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By Joydmarco

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οΌ‘ο½Œο½™ο½“ο½“ο½ Potter
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By Joydmarco

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Alegría. Valentía. Cariño. Lealtad.

Esas eran las palabras correctas para describir a una familia como los Weasley. Siempre había soñado con una familia como los Weasley y no podía evitar sentir envidia de Ron. Cada uno de ellos me había recibido con los brazos abiertos y ahora no quería irme de este asombroso lugar. Deseaba ser una de ellos.

¿Cuántas veces había querido que alguien me arropara y me deseara buenas noches? ¿Cuántas veces había imaginado a un montón de hermanos que me protegieran?

Este era uno de los pocos lugares en los que me sentía realmente querida. No había resentimiento o indiferencia. Habría dado lo que fuera por haber crecido en esta familia.

Sin embargo, todo cuento de hadas debía de tener un final. La culminación del verano llegó más rápido de lo que habría querido.

Era cierto que estaba deseosa por volver a Hogwarts, pero por otro lado, el mes que había pasado en la Madriguera había sido el más feliz en toda mi vida. Mi única preocupación ahora era pensar en los Dursley y en la bienvenida que me darían cuando volviera a Privet Drive. Ya no contaba con mi protección y tío Vernon no desaprovecharía la oportunidad.

En mi última noche en La Madriguera, la señora Weasley hizo aparecer, por medio de un conjuro, una cena suntuosa que incluía mis manjares favoritos y que terminó con un suculento pastel de melaza que tanto me encantaba. Fred y George iluminaron la noche con una exhibición de las bengalas del doctor Filibuster y llenaron la cocina con chispas azules y rojas que rebotaban del techo a las paredes durante al menos media hora. Después de esto, llegó el momento de tomar una última taza de chocolate caliente e ir a la cama.

Me fue complicado cerrar los ojos porque era como despertar de un buen sueño.

A la mañana siguiente, nos llevó mucho rato ponernos en marcha. Nos levantamos con el canto del gallo, pero parecía que quedaban muchas cosas por preparar. La señora Weasley, de mal humor, iba de aquí para allá como una exhalación, buscando tan pronto unos calcetines como una pluma. Algunos chocábamos en las escaleras, medio vestidos, sosteniendo en la mano un trozo de tostada, y el señor Weasley, al llevar el baúl de Gideon al coche a través del patio, casi se rompe el cuello cuando tropezó con una gallina despistada.

A pesar de contar con las posibilidades de la magia, aun no me entraba en la cabeza que nueve personas, siete baúles grandes, dos lechuzas y una rata pudieran caber en un pequeño Ford Anglia. Claro que no había contado con las prestaciones especiales que le había añadido el señor Weasley.

—No le digas a Molly ni media palabra —me susurró guiñando un ojo, al abrir el maletero me enseñó cómo lo había ensanchado mágicamente para que pudieran caber los baúles con toda facilidad.

Cuando por fin estuvimos todos en el coche, la señora Weasley echó un vistazo al asiento trasero, los chicos y yo estábamos confortablemente sentados, unos al lado de otros.

—Los muggles saben más de lo que parece, ¿verdad? —preguntó nerviosamente. Ella y Gideon iban en el asiento delantero, que había sido alargado hasta tal punto que parecía un banco del parque—. Quiero decir que desde fuera uno nunca diría que el coche es tan espacioso, ¿verdad?

—Mamá, no se darán cuenta—la tranquilizó Fred—Los muggles son muy despistados.

El señor Weasley arrancó el coche y salimos del patio. Me volví para echar una última mirada a la casa. Apenas me había dado tiempo a preguntarme cuándo volvería a verla, cuando tuvimos que dar la vuelta, porque a George se le había olvidado su caja de bengalas del doctor Filibuster. Cinco minutos después, el coche tuvo que detenerse en el corral para que Fred pudiera entrar a tomar su escoba. Y cuando ya estábamos en la autopista, Gideon gritó que se le había olvidado uno de sus libros y tuvimos que retroceder otra vez. Cuando Gideon subió al coche, después de recoger el libro, llevábamos muchísimo retraso y los ánimos estaban alterados.

El señor Weasley miró primero su reloj y luego a su mujer.

—Molly, querida...

—No, Arthur—atajó la señora Weasley con rotundidad. —Ni lo pienses.

—Nadie nos vería. Este botón de aquí es un accionador de invisibilidad que he instalado. Ascenderíamos en el aire, luego volaríamos por encima de las nubes y llegaríamos en diez minutos. Nadie se daría cuenta...

—He dicho que no, Arthur, no a plena luz del día.

Había deseado que la señora Weasley hubiera dado de baja aceptado la propuesta de su esposo. Llegamos a Kings Cross a las once menos cuarto. El señor Weasley cruzó la calle a toda prisa para hacerse con unos carritos para cargar los baúles, y entramos todos corriendo en la estación. Ya había tomado el expreso de Hogwarts el año anterior. La dificultad estaba en llegar al andén nueve y tres cuartos, que no era visible para los ojos de los muggles. Lo que había que hacer era atravesar caminando la gruesa barrera que separaba el andén nueve del diez. No era doloroso, pero había que hacerlo con cuidado para que ningún muggle notara la desaparición.

