Isabel había invitado a desayunar a sus hermanas a Águila Calva. Colocó una manta con dulces y pasteles para disfrutar mientras observaban a los muchachos que estaban jugando al pato en los jardines. Isabel no entendía el atractivo de ese deporte tan brusco y se llevaba la mano a la boca cada vez que alguno estaba a punto de caerse del caballo.
—¡Así se hace! —le gritó Amanda a su marido cuando se acercó a Esteban y tomó con rudeza una de las cuatro manijas de la bolsa de cuero que contenía dentro un pato muerto.
Los muchachos tironeaban entre ellos y se balanceaban inestables sobre los lomos de sus caballos hasta que Pablo logró quedarse con la bolsa. Cuando la arrojó por un aro de metal, Amanda comenzó a vitorear su logro. Solo se detuvo cuando se reanudó el partido.
Aquel deporte sacaba la parte más salvaje de los hombres. Roberto y Pablo no dejaban de insultarse e Isabel esperaba que las rivalidades no acabaran en una pelea de verdad. Diego, por su parte, cabalgaba de un lado a otro del terreno, pero no parecía tener mucho interés en lastimarse solo por participar del juego.
—Es injusto que no me hayan dejado jugar. Estoy segura de que podría hacerlo mejor que ellos y Diego ni siquiera quiere estar ahí —protestó Amanda.
—¡Se ve peligroso! No es un juego para mujeres —dijo Sofía disfrutando de una porción de pastel de limón que ella misma había preparado.
—Roberto insiste en que si juegas bien, las posibilidades de caerte del caballo son muy bajas, pero que ni sueñe en que lo dejaré enseñarle a jugar al pato a Manuelito cuando crezca —aseguró Isabel.
—Parece divertido, pero Pablo va a perder si Diego sigue jugando así. Los Páez son buenos jinetes—comentó Amanda.
Roberto y Esteban ganaron el juego y si bien Isabel había temido que su esposo y Pablo se pelearan, por fortuna las rivalidades no trascendieron los límites del juego. Cuando el sol llegó al punto más alto, los cuatro hombres guardaron los caballos en los establos. Al regresar se veían sudorosos y adoloridos.
Diego tenía menos rasguños y golpes que sus compañeros, pero estaba sediento y acalorado. Cogió un vaso de agua y no dejó de beber hasta terminarlo. Esteban se dejó caer exhausto y aceptó una galleta casera que Isabel le ofrecía.
—¡Deja eso! Ya mismo iré a preparar el asado —lo reprendió su hermano mayor que después de beber un poco de agua fresca se fue a encender el fuego.
Pablo vertió un poco de agua en su cabello con la jarra y luego se sentó junto a su esposa. Besó a Amanda en la mejilla y dijo:
—La próxima vez haré equipo contigo y aplastaremos a los Páez.
—¿Quién dijo que yo quiero hacer equipo contigo? Quizás Diego y yo seamos los que aplastemos a los Páez —dijo Amanda y le sacó la lengua a Pablo.
—Nadie puede contra nosotros. Aunque quizás me retire invicto, me duele cada músculo del cuerpo —replicó Esteban desde el suelo y se comió otra galleta que Isabel le ofrecía.
—No me gustó el juego, prefiero jugar al Truco —confesó Diego.
—Eso es porque ni siquiera te molestaste en empezar a jugar —se burló Pablo, mientras que Amanda y Esteban rieron.
Conversaron y bromearon hasta que Roberto terminó de preparar la carne y los llamó a almorzar.
—Adelántense. En cuando pueda moverme iré —dijo Esteban.
—¡Ay, cuñado! —exclamó Isabel y le tendió la mano para que pudiera levantarse.
Habían colocado la mesa en el exterior para disfrutar del estupendo día. Los sirvientes llevaron vino y ensaladas, pero fue Roberto quien se encargó de cortar y servir la carne que preparó a las brasas. Se veía deliciosa y todos aplaudieron al hombre antes de comenzar a comer.
—¿Estás bien? —le preguntó Roberto a su hermano dándole una fuerte palmada en la espalda.
El muchacho hizo una mueca de dolor y respondió:
—Mejor que nunca.
—La próxima vez tú y tu hermano no lo tendrán tan fácil —advirtió Pablo.
—Ya te dije que nadie le gana a los Páez. Quizás tengas una oportunidad jugando contra Manuelito, pero solo porque él es muy pequeño para entender el juego —replicó Esteban y todos rieron.
—¿Ya se enteraron de lo de Ana Bustamante? —preguntó Sofía y continuó hablando sin esperar a que alguien le respondiera—. Dicen que utilizó el dinero que su esposo le heredó para mudarse a la ciudad.
—Sí, lo supe. Creo que fue lo mejor. No tenía sentido que siguiera viviendo con sus hijastros. Me contó Mariano que su hermana menor y Ana peleaban todos los días. Desde que se marchó por fin la familia tiene algo de sosiego —comentó Esteban.
—Yo supe que el padre de Magdalena de Toledo y Rojas, aceptó su compromiso con Simón —comentó Isabel que no quería quedar al margen de la conversación.
Amanda observó a Pablo con cautela. Resultaba evidente que quería evaluar la reacción de su marido al enterarse de que la joven a la que había cortejado antes que a ella se iba a casar con un simple secretario. El criollo pareció notarlo porque alzó su copa y agregó:
—Me alegra mucho saberlo. Espero que sean muy felices juntos.
Su esposa sonrió complacida y alzó su copa, seguida por el resto de los presentes. Después de brindar, Pablo le dio un tierno beso en los labios. Amanda correspondió apenas sonrojada. Isabel se alegraba de que su hermana fuera feliz y de que se hubiera reconciliado con los miembros de la familia. Le encantaba participar de ese tipo de reuniones familiares en las que podían intercambiar información de lo que sucedía en el pueblo. En especial ahora que Manuelito se había acostumbrado a quedarse a solas con Dionisia y ya casi no lloraba cuando ella se alejaba por unas horas.
Era una pena que su madre no hubiera podido asistir. Doña Catalina había partido al alba para acompañar a la ciudad a la viuda de Hidalgo y no regresaría hasta el anochecer.
Cuando terminaron de comer y de compartir novedades. Esteban dijo:
—Con su permiso, ahora iré a morir sobre mi cama. Quiero decir... a dormir sobre mi cama.
Pablo y Roberto rieron.
—Entonces, si armamos otro partido de pato yo entraré en su lugar —sugirió Amanda.
Diego y Roberto intercambiaron una mirada que reflejaba que no tenían planes de volver a jugar y mucho menos con la joven. Isabel no pudo evitar sentir algo de pena por su hermana.
—Estamos cansados, comimos mucho y nos duele demasiado todo el cuerpo como para sobrevivir a otro juego como el que tuvimos —explicó Pablo.
Amanda bajó la vista decepcionada y el muchacho se apresuró a agregar:
—Mañana podemos jugar en casa nosotros. Dame una noche de descanso para sobreponerme.
—Está bien, pero si te gano tendrás que posar para el cuadro del que te hablé —dijo ella y por algún motivo Pablo se sonrojó.
—Acepto, pero si yo gano... —comenzó a decir y terminó la frase en el oído de Amanda.
La pareja reparó en que todos los miraban. Incluso Esteban se había quedado escuchando de pie junto a su silla en vez de irse a descansar.
—Todo estaba delicioso —dijo Pablo intentando disimular su nerviosismo.
—Sí, la verdad es que sí. Fue un almuerzo estupendo —confirmó Amanda avergonzada.
Si bien a Isabel no le agradaba del todo el criollo, se alegraba de que por lo menos hiciera feliz a su hermana.