MONARCA | YoonMin [+18]

By rocmabe

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Min YoonGi es un despiadado, terco y manipulador monarca de la dinastia Joseon quién, en un tributo bajo su r... More

Monarca
GUÍA HIBRIDOVERSE
Monarca: Prefacio
Monarca: Capítulo 1
Monarca: Capítulo 2
Monarca: Capítulo 3 [Parte 1]
Monarca: Capítulo 4
IMPORTANTE DE LEER ANTES DE LEER EL CAPÍTULO 5
Monarca: Capítulo 5
Monarca: Capítulo 6 [Parte 1/2]

Monarca: Capítulo 3 [Parte 2]

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By rocmabe

[Advertencia: El capítulo a continuación posee escenas con contenido sexual explícito y lenguaje vulgar. Si no te gusta o no estás de acuerdo con éstos temas, te recomiendo que dejes de leerla ahora mismo.]
       


Instantáneamente, después de mis palabras que profesaban una contradicción a mis verdaderos pensamientos, la mirada oscura del Monarca se posó de nuevo en mi rostro, observándome como si fuera una criatura mitológica con aquellos orbes fundidos en deseo. Era yo consciente del rubor inhibido de aquélla zona, donde el calor sofocante me hacía respirar más rápido de lo normal y mis ojos brillaban por una excitación que no podía controlar. Me hallé avergonzado de tenerlo cerca, tanto, que podía atisbar aquellos diminutos detalles que hacían de su semblante austero, una atractiva contradicción.

Traté de apartar la mirada, ofuscado después de admirar por más tiempo de lo moralmente correcto su torso cincelado. Mi pecho se retorció con incomodidad al haber notado, una vez más, las cicatrices blancuzcas y burdas en su abdomen, que parecían ser hechas por la fiereza de una daga. 

«¿Quién le habría torturado tan cruelmente, para que su cuerpo se viera como un lienzo de marcas?» Me cuestioné sumamente intrigado, sintiendo el encendido sector de mi vientre sufrir en consecuencia por la imprudencia de ese planteamiento, así como el escozor en mis entrañas que se acrecentaba con cada segundo que transcurría.

No obstante; cada uno de mis pensamientos se diluyeron y volvieron un caos cuando, con dedos fríos y callosos, el Monarca posicionó su mano en mi mandíbula de manera brusca y dejó expuesto mi cuello hacía su dirección. Con la lentitud de un depredador se acercó y como si estuviera tanteando un terreno desconocido, acarició mi piel con su nariz. 

Mi nuez de Adán se movió bruscamente cuando tragué duro y mis manos temblaron a los costados de mi cuerpo, sin saber cómo reaccionar. No podía moverme y el hacerlo no entraba entre mis opciones. Indudablemente, parecía una estatua: inmóvil y sin poder respirar. El aroma del rey Min me mareaba, en una combinación extraña de miel y metal, que producía en mi sentido del olfato un cosquillao de gusto culposo, invitando a mis hormonas a despertarse eufóricas.

Con suavidad, tomándome desprevenido, su húmeda lengua salió con la agilidad de una víbora y dejó una casta lamida. Jadeé como una protesta, y mi columna se curvo contra su pecho desnudo sin yo poder detenerlo. Su otra mano viajó detrás de mi espalda, enredándose allí como una cuerda y apretándome contra su anatomía, manteniéndome en aquélla posición. Mis caderas se unieron a la suya, mi estómago se pegó a su abdomen plano, y la sensación que me embargó con esa maniobra, hizo a mis piernas vibrar. Él pareció sentirse satisfecho con la cercanía, puesto que abrió sus labios y mordió con cierto vigor una parte de mi cuello, sin romper la piel o desgarrarla de tajo, para luego su lengua jugar con la zona a su antojo.

Me negué a dejar salir algún jadeo, improperio o gemido que delatara mi estado al borde de un colapso; sin embargo, como una burla a mi desición, mi cuerpo se contorsionaba complacido y mi escencia se mezclaba con la suya de un modo intenso y abrumador.

—¿Sabe cuál es el castigo que recibirá, omega? —masculló con voz ronca sobre mi cuello, dejando salir un gruñido que acarició mi piel maltratada y húmeda.