—Percy primero —urgió la señora Weasley, mirando con inquietud el reloj que había en lo alto, que indicaba que sólo teníamos cinco minutos para desaparecer disimuladamente a través de la barrera.

Percy avanzó deprisa y desapareció. A continuación, fue el señor Weasley. Lo siguieron Fred, George y Will.

—Yo pasaré con Gideon, y ustedes dos nos siguen—indicó la señora Weasley a Ron y a mi, agarrando a Gideon de la mano y empezando a caminar. En un abrir y cerrar de ojos ya no estaban.

—Vamos juntos, sólo nos queda un minuto —me dijo Ron.

Me aseguré de que la jaula de Hedwig estuviera bien sujeta encima del baúl, y empujé el carrito contra la barrera. No me daba miedo; era mucho más seguro que usar los polvos Flu. Nos inclinamos sobre la barra de nuestros carritos y nos encaminamos con determinación hacia la barrera, cogiendo velocidad. A un metro de la barrera, empezamos a correr y...

Sentí un gran golpe.

Los dos carritos chocaron contra la barrera y rebotaron. El baúl de Ron saltó y se estrelló contra el suelo con gran estruendo, caí encima de Ron y la jaula de Hedwig, al dar en el suelo, rebotó y salió rodando, con la lechuza dentro dando unos terribles chillidos. Todo el mundo nos miraba, y un guardia que había allí cerca nos gritó:

— ¿Qué demonios están haciendo?

—He perdido el control del carrito —contesté entre jadeos, sujetándome las costillas mientras me levantaba y ayudaba a Ron. Mi amigo salió corriendo detrás de la jaula de Hedwig, que estaba provocando tal escena que la multitud hacía comentarios sobre la crueldad con los animales.

— ¿Por qué no hemos podido pasar? —le pregunté consternada.

—Ni idea.

—Pero aun no es hora.

Ron miró furioso a su alrededor. Una docena de curiosos todavía nos estaban mirando.

—Vamos a perder el tren —se quejó—. No comprendo por qué se nos ha cerrado el paso.

—Esto no puede estar pasando—dije pasando mi mano sobre el pelo.

Miré el reloj gigante de la estación y sentí náuseas en el estómago. Diez segundos..., nueve segundos... Avancé con el carrito, con cuidado, hasta que llegué a la barrera, y empujé con todas mis fuerzas. La barrera permaneció allí, infranqueable.

Tres segundos..., dos segundos..., un segundo...

Ya era tarde.

—Ha partido —gimió Ron, atónito—. El tren ya ha partido. ¿Qué pasará si mis padres no pueden volver a recogernos? ¿Tienes algo de dinero muggle?

Solté una risa irónica.

—Hace seis años que los Dursley no me dan la paga semanal.

Ron pegó la cabeza a la fría barrera.

—No oigo nada —murmuró preocupado—. ¿Qué vamos a hacer? No sé cuánto tardarán mis padres en volver por nosotros.

Echamos un vistazo a la estación. La gente todavía nos miraba, principalmente a causa de los alaridos incesantes de Hedwig.

—A lo mejor tendríamos que ir al coche y esperar allí —sugerí—. Estamos llamando demasiado la aten...

— ¡Allie! —exclamó Ron, con los ojos refulgentes—. ¡El coche!

— ¿Qué pasa con él?

— ¡Podemos llegar a Hogwarts volando!

Lo miré sin entender.

—Pero yo creía...

—Estamos en un apuro, ¿verdad? Y tenemos que llegar al colegio, ¿verdad? E incluso a los magos menores de edad se les permite hacer uso de la magia si se trata de una verdadera emergencia, sección decimonovena o algo así de la Restricción sobre Chismes...

El pánico que sentía se convirtió de repente en emoción.

— ¿Sabes hacerlo volar?

—Por supuesto —respondió Ron, dirigiendo su carrito hacia la salida—. Venga, vamos, si nos damos prisa podremos seguir al expreso de Hogwarts.

Y abriéndonos paso, a través de la multitud de muggles curiosos, salimos de la estación y regresamos a la calle lateral donde habíamos aparcado el viejo Ford Anglia. Ron abrió el gran maletero con unos golpes de varita mágica. Metimos dentro los baúles, dejamos a Hedwig en el asiento de atrás y nos acomodamos delante.

—Comprueba que no nos vea nadie —me pidió Ron, arrancando el coche con otro golpe de varita. Con el corazón acelerado, saqué la cabeza por la ventanilla; el tráfico retumbaba por la avenida que teníamos delante, pero nuestra calle estaba despejada.

—Vía libre —le avisé.

Ron pulsó un diminuto botón plateado que había en el salpicadero y el coche desapareció con nosotros. Notaba el asiento vibrar debajo de mi, oía el motor, sentía mis propias manos en las rodillas pero, a juzgar por lo que veía, me había convertido en un par de ojos que flotaban a un metro del suelo en una lúgubre calle llena de coches aparcados.

Me pregunté si esto era una buena idea, pero el ruido del motor me indicaba que ya no había vuelta atrás.

— ¡En marcha! —dijo a mi lado la voz de Ron.

