VILLANCICO BLUES - cuento de...

By Juan-Nadie

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En estas fechas tan… tan…, bueno tan eso que ya todos sabemos... En estos días que se nos echan encima, nos a... More

Primera parte: tierras próximas a Judea, invierno del año 1
Epílogo: Nueva York, amanecer del 22 de diciembre de 2014

Segunda parte: Nueva York, madrugada del 22 de diciembre de 2014

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By Juan-Nadie

Melchor, Gaspar y Baltasar se encontraban sentados en el interior de una vieja furgoneta Volkswagen tipo cámper, de color azul oscuro y matrícula de New Jersey, en el aparcamiento subterráneo del gran centro comercial Manhattan Mall en la esquina de la Sexta Avenida con la Calle 33. En este viaje no trajeron los camellos; los jorobados animales habrían sido demasiado conspicuos en las calles de la gran manzana.

Eran las dos y diez de la mañana. Los tres hombres mostraban un rostro ceñudo y preocupado. Hablaban en voz baja. Como casi siempre, era Melchor el que llevaba el peso de la conversación.

—¡Bien! Éste es el lugar. Según los últimos informes, el maldito Gordo Rojo vendrá esta noche al Manhattan Mall para hacer un muestreo de las últimas tendencias en juguetes y regalos. Estará solo y, como lleva el trineo vacío, sólo traerá a esa mala bestia de Rudolf con él.

—Espero que los informes sean fiables —dijo Gaspar.

—Lo son, tenlo por seguro. Nuestra fuente ya nos ha demostrado otras veces su fiabilidad. Además, ya sabemos de años anteriores que unos días antes de Navidad, el detestable gordo hace un reconocimiento de los grandes centros comerciales en varias ciudades importantes del mundo occidental, para estar al tanto del último grito en todos aquellos artículos que se puedan considerar a efectos de regalo, sobre todo los referentes a las secciones infantiles –respondió Melchor.

—Es muy listo —comentó Baltasar.

—Sí. El muy cabrón siempre ha estado un paso por delante de nosotros en cuanto a estrategias de marketing. Más de la mitad de su ejército de bendegums, esos aborrecibles duendecillos, se dedican exclusivamente a hacer estudios de mercado y proyecciones de ventas. Ese es uno de los factores que han hecho que, en los últimos cincuenta años hayamos perdido terreno frente a él de una manera constante. Cada vez son más las personas, sobre todo los niños, que les piden sus regalos a Santa Claus, y no a los Tres Reyes Mayos. Pero eso se acabó. Este año va a ser el último que el rojo panzón nos haga la puñeta. Vamos a acabar con él de una vez por todas. Nuestra espía entre los bendegums nos pasó la información hace dos días. Esta noche, el maldito pagano del norte vendrá aquí, y nosotros le estaremos esperando —dijo Melchor con una cruel sonrisa en el semblante.

Los últimos años habían sido tiempos duros para los tres magos. Ellos fueron los primeros en llegar al lugar de la profecía y entregar sus regalos. Cuando el hombre del norte se percató del engaño sufrido a manos de los tres sabios, era ya demasiado tarde. Nunca llegó a tiempo. Sin embargo, eso no había supuesto la desaparición de Nicolás. El astuto norteño se las ingenió para mantenerse en la memoria de los hombres. Al principio, sólo en su Escandinavia natal, pero luego incrementó su proyección a la mayor parte de los países del norte de Europa y a toda Norteamérica.

Los tres magos, por el contrario, mantuvieron su preeminencia en los países de la cuenca mediterránea, sobre todo gracias a la acción proselitista de la Iglesia Católica, de cuya mitología formaban una parte indivisible. Con el descubrimiento de América y la colonización española de todo el continente sur, el área de influencia de los magos se incrementó de manera notable. Eran millones los que, cada Navidad, pedían sus regalos a los Reyes Magos, sobre todo los niños, entre los que se había difundido la entrañable leyenda de dejar, la noche del 5 de enero, leche y dulces para obsequiar a los dignos visitantes, así como paja para sus camellos, que se suponía era su medio de transporte habitual.