Claramente, ya había intuido alguna jugarreta de su parte, en un conocimiento más que acertado y concebido del cotilleo entre los betas de limpieza. Para nadie era un secreto que el Monarca siempre fue un manipulador y abusivo que gustaba de las prácticas más dolorosas, maniáticas y sádicas que uno podía imaginar. Eran contadas las veces que debían sacar a las damas de compañía ensangrentadas y en el abismo de la semi-inconsciencia de ésta misma habitación, casi con un pie en esa delgada línea entre la vida y la muerte.

Pero el saberlo y premeditarlo, no evitó que el terror crudo me atenaze las entrañas como un pesado hierro caliente. Si me sinceraba conmigo mismo, indudablemente, podía decir que fue en ese momento dónde temí por mi propia existencia.

—Por favor, majestad —supliqué en un hilo de voz, con la mirada vidriosa, conteniendo con todas mis fuerzas las inmensas ganas de llorar que me asaltaron sin previo aviso.

Una ligera risa carente de humor le asaltó y su pecho se sacudió contra el mío, haciéndome sentir miserable y desdichado al instante.

—Has repetido esa misma oración como sí no supieses qué otra cosa decir... —soltó con un tono que se acentuaba a la burla, como si le hablara a un niño. No me atreví a mirarlo, demasiado asustado de ver su reacción, pero podía percibir su aliento calido golpeando mi mejilla y su largo cabello blondo provocándome imperceptibles cosquillas debajo de mis clavículas—. Pero, ¿qué es lo que estás realmente pidiendo, plebeyo? —cuestionó en un murmurllo ronco y profundo que envió una punzada de placer por todo mi cuerpo—. ¿Crees, acaso, que tendré compasión contigo?

La amenaza fue palpable en cada una de sus palabras, y yo solo pude pensar en que había cavado mi propia tumba sin tregua ni juicio. Atemorizado, traté de negar con la cabeza, pero aquéllos dedos largos sobre mi mandíbula me hacían imposible el trabajo de redimir mis antiguas contestaciones. Que sí bien tenían una justificación, yo intuía desde lo más profundo de mi interior que el Monarca no escucharía ninguna de ellas.

—N-no, majestad —aún así, usé mi voz para hacerle saber mi intento de excusa, incluso cuando desde un principio supe las consecuencias que acarrearía hacerme pasar por un bailarín.

Sinceramente, tuve la culpa, fuí un tonto y no pensé con la cabeza fría, tomando la peor desición disponible. Aún así, no había tiempo para lamentarme, porque ya estaba hecho y aunque llorara, gritara o implorara, él no me creería y haría oído sordo a cualquier intento mío.

—¿No qué? —presionó, y el gruñido bajo que le acompañó a esa corta oración, llegó a mis oídos como el murmurllo de una bestia enjaulada.

—No me lastime, p-por favor —me aferré a esa miserable súplica con la voz quebrada, sin saber de dónde demonios saqué el coraje para decirlo.

—Eso no lo decides tú, omega —fue su única contestación, con un aire que me supo a soberbia reprimida, para después ser seguido por un silencio agudo que nos envolvió como el manto de un muerto.

No fuí capaz de cavilar alguna respuesta coherente en ese momento, demasiado atontado en el calor que poco a poco amenzaba con quemarme vivo con su cercanía, incendiarme en llamas que temía no poder apagar. Entonces, con una lentitud exasperante, su mano izquierda bajó por mi cuello, con un toque de fríos dedos que provocó a mí carne erizarse completamente. Un suspiro tembloroso salió de mis labios, y una insólita opresión comenzó a construírse en la boca de mi estómago.

Cerré los ojos con fuerza y, renuente a todos los pensamientos destructivos que me asaltaron, me dije a mí mismo que no podía hacer nada para cambiar el trascurso de mi trágico desenlace y que, la mejor opción, era aceptarlo. Aceptar que sería usado como un muñeco, para luego ser, tal vez, asesinado por un pequeño error que no me correspondía. Aceptar que mis años de esfuerzo para no ser descubierto, aprendiendo a ser invisible, se habían roto en mil pedazos por un beta alcohólico. Aceptar que estaba acabado, hundido de tantas formas posibles, que ya no había forma de salvarme.

La tristeza que me invadió se fundió con mi lascivia elevada, y apenas podía mantener a raya mis pulsos. Aquéllos que me gritaban que no me dejara pisotear y, al mismo tiempo, entregarme de una vez por todas al rey Min. Acabar con todo lo más pronto posible.