Fue como si el pavimento y los sucios edificios que había a cada lado empezaran a caer y se perdieran de vista al ascender el coche; al cabo de unos segundos, teníamos todo Londres bajo nuestros pies, impresionante y neblinoso.

Entonces se oyó un ligero estallido y reaparecimos con el coche.

— ¡Vaya!—Dijo Ron, pulsando el botón del accionador de invisibilidad—. Se ha estropeado.

Los dos nos pusimos a darle golpes. El coche desapareció, pero luego empezó a aparecer y desaparecer de forma intermitente.

— ¡Agárrate! —gritó Ron, y apretó el acelerador. Como una bala, penetramos en las nubes algodonosas y todo se volvió neblinoso y gris.

— ¿Y ahora qué? —pregunté, pestañeando ante la masa compacta de nubes que nos rodeaba por todos lados.

—Tendríamos que ver el tren para saber qué dirección seguir —dijo Ron.

—Vuelve a descender, rápido.

Descendimos por debajo de las nubes, y nos asomamos mirando hacia abajo con los ojos entornados.

— ¡Ya lo veo! —Grité de repente, viendo la locomotora escarlata—. ¡Todo recto, por allí!

El expreso de Hogwarts corría debajo de nosotros, parecido a una serpiente roja.

—Derecho hacia el norte —murmuró Ron, comprobando el indicador del salpicadero—. Bueno, tendremos que comprobarlo cada media hora más o menos. Agárrate. —Y volvimos a internarnos en las nubes. Un minuto después, salíamos al resplandor de la luz solar.

Mi corazón parecía salirse de mi pecho por la intensa emoción. Aquél era un mundo diferente. Saqué la mano por la ventanilla, sintiendo el viento chocar con ella. Las ruedas del coche rozaban el océano de esponjosas nubes y el cielo era una extensión inacabable de color azul intenso bajo un cegador sol blanco.

—Ahora sólo tenemos que preocuparnos de los aviones —murmuré con voz queda.

Nos miramos uno a otro y reímos. Tardamos mucho en poder parar de reír.

Era como si hubiéramos entrado en un sueño maravilloso. Aquélla, pensé divertida, era seguramente la manera ideal de viajar: pasando copos de nubes que parecían de nieve, en un coche inundado de luz solar cálida y luminosa, con una gran bolsa de caramelos en la guantera e imaginando las caras de envidia que pondrían Fred y George cuando aterrizáramos con suavidad en la amplia explanada de césped delante del castillo de Hogwarts.

Comprobábamos regularmente el rumbo del tren a medida que avanzábamos hacia el norte, y cada vez que bajábamos por debajo de las nubes veíamos un paisaje diferente. Londres quedó atrás enseguida y fue reemplazado por campos verdes que dieron paso a brezales de color púrpura, a aldeas con diminutas iglesias en miniatura y a una gran ciudad animada por coches que parecían hormigas de variados colores.

Sin embargo, después de varias horas sin sobresaltos, tenía que admitir que parte de la diversión se había esfumado. Los caramelos nos habían dado una sed tremenda y no teníamos nada que beber. Nos habíamos despojado de nuestros jerséis, pero a Ron se le pegaba la camiseta al respaldo del asiento.

Había dejado de maravillarme con las sorprendentes formas de las nubes y me acordaba todo el tiempo del tren que circulaba miles de metros más abajo, donde se podía comprar zumo de calabaza muy frío del carrito que llevaba una bruja gordita.

Ahora que lo meditaba mejor, ¿Por qué motivo no habría podido entrar en el andén nueve y tres cuartos?

—No puede quedar muy lejos ya, ¿verdad? —preguntó Ron, con la voz ronca, horas más tarde, cuando el sol se hundía en el lecho de nubes, tiñéndolas de un rosa intenso—. ¿Lista para otra comprobación del tren?

Éste continuaba debajo de nosotros, abriéndose camino por una montaña coronada de nieve. Se veía mucho más oscuro bajo el dosel de nubes.

Ron apretó el acelerador y volvimos a ascender, pero al hacerlo, el motor empezó a chirriar.

Mi amigo y yo intercambiamos miradas nerviosas.

—Seguramente es porque está cansado —opinó Ron despreocupadamente—, nunca había hecho un viaje tan largo...

—Si, debe ser por eso—reí nerviosamente.

Y los dos hicimos como que no nos dábamos cuenta de que el chirrido se hacía más intenso al tiempo que el cielo se oscurecía. Las estrellas iban apareciendo en el firmamento. Se hacía de noche. Volví a ponerme el jersey, tratando de no dar importancia al hecho de que los limpiaparabrisas se movían despacio, como señal de protesta.

—Ya queda poco —dijo Ron, dirigiéndose más al coche que a mi—, ya queda muy poco —repitió, dando unas palmadas en el salpicadero con aire preocupado. Cuando, un poco más adelante, volvimos a descender por debajo de las nubes, tuvimos que aguzar la vista en busca de algo que pudiéramos reconocer.

— ¡Allí! —exclamé de forma que Ron y Hedwig dieron un brinco del susto—. ¡Allí delante mismo!

En lo alto del acantilado que se elevaba sobre el lago, las numerosas torres y atalayas del castillo de Hogwarts se recortaban contra el oscuro horizonte.

