I: IalmyrKde žijí příběhy. Začni objevovat