—Desnúdate, omega.

La órden repentina del Monarca me sacó por completo de mi pequeño estado de ensimismamiento y, aturdido, abrí los ojos y mi mirada se fijó en su persona. No supe en qué momento se había alejado de mi anatomía para tomar asiento al borde de la cama, pero allí se encontraba, observándome desde su posición con el ceño fruncido y el cabello un tanto despeinado, con algunos mechones rebeldes escapando de su yanggwa y cayendo descuidadamente sobre su frente.

El rey Min se asemejó al prototipo aliciente en la reencarnación del pecado, como una viva proyección que te inducia a caer en él.

Al hallarse con el torso descubierto, resaltaba su piel pálida, bañada por las tenues luces de las velas y producía un contraste abismal con la tela negra enrollada alrededor de sus caderas. Su posición medio encorvada hacía delante provocaba que las venas de sus brazos resalten, así como las cicatrices que parecían subir por su piel como lianas, dándole una apariencia peligrosa y, contrario a todo, atrayente. Sus orbes eran profundos y se habían derretido en distintas capas de dorado, con pequeños destellos índigos que hacían de su mirada, una misteriosa peculiaridad. Me permití deslizar la vista por su rostro afilado, deteniendo mi cometido en la herida que sobresalía sobre su ojo derecho, debido al tono rosado que habían tomado por la cicatrización. Algo salvaje, intenso y abrumador se reflejó en la forma en que me observó en ese preciso instante y me quedé sin aliento.

No sabía si lucía como una suerte de serafín o como un monstruo.

Ciertamente, el Monarca siempre fue esa dualidad entre el cielo y el infierno. Con aquél rostro de ángel, como si el mismo Dios hubiese tallado su rostro, cincelado sus facciones de doncel; pero dentro se escondía una mirada de demonio, bañada en destrucción, pecado y lujuria desmedida, con estigmas por todo el cuerpo como un castigo. Él era una bestia e iba a acabar conmigo, destruirme de tantas formas, que tenerlo frente a mí, luciendo aterrador en incontables niveles, lo hizo dolorosamente real.

Me sentí incapaz de seguir sosteniendo su mirada, con la ansiedad cavando un profundo agujero en mi pecho. Mi pulso latía feroz contra mis venas, al tiempo que mis manos temblorosas se dirigieron en el gancho de mi vestimenta, siguiendo su antigua orden pese a las protestas de mi mente atemorizada. El pudor combinado con la excitación me hacían ser torpe y flemático, dificultando mi labor en desabrocharlo; pero no me rendí y, avergonzado, logré mi cometido después de varios segundos lentos y tirantes.

Mis dedos se aferraron en el cuello de la delgada prenda y tiré de ella hacía abajo con lentitud, dejando a la vista mi abdomen firme y torso plano. La zona de mis mejillas sufrieron como resultado de mis acciones y estaba seguro de que lucían tan rojas como la sangre. No obstante, cuando estaba apunto de despojarne por completo del hanbok, su voz ronca interrumpió mi labor y provocó que diera un respingo atemorizado en mi lugar.

—Quédate de esa manera —ordenó escueto, levantándose de la cama y yendo hacía el tocador que se hallaba en un costado alejado de la habitación. Yo le seguí con la mirada, como un espectador, observando como de uno de los cajones extraía una cuerda y una especie de latigo para caballos, para luego acercarse a mí con aquellos dos objetos en mano. El miedo se apoderó de mí en un abrir y cerrar de ojos, y mi cuerpo tembló como una hoja—. Sabes para qué sirven, ¿no?

«¡Él va a golpearte! ¡Te castigará! ¡Haz algo, maldita sea!» Gritaba la voz dentro de mi cabeza, acrescentando el terror que se había instalado en mis huesos. Esa resolución me dejó pasmado, con las lágrimas bordeando mis ojos y mi mente volviéndose un desastre de ideas desesperadas y absurdas.

M-majestad... —intenté hablar en un murmullo tembloroso, con el corazón martilleando mi pecho en latidos veloces y erráticos. No sabía qué más decir, mi mirada viajando desde su rostro hasta el látigo de manera constante, como si comprobara que esa cosa estuviera allí, listo para lastimarme.