Pero el coche había empezado a dar sacudidas y a perder velocidad.

Mala señal.

— ¡Vamos! —animó Ron al coche, dando una ligera sacudida al volante—. ¡Venga, que ya llegamos!

El motor chirriaba. Del capó empezaron a salir delgados chorros de vapor. Sentí una ligera capa de sudor recorrer mi frente. Me agarré muy fuerte al asiento cuando nos orientamos hacia el lago.

El coche osciló de manera preocupante. Mirando por la ventanilla, vi la superficie calma, negra y cristalina del agua, un par de kilómetros por debajo de nosotros. Ron aferraba con tanta fuerza el volante, que se le ponían blancos los nudillos de las manos. El coche volvió a tambalearse.

— ¡Vamos! —exclamó.

Sobrevolábamos el lago. El castillo estaba justo delante de nosotros. Ron apretó el pedal a fondo.

Oímos un estruendo metálico, seguido de un chisporroteo, y el motor se paró completamente.

— ¡Oh! —exclamé, en medio del silencio.

El morro del coche se inclinó irremediablemente hacia abajo. Ron y yo gritamos mientras caímos, como si estuviéramos en una montaña rusa. Caíamos, cada vez más rápido, directos contra el sólido muro del castillo.

— ¡Noooooo! —gritó Ron, girando el volante; esquivamos el muro por unos centímetros cuando el coche viró describiendo un pronunciado arco y planeó sobre los invernaderos y luego sobre la huerta y el oscuro césped, perdiendo altura sin cesar.

—¡Utiliza la varita! —grité mientras rezaba para no estrellarnos.

Ron soltó el volante y se sacó del bolsillo de atrás la varita mágica.

— ¡ALTO! ¡ALTO! —gritó, dando unos golpes en el salpicadero y el parabrisas, pero todavía estábamos cayendo en picado, y el suelo se precipitaba contra nosotros...

— ¡CUIDADO CON EL ÁRBOL! —grité, cogiendo el volante, pero era demasiado tarde.

Hubo un estruendo.

Chillidos y quejidos. Mis oídos comenzaron a pitar dolorosamente y mi cabeza daba muchas vueltas. Parpadeé varias veces para ver lo que había pasado.

Habíamos chocado contra el grueso tronco del árbol y nos dimos un gran batacazo en el suelo. Del abollado capó salió más humo; Hedwig daba chillidos de terror; me llevé una mano a la cabeza y toqué un chichón del tamaño de una bola de golf. Debí de haberme golpeado contra el parabrisas; y, a mi lado, Ron emitía un gemido ahogado de desesperación.

— ¿Estás bien? —le pregunté inmediatamente—¿Estás herido?

— ¡Mi varita mágica! —se lamentó Ron con voz temblorosa—. ¡Mira mi varita!

Se había partido prácticamente en dos pedazos, y la punta oscilaba, sujeta sólo por unas pocas astillas.

Abrí la boca para decir que estaba segura de que podríamos recomponerla en el colegio, pero no llegué a decir nada. En aquel mismo momento, algo golpeó contra mi lado del coche con la fuerza de un toro que nos embistiera y me arrojó sobre Ron, al mismo tiempo que el techo del coche recibía otro golpe igualmente fuerte.

— ¿Qué fue eso?

Ron ahogó un grito al mirar por el parabrisas, y saqué la cabeza por la ventanilla en el preciso momento en que una rama, gruesa como una serpiente pitón, golpeaba en el coche destrozándolo. ¡El árbol contra el que habíamos chocado nos atacaba! El tronco se había inclinado casi el doble de lo que estaba antes, y azotaba con sus nudosas ramas pesadas como el plomo cada centímetro del coche que tenía a su alcance.

— ¡Aaaaag! —gritó Ron, cuando una rama retorcida golpeó en su puerta produciendo otra gran abolladura; el parabrisas tembló entonces bajo una lluvia de golpes de ramitas, y una rama gruesa como un ariete aporreó con tal furia el techo, que pareció que éste se hundía.

— ¡Escapemos! —grité aterrorizada, empujando la puerta con toda mi fuerza, pero inmediatamente el salvaje latigazo de otra rama me arrojó hacia atrás, contra el regazo de Ron.

— ¡Estamos perdidos! —gimió Ron, viendo combarse el techo.

De repente el suelo del coche comenzó a vibrar: el motor se ponía de nuevo en funcionamiento.

— ¡Marcha atrás! —exclamé, y para nuestra sorpresa, el coche salió disparado. El árbol aún trataba de golpearnos, y pudimos oír crujir sus raíces cuando, en un intento de arremeter contra el coche que escapaba, casi se arranca del suelo.

—Por poco —soltó Ron jadeando—. ¡Así se hace, coche!

El coche, sin embargo, había agotado sus fuerzas. Con dos golpes secos, las puertas se abrieron y sentí que mi asiento se inclinaba hacia un lado y de pronto me encontré sentada en el húmedo césped. Unos ruidos sordos me indicaron que el coche estaba expulsando el equipaje del maletero; la jaula de Hedwig salió volando por los aires y se abrió de golpe, y mi lechuza salió emitiendo un fuerte chillido de enojo y voló apresuradamente y sin parar en dirección al castillo. De seguro se molestaría conmigo.

A continuación, el coche, abollado y echando humo, se perdió en la oscuridad, emitiendo un ruido sordo y con las luces de atrás encendidas como en un gesto de enfado.

— ¡Vuelve! —Le gritó Ron, blandiendo la varita rota—. ¡Mi padre me matará!

Pero el coche desapareció de la vista con un último bufido del tubo de escape.

— ¿Es posible que tengamos esta suerte? —Pregunté embargada por el mal humor, mientras Ron se inclinaba para recoger a Scabbers—. De todos los árboles con los que podíamos haber chocado, tuvimos que dar contra el único que devuelve los golpes.

Me volví para mirar el viejo árbol, que todavía agitaba sus ramas pavorosamente.

—Vamos —suspiré, cansada—. Lo mejor que podemos hacer es ir al colegio.

No era la llegada triunfal que habíamos imaginado. Con el cuerpo agarrotado, frío y magullado, cada uno tomó su baúl por la anilla del extremo, y los arrastramos por la ladera cubierta de césped, hacia arriba, donde nos esperaban las inmensas puertas de roble de la entrada principal.

—Me parece que ya ha comenzado el banquete —musitó Ron, dejando su baúl al principio de los escalones y acercándose sigilosamente para echar un vistazo a través de una ventana iluminada—. ¡Eh, Allie, ven a ver esto... es la Selección!

Me acerqué a toda prisa, y juntos contemplamos el Gran Comedor.

Mi corazón se llenó de alegría al ver las cuatro mesas abarrotadas de gente. Encima de ellas se mantenían en el aire innumerables velas, haciendo brillar los platos y las copas. Y lo mejor de todo, fue ver de nuevo mi maravilloso techo encantado que estaba iluminado por el asombroso mar de estrellas.

Había llegado a casa.

A través de la confusión de los sombreros negros y puntiagudos de Hogwarts, vi una larga hilera de alumnos de primer curso que, con caras asustadas, iban entrando en el comedor. Daisy y Gideon estaba entre ellos; era fácil de distinguir el hermano de Ron por el color intenso de su pelo, que revelaba su pertenencia a la familia Weasley. Mientras tanto, la profesora McGonagall, una bruja con gafas y con el pelo recogido en un apretado moño, ponía el famoso Sombrero Seleccionador de Hogwarts sobre un taburete, delante de los recién llegados.

Cada año, este sombrero viejo, remendado, raído y sucio, distribuía a los nuevos estudiantes en cada una de las cuatro casas de Hogwarts: Gryffindor, Hufflepuff, Ravenclaw y Slytherin. Me acordaba muy bien de cuando me lo había puesto, un año antes, y había esperado muy quieta la decisión que el sombrero pronunció en voz alta en mi oído. Durante unos escasos y horribles segundos, había temido que me fuera a destinar a Slytherin, la casa que había dado más magos y brujas tenebrosos que ninguna otra, pero había acabado en Gryffindor, con Will, Ron, Hermione y el resto de los Weasley. En el último trimestre, mis amigos y yo habíamos contribuido a que Gryffindor ganara el campeonato de las casas, venciendo a Slytherin por primera vez en siete años.

Habían llamado a un niño muy pequeño, de pelo castaño, para que se pusiera el sombrero. Desvié la mirada hacia el profesor Dumbledore, el director, que se hallaba contemplando la Selección desde la mesa de los profesores, con su larga barba plateada y sus gafas de media luna brillando a la luz de las velas. Varios asientos más allá, vi a Gilderoy Lockhart, vestido con una túnica color aguamarina. Y al final estaba Hagrid, apurando su copa.

—Espera —le susurré a Ron en voz baja—. Hay una silla vacía en la mesa de los profesores. ¿Dónde está Snape?

— ¿No está?

—No...

Severus Snape era el profesor que menos me gustaba. Y como era de esperarse, resulté ser la alumna que menos le gustaba a Snape, que daba clase de Pociones y era cruel, sarcástico y sentía aversión por todos los alumnos que no fueran de Slytherin, la casa a la que pertenecía.

— ¡A lo mejor está enfermo! —dijo Ron, esperanzado.

— ¡Quizá se marchó —comenté sin evitar reír—, porque tampoco esta vez ha conseguido el puesto de profesor de Defensa Contra las Artes Oscuras! Qué lástima por él.

—O quizá lo han echado —continuó Ron con entusiasmo—. Como todo el mundo lo odia...

—O tal vez —murmuró una voz glacial detrás de nosotros que provocó que se nos erizara los cabellos de la nuca— quiera averiguar por qué no han llegado ustedes dos en el tren escolar.

Me di media vuelta y mi peor pesadilla se hizo realidad. Allí estaba Severus Snape, con su túnica negra ondeando a la fría brisa. Era un hombre delgado de piel cetrina, nariz ganchuda y pelo negro y grasiento que le llegaba hasta los hombros, y en aquel momento sonreía de tal modo que Ron y yo comprendimos inmediatamente que nos habíamos metido en un buen lío.

—Síganme —ordenó Snape.