—¿Te he dicho que hables, omega? —me interrumpió, con un tono tan bajo y amenazante, que encendió cada una de mis alarmas—. Ahora, extiende tus manos hacía delante.

El nudo que apretó mi garganta me dificultaba respirar y quizé gritar de impotencia. Quizé llorar e implorarle de rodillas –dejando de lado toda mi dignidad– que me dejara libre; pero no podía hacerlo, aterrado de tantas maneras ante cualquier movimiento de su parte, que no me quedó de otra que obedecer su palabras. Con los hombros caídos en derrota, mis brazos se estiraron hacía él, y su tacto duro de dedos largos se envolvió en los huesos de mis muñecas, juntándolas bruscamente. Lo siguiente que pude percibir, era el material rugoso de la cuerda rodeandolas en cuatro vueltas que dificultaban el paso de la sangre en esa área. Un siseo de dolor escapó de mis labios y no pude detener la lágrima que resbaló de mi ojo izquierdo, burlándose de mi inútil intento de retenerla.

—Shh... —murmuró el alfa, mirándome con una extraña mezcla de enfermiza fascinación y extrañeza, como si disfrutara en cierta parte mi semblante de sufrimiento. Se inclinó ligeramente hacía mí y limpió la humedad de mi mejilla con la callosidad de su pulgar, para luego agregar con mofa: —Ni siquiera te he tocado, pero tú ya estás soltando lágrimas como el débil omega que eres.

No quizé pronunciar nada, ni contestar su insulto, a sabiendas de las secuelas que acarrearía mi altanería. Estaba hecho un manojo de nervios y ansiedad, y tenerlo tan cerca, analizando cada uno de mis movimientos, no ayudaba en nada. Tomé un par de inspiraciones profundas para tranquilizar el latir desbocado de mi corazón, mi mirada fijándose en cualquier punto de la habitación que no sea su rostro.

De pronto, alterándome, sus manos tiraron de la cuerda en mis muñecas e impulsó mi cuerpo a seguir su andar. Desorientado, mis ojos se posaron en su ancha espalda y tropezando con mis propios pies, me llevó hasta estár frente al espejo de cuerpo completo. Mi lastimero reflejo fue lo primero que ví en el viejo artefacto, para después subir la mirada y encontrarme con la suya, la cuál se había oscurecido en varios tonos desiguales. Me sentí como un chiquillo tonto y débil parado a su lado, dónde su presencia resaltaba enormemente y, sumado al aura oscura y pasada que emanaba, le hacía ver como un depredador apunto de atacar.

Podía observar a través del cristal como su brazo libre se dirigía detrás de mí y, como un cuchillo filoso, las garras de su mano subieron por mi piel desnuda hasta llegar a mi cuello, tomándolo y dejándolo expuesto a su merced. El latigo se hallaba sujetado alrededor de su cinturilla, y me era imposible no fijarme en él a cada instante. También, era capaz de sentir la presencia del Monarca acercándose cada vez más contra mi anatomía, sin soltar su agarre ni aflojarlo en ningún momento. Su aroma me aturdía y al inclinar su cabeza hacía mí, pude percibirlo de lleno. No sé si fue el contacto suave y ligero de sus fríos labios contra mi hombro o el tacto de sus manos contra mi carne; pero hizo que deseara que me tocara. Un pensamiento más allá de cualquier razonamiento lógico se apoderó de mí y es que, quería su tacto en todos aquellos lugares donde sentía que me ardía.

Fue aterrador, porque era consciente de la semi desnudez de nuestros cuerpos y no era ni por asomo un despistado que no registraba las embusteras intenciones del Monarca. Yo estaba al tanto de lo que sucedería y, aún así, no detuvo ese anhelo que me embargó y se apropió de mi razón. Estaba mal, tan jodidamente mal, que un monstruo de impudicia creció dentro mío e infectó cada una de mis células en cuestión de segundos.

Sus besos cortos en el área de mi cuello, pronto se transformaron en lamidas profundas y mordidas cada vez más bruscas, donde yo me retorcía por las corrientes de placer contra él, buscando desesperado acortar cualquier distancia posible. Podía percibir mi torso desnudo tocando el suyo, y su respiración pesada cayendo sobre mi mejilla en cada ocasión que tomaba aire. Por el rabillo del ojo tenía una vista amplía de los músculos tensos de su espalda contrayéndose cuando bajaba la cabeza para seguir atacando mi carne lastimada, y yo me permití distraerme en los pequeños lunares que se perdían allí.