Sin atrevernos a mirarnos el uno al otro, Ron y yo seguimos a Snape escaleras arriba hasta el gran vestíbulo iluminado con antorchas, donde las palabras producían eco. Un delicioso olor de comida flotaba en el Gran Comedor, pero Snape nos alejó de la calidez y la luz y nos condujo abajo por la estrecha escalera de piedra que llevaba a las mazmorras.

— ¡Adentro! —gruñó, abriendo una puerta que se encontraba a mitad del frío corredor, y señalando su interior.

Entramos temblando en el despacho de Snape. Los sombríos muros estaban cubiertos por estantes con grandes tarros de cristal, dentro de los cuales flotaban cosas verdaderamente asquerosas, cuyo nombre en aquel momento no me interesaba en absoluto. La chimenea estaba apagada y vacía. Snape cerró la puerta y se volvió hacia nosotros

—Así que —dijo con voz melosa— el tren no es un medio de transporte digno para la famosa Alyssa Potter y su fiel compañero Weasley. Querían hacer una llegada a lo grande, ¿eh, muchachos?

—No, señor—me atreví a decir— fue la barrera en la estación de Kings Cross lo que...

— ¡Silencio! —interrumpió Snape con frialdad—. ¿Qué han hecho con el coche?

Ron y yo tragamos saliva. No era la primera vez que me daba la impresión de que Snape era capaz de leer el pensamiento. Pero enseguida comprendí, cuando Snape desplegó un ejemplar de El Profeta Vespertino de aquel mismo día.

—Los han visto —nos gruñó enfadado, enseñándonos el titular:

«MUGGLES» DESCONCERTADOS

POR UN FORD ANGLIA VOLADOR

Y comenzó a leer en voz alta:

—«En Londres, dos muggles están convencidos de haber visto un coche viejo sobrevolando la torre del edificio de Correos (...) al mediodía en Norfolk, la señora Hetty Bayliss, al tender la ropa (...) y el señor Angus Fleet, de Peebles, informaron a la policía, etcétera.» En total, seis o siete muggles. Tengo entendido que tu padre trabaja en el Departamento Contra el Uso Incorrecto de los Objetos Muggles —agregó, mirando a Ron y sonriendo de manera aún más desagradable—. Vaya, vaya..., su propio hijo...

Sentí como si una de las ramas más grandes del árbol furioso me acabara de golpear en el estómago. Si alguien averiguara que el señor Weasley había encantado el coche... No se me había ocurrido pensar en eso...

—He percibido, en mi examen del parque, que un ejemplar muy valioso de sauce boxeador parece haber sufrido daños considerables —prosiguió Snape.

—Ese árbol nos ha hecho más daño a nosotros que nosotros a... —se le escapó a Ron.

— ¡Silencio! —Interrumpió de nuevo Snape—. Por desgracia, ustedes no pertenecen a mi casa, y la decisión de expulsarlos no me corresponde a mí. Voy a buscar a las personas a quienes compete esa grata decisión. Esperen aquí.

Ron y yo nos miramos, palideciendo. Ya no sentía hambre, sino un tremendo mareo. Traté de no mirar hacia el estante que había detrás del escritorio de Snape, donde en un gran tarro con líquido verde flotaba una cosa muy larga y delgada. Si Snape había ido en busca de la profesora McGonagall, jefa de la casa Gryffindor, nuestra situación no iba a mejorar mucho. Ella podía ser mejor que Snape, pero era muy estricta.

Diez minutos después, Snape volvió, y se confirmó que era la profesora McGonagall quien lo acompañaba. Había visto en varias ocasiones a la profesora McGonagall enfadada, pero, o bien había olvidado lo tensos que podía poner los labios, o es que nunca la había visto tan enfadada. Ella levantó su varita al entrar. Ron y yo nos estremecimos, pero ella simplemente apuntaba hacia la chimenea, donde las llamas empezaron a brotar al instante.

—Siéntense —ordenó ella, y los dos nos retiramos a las sillas que había al lado del fuego—. Explíquense —añadió. Sus gafas brillaban inquietantemente.

Ron comenzó a narrar toda la historia, empezando por la barrera de la estación, que no nos había dejado pasar.

—... así que no teníamos otra opción, profesora, no pudimos arribar el tren.

— ¿Y por qué no enviaron una carta por medio de una lechuza? Imagino que tienen alguna lechuza —me dijo fríamente la profesora McGonagall.

Esbocé una sonrisa avergonzada. Ahora que la profesora lo mencionaba, parecía obvio que aquello era lo que teníamos que haber hecho.

—No-no lo pensé...

—Eso —observó la profesora McGonagall— es evidente.

Llamaron a la puerta del despacho y Snape la abrió, más contento que unas pascuas. Era el director, el profesor Dumbledore.

Tenía todo el cuerpo agarrotado. La expresión de Dumbledore era de una severidad inusitada. Nos miró de tal forma debajo de su gran nariz aguileña, que en aquel momento habría preferido estar con Ron recibiendo los golpes del sauce boxeador.

Hubo un prolongado silencio, tras el cual Dumbledore dijo:

—Por favor, explíquenme por qué lo han hecho.