Estaba confundido, excitado y atemorizado, todo al mismo tiempo. Mis manos se encontraban hechas puño contra la cuerda, intentando inútilmente controlarme. Sabía y me daba cuenta, que mi celo apenas estaba comenzando y que, en poco tiempo, mi razón volaría por el viejo ventanal, al igual que mi cordura y dignidad. Un ligero gemido fue mi penosa respuesta cuando sentí como su lengua subía hasta la línea de mí mandíbula, dónde dejó una mordida que raspó mi piel sensibilizada.

Sus ásperas manos se posaron en mis mejillas y confundido miré hacía él, encontrándome con su rostro a centímetros del mío, su aliento volviéndose superficial e impactando contra mis labios húmedos. Y allí me di cuenta que no era yo el único afectado, porque pude percibir por completo el cambio en su forma de tocarme, mirarme y hasta en su esencia. Así como al alfa dentro suyo invitándole a mi omega al contacto sexual, en una connotación desesperada y anhelante. No obstante, había poca reacción en su lado humano, como sí éste no pudiera controlarse del todo y, a la vez, tuviera conflictos con su instinto que salía a flote en cada oportunidad.

Su largo pelo rubio me rozaba los mofletes como una caricia, y podía tener un claro avisto de la tensión en su cuerpo y la indecisión en su mirada, como si no supiera qué hacer, debatiéndose mentalmente. El ceño fruncido en su semblante le hacía lucir peligroso y la cicatriz desde ésta distancia, se veía aún más dolorosa y amenazante.

—¿Qué me estás haciendo, omega? —fue su pregunta, con una entonación que dejaba expuesto su desconcierto, así como el inusual filo desdeñoso en la forma en la que me miró. Sus manos abarcaban por completo mi rostro, y su tacto frío se sintió distinto al calor fuerte en mis mejillas, que podría compararse facilmente a la sensación del gélido hielo—. ¿Quién, realmente, eres?

Sentí su aproximación aún más cerca si era posible, y ya no había espacio que no fuera abarcado por nuestros cuerpos juntos, excepto por la incomodidad de mis manos atadas en el medio. Su cara estaba a milímetros del mío y mi respiración agitada se fundió con su aliento superficial, las hebras de su cabello cayendo como una delgada cortina entre nosotros. Como un imán de doble atracción, deslizé mis ojos por sus facciones afiladas y me detuve tan solo unos segundos en sus delgados labios rojos, que parecían invitarme con esa pequeña mueca furibunda que le hacía parecer un tanto abultados, apetecibles a simple vista.

¿Qué se sentirá besar los labios del Monarca o tan siquiera tocarlos?, ¿qué sabor tendrían?

—Y-yo... —balbuceando en voz baja, traté de enmascarar mi reacción a su cuestionamiento, más ninguna palabra coherente fue capaz de producir mi boca, boqueando como un pez fuera del agua. Estrujé mi cabeza en busca de algo qué decir, una explicación a todo el problema que tenía sobre los hombros, pero nada venía a mí.

Era mi única oportunidad de demostrar mi absolución de culpa y la perdía por encontrarme en un estado de sumisión y pánico absoluto. Un silencio pesado se sumió en el lugar, y una extraña tensión comenzaba a percibirse en el ambiente, completamente distinta a cualquier cosa que haya sentido antes. Mi garganta se sentía pesada y seca, y mi pulso latía desbocado contra mis oídos, poniéndome los pelos de punta. No sabía qué sucedería o qué pasaba por la cabeza del Monarca; pero tenía una panorama aterradoramente fascinante de la tormenta de tonalidades doradas que tiñieron sus ojos claros, cuando bajó su mirada hasta posarse en mis belfos.

Mi respiración se volvió un caos de irregularidades en el momento que sus heladas manos se deslizaron por mi cuello hasta mi nuca y, apretándome ligeramente con los pulgares la garganta, me echó la cabeza atrás, dejándome a su merced. Su piel ardiente contra la mía, el tacto frío sobre mi carne, la atmósfera que nos rodeó en ese inasequible instante, todo se arremolinó dentro mío y ya no sabía donde terminaba su anatomía de la mía, separadas por la distancia de un alfiler. Ya no sabía qué hacer o si debía moverme. Me sentía aturdido, impaciente y confuso y la excitación no ayudaba en nada a todo el desastre de emociones que estaba hecho.