Habría sido preferible que hubiera gritado. A mi me pareció horrible el tono decepcionado que había en su voz. No sabía por qué, pero no podía mirar a Dumbledore a los ojos, y hablé con la mirada clavada en mis rodillas. Se lo conté todo a Dumbledore, salvo lo de que el señor Weasley era el propietario del coche encantado, simulando que Ron y yo nos habíamos encontrado un coche volador a la salida de la estación. Supuse que Dumbledore nos interrogaría inmediatamente al respecto, pero Dumbledore no preguntó nada sobre el coche. De seguro dedujo que era una mentira aquella parte. Cuando acabé, el director simplemente siguió mirándonos a través de sus gafas.

—Iremos a recoger nuestras cosas —dijo Ron en un tono de voz desesperado.

— ¿Qué quieres decir, Weasley? —bramó la profesora McGonagall.

—Bueno, nos van a expulsar, ¿no? —murmuré cabizbaja.

Miré a Dumbledore.

—Hoy no, señorita Potter —respondió Dumbledore—. Pero quiero dejar claro que lo que han hecho es muy grave. Esta noche escribiré a sus familias. He de advertirles también que, si vuelven a hacer algo parecido, no tendré más remedio que expulsarlos.

Por la expresión de Snape, parecía como si sólo se hubieran suprimido las Navidades. Se aclaró la garganta y dijo:

—Profesor Dumbledore, estos niños han transgredido el decreto para la restricción de la magia en menores de edad, han causado daños graves a un árbol muy antiguo y valioso... Creo que actos de esta naturaleza...

—Corresponderá a la profesora McGonagall imponer el castigo a estos muchachos, Severus —dijo Dumbledore con tranquilidad—. Pertenecen a su casa y están por tanto bajo su responsabilidad. —Se volvió hacia la profesora McGonagall—. Tengo que regresar al banquete, Minerva, he de comunicarles unas cuantas cosas. Vamos, Severus, hay una tarta de crema que tiene muy buena pinta y quiero probarla.

Al salir del despacho, Snape nos dirigió una mirada envenenada. Nos quedamos con la profesora McGonagall, que todavía nos miraba como un águila enfurecida.

—Lo mejor será que vayas a la enfermería, Weasley, estás sangrando.

—No es nada —repuso Ron, frotándose enseguida con la manga la herida que tenía en la ceja—. Profesora, quisiéramos ver la selección de mi hermano y el de la hermana de Hermione.

—La Ceremonia de Selección ya ha concluido —dijo la profesora McGonagall—. Tu hermano también en Gryffindor, mientras que la señorita Granger fue elegida en Hufflepuff.

— ¡Genial ! —exclamé emocionada, pero me callé al ver la expresión de la profesora.

—Y hablando de Gryffindor... —empezó a decir severamente la profesora McGonagall.

Pero la interrumpí.

—Profesora, cuando nosotros tomamos el coche, el curso aún no había comenzado, así que técnicamente Gryffindor no habría que quitarle puntos, ¿no? —comenté, mirándola con temor.

La profesora McGonagall me dirigió una mirada penetrante, pero estaba segura de que había estado a punto de sonreír. Tenía los labios menos tensos, eso era evidente.

—No quitaremos puntos a Gryffindor —suspiró ella, y me sentí muy aliviada—. Pero ustedes, par de irresponsables, serán castigados.

Eso era menos malo de lo que me había temido. En cuanto a que Dumbledore escribiera a los Dursley, me daba lo mismo. Sabía perfectamente que los Dursley lamentarían que el sauce boxeador no me hubiera matado.

Pobre de tío Vernon, hubiera sido un excelente regalo de navidad para él enterarse que había resultado lastimada por un sauce boxeador.

La profesora McGonagall volvió a levantar su varita y apuntó con ella al escritorio de Snape. Sonó un ¡plop! y apareció un gran plato de emparedados, dos copas de plata y una jarra de zumo frío de calabaza.

—Comerán aquí y luego se irán directamente al dormitorio —indicó—. Yo también tengo que volver al banquete.

Cuando la puerta se cerró detrás de ella, Ron profirió un silbido bajo y prolongado.

—Creí que no nos salvábamos —dijo, agarrando un emparedado.

—Y yo también —contesté, haciendo lo mismo.

—Pero ¿cómo es posible que tengamos tan mala suerte? —preguntó Ron con la boca llena de jamón y pollo—. Fred y George deben de haber volado en ese coche cinco o seis veces y nunca los ha visto ningún muggle. —Tragó y volvió a dar otro bocado—. ¿Y por qué no pudimos atravesar la barrera?

Me encogí de hombros, masticando lentamente.

—Estoy empezando a creer esto no es una coincidencia—comenté pensativamente—Tendremos que andarnos con mucho cuidado de ahora en adelante — tomé un refrescante trago de zumo de calabaza—. Si al menos hubiéramos podido subir al banquete. Quería ver la selección de Gideon y Daisy.

—Ella no quería que hiciéramos ningún alarde —razonó Ron inteligentemente—. No quiere que nadie llegue a pensar que está bien eso de llegar volando en un coche.

Cuando comimos todos los emparedados que podíamos (en el plato iban apareciendo más, conforme los engullíamos), nos levantamos y salimos del despacho, y tomamos el camino que llevaba a la torre de Gryffindor. El castillo estaba en calma, parecía que el banquete había concluido. Pasamos por delante de retratos parlantes y armaduras que chirriaban, y subimos por las escaleras de piedra hasta que llegamos finalmente al corredor donde, oculta detrás de una pintura al óleo que representaba a una mujer gorda vestida con un vestido de seda rosa, estaba la entrada secreta a la torre de Gryffindor.

—La contraseña —exigió ella, al vernos acercarnos.

—Esto...

No conocíamos la contraseña del nuevo curso, porque aún no habíamos visto a ningún prefecto, pero casi al instante nos llegó la ayuda; detrás de nosotros oímos unos pasos veloces y al volvernos vimos a Hermione que corría a ayudarnos.

— ¡Están aquí! ¿Dónde se habían metido? Corren los rumores más absurdos... Alguien decía que los habían expulsado por haber tenido un accidente con un coche volador.

—Bueno, no nos han expulsado —le garanticé—Aún.

— ¿Quieres decir que han venido hasta aquí volando? —preguntó Hermione, en un tono de voz casi tan duro como el de la profesora McGonagall—¿En qué estaban pensando?

—Ahórrate el sermón —dijo Ron impaciente— y dinos cuál es la nueva contraseña.

—Es «somormujo» —respondió Hermione deprisa—, pero ésa no es la cuestión...

No pudo terminar lo que estaba diciendo, sin embargo, porque el retrato de la señora gorda se abrió y se oyó una repentina salva de aplausos. Al parecer, en la casa de Gryffindor todos estaban despiertos y abarrotaban la sala circular común, de pie sobre las mesas revueltas y las mullidas butacas, esperando a que nosotros llegáramos. Unos cuantos brazos aparecieron por el hueco de la puerta secreta para tirar de Ron y de mí hacia dentro, y Hermione entró detrás.

— ¡Formidable! —gritó Lee Jordan—. ¡Soberbio! ¡Qué llegada! Han volado en un coche hasta el sauce boxeador. ¡La gente hablará de esta proeza durante años!

— ¡Bravo! —nos felicitó un estudiante de quinto curso con quien no había hablado nunca.

Alguien me daba palmadas en la espalda como si acabara de ganar una maratón. Fred y George se abrieron camino hasta la primera fila de la multitud y dijeron al mismo tiempo:

— ¿Por qué no nos llamaron?

Ron estaba azorado y yo me encogí de hombros mientras sonreía sin saber qué decir. En el fondo, alguien captó mi atención y definitivamente no estaba contento. Will nos miraba ceñudo mientras negaba con la cabeza.

Al otro lado de la multitud de emocionados estudiantes de primero, vi a Percy que trataba de acercarse para reñirnos. Le di un codazo a Ron y señalé a Percy con la cabeza. Inmediatamente, Ron entendió lo que le quería decir.

—Tenemos que subir..., estamos algo cansados —les dije a los demás. Mis amigos y yo nos abrimos paso hacia la puerta que había al otro lado de la estancia, que daba a una escalera de caracol y a los dormitorios.

—Lo que me espera con Will y Percy—resopló disgustado Ron—Y aún peor, el regaño de mi mamá.

—Es lo menos que mereces—murmuró Hermione con mal humor.

Ron rodó los ojos.

—No hay que preocuparnos de eso por ahora—lo animé mientras recibía una mirada de indignación de Hermione—Actuamos mal, pero debes de admitir que fue emocionante.

Hermione apretó los labios como la profesora McGonagall.

—Jamás admitiría algo así—espetó levantando la barbilla.

—Buenas noches —dijo Ron, dirigiéndose a su dormitorio.

—Buenas noches.

Cuando Ron se fue, me volví hacia Hermione.

—Por favor, Hermione, ahora no—supliqué antes de que me pudiera reñir—Sé que fue algo estúpido, estábamos desesperados y estoy segura de que esto nos traerá consecuencias, no es necesario que me lo digas.

Hermione no dijo nada, pero aun lucía enojada y me dio la espalda dirigiéndose hacia el dormitorio. La seguí.

Subimos deprisa, derechas hasta el final, hasta la puerta de nuestro antiguo dormitorio, que ahora lucía un letrero que indicaba «Segundo curso». Penetramos en la estancia que ya conocíamos; tenía forma circular, con sus cuatro camas adoseladas con terciopelo rojo y sus ventanas elevadas y estrechas. Nos habían subido los baúles y los habían dejado a los pies de nuestras camas respectivas.

—¿Cómo le fue a Daisy? —le pregunté a mi amiga como una muestra de paz y arrepentimiento.

—Está muy feliz con su casa—murmuró—Pero ahora tiene una percepción distorsionada de lo bueno y lo malo. Ella te admira y te ve como un ejemplo a seguir.

Le sonreí a Hermione con una expresión de culpabilidad.

—Sé que no tendría que haber disfrutado de este recibimiento, pero la verdad es que...

La puerta del dormitorio se abrió y entraron las demás chicas del segundo curso de la casa Gryffindor: Lavender Brown y Parvati Patil.

— ¡Eso fue genial! —dijo Lavender sonriendo.

— ¡Súper genial! —exclamó Parvati.

Hermione no pudo evitarlo. Ella también sonrió.

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