Y fue como un chiste sin gracia, que su boca dejó salir aquél murmullo acompañado de ese gruñido bajo, donde el tiempo se convirtió en polvo y todo dejó de tener sentido.

—Jodido demonio...

Entonces, no fue su mirada dura, ni su tacto fuerte o su presencia los que me paralizaron en mi lugar, sino una caricia más allá de cualquier sensación, como si tocara el paraíso en las fosas del inframundo y, pasmado, percibí la ligera presión de la piel de sus labios contra los míos. El contacto era suave, delicado, casí de principiante y su pelo me rozó la cara cuando se inclinó completamente, tomando mi carnoso labio inferior entre sus dientes, tirando de ellos cuando abrió los suyos para recibirlo. Mi corazón estalló en una multitud de sensaciones y mis ojos se abrieron pasmados, sin poder creer que el soberano, de quién corría miles de injurias, el gran rey Min YoonGi, me estaba besando.

La sorpresa no me dejó corresponder su gesto en un primer momento, y tampoco estaba en mis planes hacerlo. Sin embargo, sus belfos seguían allí, movimiéndose tan dulces, de una manera pausada y lenta, que me incitó más que cualquier roce anterior suyo; avivando mi libido a perseguir su boca y tomarla por completo. Mi cuestionamiento anterior había sido respondido con su beso y es que, sus labios, no sabían dulces ni agrios, sino amargos, como quién prueba del veneno de la manzana para sentir el pecado en carne viva.

Era un beso pecaminoso, dónde casto se acopló a mi aliento, probando el sabor de mi respiración, jugando con mi cordura. Nadie nunca, jamás, ni una sola vez, me había besado de esa manera. Y se sintió tan enfermizo y abrumador, porque el responsable de ese contacto era la reencarnación de todo lo malo en el mundo y yo lo sabía, pero Dios, besaba como los mismos ángeles...

Y mi voluntad se hizo añicos, se fragmentó en miles de pedazos, cuando su lengua invadió mi boca sin pedir permiso. Traté de aferrarme a los detalles, pero se me escurrían entre los dedos y ya no pude negarme a probar de su boca húmeda. En un movimiento de impropia valentía, mis labios correspondieron su caricia de una manera torpe, casí patética, pero, ciertamente, yo no sabía besar ni poseía la maestría con la que el Monarca se desenvolvía en la materia. Mi acción pareció contentarle puesto que, rápidamente, sus manos volvieron a ahuecar mis mejillas y sus labios se movieron con más intensidad, mordiendo los míos en cada ocasión o chupándolos como si fuera un dulce que se dejaba caer en pequeñas gotas.

Pasaron los segundos y la ansiedad en mi vientre bajo se acrecentó, como las miles de cosquillas que recorrieron mi cuerpo como hormigas, mi mente viajando lejos, perdiéndose en su aroma, toque, cercanía. De un momento a otro, la angustia, tristeza y cualquier sentimiento negativo que se habían incrustado en mi pecho, se evaporó por completo y lo único que podía tener en mente, era la necesidad insana de sus besos.

Un jadeo me asaltó como una queja al sentir una mordida más despiadada y mis muñecas amarradas sufrieron cuando intenté moverlas, debido a la corriente placentera que ascendió por mi columna. El sonido de nuestras bocas chocando era obsceno, sucio y de caracter vulgar, rebotando en el silencio de la habitación como una melodía quebrada. El Monarca buscó una mejor posición en la caricia, inclinando su cabeza, y yo imité su acción, hacía el otro lado, tratando de hallar más profundidad si era posible. Parecía él no darse cuenta de sus acciones, ensimismado en su tarea, más yo podía sentir los ligeros trazos involuntarios impartidos en mis mejillas con cada asalto.

Era desesperado, cálido y tembloroso.

La temperatura en la habitación pareció aumentar a escalas estratosféricas, porque ya no podía dejar de besarlo, buscar su contacto una y otra vez sin cansarme, aún cuando me faltaba el aire y mis pulmones luchaban por respirar. Era abrumador, y el pensamiento de fundirme en él, dejarme envolver en su toque, me enloqueció. Quería sus manos en todo mi cuerpo, su boca en mi boca, besando más que mis labios, tocando mi alma o más allá, mucho más.

M-majestad... —la palabra salió de mis labios en una connotación provocativa, acompañado de un ligero gemido que no pude acallar. Estaba fuera de mí, y mis ojos se habían empañado completamente. No sabía qué demonios estaba diciendo, balbuceando incoherencias.

Mi celo había tomado por completo cualquier atisbo de mi razón.

—Silencio, omega —gruñó contra mis labios, y su tono de voz salió tan profunda y ronca, que avivó a mi omega. Su respiración estaba hecha un desastre, tratando de recuperar el aliento con pequeñas bocanadas de aire.

—Por favor... —mi voz escapó en un sururro débil y su desdeñosa mirada volvió a encontrarse con la mía, un profundo negro tragándose al dorado en su totalidad.

Mi pedido no se parecía a los anteriores, donde rogaba para me soltara o me dejara libre; sino que, contrario a todo, con esas simples palabras demostraba mi completa sumisión, urgido de volver a tenerlo contra mí, respirando el mismo aire. Y él pareció comprenderlo, porque me besó de nuevo y un gruñido mitad gemido escapó de sus labios cuando su lengua y la mía se encontraron a medio camino.

Entreabría y cerraba mi boca de acuerdo a sus movimientos, acoplándome a ellos, pero el rey Min demandaba cada vez más y la sensación humeda de su lengua producía cosas extrañas en mi vientre bajo, que se contraía con cada arremetida de su parte. Poco a poco, sus manos se deslizaron por mis costados, dejando una estela ardiente por donde su tacto se hallaba, hasta que llegó a mis muslos y tanteó en la parte trasera para levantarme con agilidad, su fuerza sosteniendo mi anatomia. Jadeé sorprendido y, como un acto reflejo, separé nuestro contacto y mis piernas se abrieron para envolverlas alrededor de sus estrechas caderas.

En aquélla comprometedora posición, mi rostro quedaba centímetros más alto que el suyo y él debía alzar la cabeza para mirarme. Tanteando a mi suerte, bajo su expectante escrutinio, subí mis manos amarradas por su duro torso, y con mis brazos rodé su cuello por encima del pelo. Ésta vez, no fue el alfa quién inició la caricia. Puesto que, falto de todo pudor e inocencia, incliné mi cara hacía su dirección. En una ola de descaro sin límite, donde la prudencia me había decidido abandonar, tomé su delgado labio inferior entre mis dientes y lo succioné despacio, como si degustara miel en ellos. Él se dejó hacer, dejándome besarlo a mi manera, quizás de un modo incompetente, pero allí estaba, moviendo mis labios contra los suyos, convirtiéndose así mi deseo oculto en ejecutor insensible y desbocado, donde se exhibió ante el Monarca como una cruel verdad.

Nos embriagamos en cada respiración y, entonces, él volvió a tomar el control. Sus brazos me apretaron contra su pecho y sus labios buscaron desesperados más profundidad; mordiendo, chupando, lamiendo, llevándose todo de mí como un huracán implacable. No sé si fue la fuerza de mi desorientación, pero lo único que pude registrar fue a mi espalda impactando contra la pared continúa y la parte inferior de mi ropa salir volando en alguna parte de la habitación, gracias a sus hábiles manos. Después, volvía a estar sobre él, y la vergüenza había pasado a segundo plano, ya que mis pliegues húmedos quedaron al descubierto y al rey Min no pareció importarle que yo no tuviera pene, sino las partes de una omega femenina.

Aquello era un rasgo particular de mi especie, los omegas ya sean mujeres o hombres, poseían vagina, algunos con los órganos más desarrollados y otros que apenas se distinguían. Los omegas masculinos de ave estabamos diseñados genéticamente para poseer las características de un hombre, pero nuestras facciones eran andróginas y nuestra parte íntima era femenino, el clitoris siendo un poco más prominentes debido a nuestros cromosomas. Éramos la especie más compleja de todo el reino, y solo un omega intersexual de ave valía más que cualquier otro, siendo nósotros casados por los alfas de la primera jerarquía y vendidos a prostíbulos o a jefes. Quizás podíamos ser débiles, pero nuestra fertilidad era de las más altas de todas las especies.

Y, jodidamente por un segundo, olvidé ese pequeño detalle.

Y estaba completamente desnudo frente al monarca, mi piel trigueña contrastando enormemente con la suya, de un tono mortecino, parecido al de un muerto.

Mis manos seguían atadas y la incomodidad en mis muñecas unidas se convirtió en una proyección masoquista del dolor placentero. El sector de mis mejillas ardían por el ardor sofocante que me consumía y por un momento, por un intenso y jodido momento, admiré el mismo sonrojo en las suyas, tal vez producto de nuestro encuentro acalorado, no lo sabía realmente; pero de igual manera, aceleró mi corazón en latidos tan veloces, que temí que aquél órgano escapara de mi caja torácica.

Tan débil...

Y me besó una vez más, suave e intenso y profundo.

Por voluntad propia, cerré mis párpados y me dejé guiar en su caricia. Yo mismo roce aquélla sensación, me emborraché en ella, como un instante donde no me permití pensar en las consecuencias, en los pros y contras. Solo éramos él y yo, alfa y omega, rey y plebeyo. Un nosotros y el beso, aquél que envió una azucarada y embriagadora,​ alegórica y vaporosa emoción, que no quería que se esfumara, engañoso quizé conservarlo más tiempo.

Cada vez que que mi boca bajaba a tomar más de la suya, su ceño se fruncía y lucía como una sensual reacción involuntaria. Abriendo los ojos, la acalorada zona de mis mejillas sufrió como un efecto de su penetrante mirada dorada sobre mí, inhibiendo los movimientos erráticos, lentos y tímidos de mis labios. Finalmente, opté por desoír a la modestia que me privaba de todo lo que en verdad quería hacer y me dejé hacer en su agasajo de toques duros contra mi cintura. Fingía no disfrutar de la sensación punzante en mis belfos con cada ataque, pero, al mismo tiempo, mi boca dejaba salir pequeños gemidos que contradecían mi semblante austero.

Observando su rostro, me di cuenta de que el Monarca parecía ansiar más contacto, más cercanía y no se privó de aquellos impulsos al tomar mis muslos y pegar aún más mi espalda a la pared de concreto. Provocando que mis manos atadas se pierdan entre las hebras de su largo cabello, compartiendo más de un suspiro sin aliento y jadeos entrecortados sobre su boca, al sentir la dureza de su miembro presionando contra mi feminidad sobre la delgada tela de su ropa.

Sin previo aviso, una dura palmada marcó mi piel como un hierro pesado y un grito silencioso escapó de mis labios, arañando mis cuerdas vocales. Se sentía como un consuelo del dolor placentero y el percibirlo me impulsó a arquear la espalda desesperado, anhelante y libidoso. Su aliento cálido se prendió como un velo de sombra sobre mi cuello y no pude evitarlo, fue como un mandamiento imposible de desobedecer, que mis labios dejaron fluir ese gemido ahogado que rebotó sobre el silencio que nos rodeaba, cuando volvió a jugar con mi piel maltratada. Podía mirar desde mi posición, por encima de su hombro, mi reflejo a través del espejo frente a mí y observar el sudor que resbalaba desde mi desnudo cuerpo y caía sobre las marcas rojizas en mis clavículas, mientras aún sentía sus besos por mi anatomia, como un animal alimentándose de su presa.

Y en esa sobredosis de besos, me entregué a él sin objeción.

Quizás el rey Min YoonGi era fuego y en él se hallaba el poder de incendiar todo con su toque, y nunca pensé que un incendio en mi piel sería tan húmedo. Nunca pensé que tendría tantas ganas de quemarme y convertirme en cenizas... hasta aquél día.

Explicación: JiMin no es un personaje transgénero, sino intersexual con rasgos tirando a ser andróginas. JiMin entra en la categoría de seudohermafroditismo masculino y lo adapté más al mundo hibridoverse en la especie de ave. En mis obras, quiero hablar mucho de estos temas y hacerlos visibles, espero se sientan cómodo con ello. Si no les gusta, tranquilamente pueden retirarse y buscar obras que sí les agrade. Desde ya, muchas gracias por leer.

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