Fueron buenos tiempos para los tres sabios.

Sin embargo, la Reforma supuso un golpe de suerte para Nicolás. Gracias al cisma protestante, el hombre de rojo vio la oportunidad de infiltrarse en las tradiciones de los países del norte europeo, sobre todo los de cultura anglosajona, protegido así de la influencia y el peso de Roma. La Contrarreforma tuvo como una de sus prioridades el acabar, o al menos disminuir, la influencia de Papá Noel en la cristiandad, pero fue un esfuerzo demasiado débil, demasiado tarde. Nicolás supo aprovechar su oportunidad, y la figura de Santa Claus estaba en la actualidad arraigada con firmeza en las costumbres de miles de personas. La colonización británica de Norteamérica y, con el paso del tiempo, el hecho de que los Estados Unidos se convirtieran en una de las potencias mundiales, exportando sus modo de vida y costumbres a todo el planeta, amplió aún más la importancia e influencia del hombre de rojo. Papá Noel se convirtió en la figura navideña por antonomasia en casi todo el mundo. El hombre de oronda panza y rojo vestido aparecía en carteles publicitarios, postales, televisión y cine. Eran incontables las personas que se disfrazaban con sus vestiduras cada Navidad. Por el contrario, los Tres Reyes Magos se vieron obligados a contemplar con impotencia como sus dominios se reducían casi exclusivamente a una parte del mundo católico de origen hispano.

—Lo peor fue cuando, a mediados del siglo xvii al maldito gordinflón se le ocurrió hacer el reparto de los regalos la noche del 24 de diciembre, en vez del 5 de enero —comentó Gaspar con voz sombría.

—Ese fue el golpe más duro. Hay que reconocer que el Gordo Rojo es astuto y maquiavélico. Con la excusa de que el nacimiento se celebra el día 25 de diciembre, se le ocurrió que los regalos debían darse la noche anterior, y todo el mundo aceptó la idea con entusiasmo. ¡Por supuesto! Quien no va a querer sus regalos antes. Pero eso es una maldita herejía. Nosotros llegamos al lugar de la profecía la noche del 5 de enero. Fue esa noche cuando entregamos nuestros regalos, y desde hace más de dos mil años la Epifanía se celebra en esa fecha. Nosotros fuimos los primeros, no ese maldito pagano, hipócrita y artero —dijo Melchor con la voz y el rostro ensombrecidos por la amargura.

—Desde entonces son cada vez más los niños que piden y reciben sus regalos el día de Navidad —apuntó Baltasar con tristeza—. Los que recibían sus regalos en enero se quejaban de que los otros niños tenían todas las festividades para disfrutar de sus regalos, mientras que ellos los recibían cuando la Navidad estaba a punto de acabar. Cada año es mayor el número de ellos que invoca a Papá Noel, y nosotros pasamos cada vez más, lenta pero inexorablemente, al olvido.

—Por eso estamos aquí esta noche. Para poner fin a esta tropelía, a este sinsentido. ¡Esta noche acabaremos con ese maldito hereje! —exclamó Melchor con rabia.

Los tres hombres asintieron con seriedad. Durante unos minutos, permanecieron en silencio.

—Es la hora —dijo Melchor tras mirar su lujoso reloj de muñeca—. Nuestra confidente nos informó que el gordo llegaría aquí entre las dos y las dos y media. Ya sabéis lo que hay que hacer.

—¿Por qué tengo yo que encargarme de Rudolf? ¿Por qué no podemos enfrentarnos los tres a Nicolás? —preguntó Baltasar.

—Baltasar, maldita sea. Hemos discutido esto cientos de veces. El maldigo Gordo Rojo no va a ninguna parte sin esa mala bestia. Ese endemoniado animal no es un reno normal, es más bien su perro guardián. Es terriblemente agresivo y sangriento, y casi tan astuto como el gordinflón. Ha sabido mantenerse como jefe de la manada de renos durante todos estos siglos, y no lo ha conseguido gracias a su diplomacia. Recuerda que hemos recibido informes de que incluso llega a comer carne. La carne de aquellos desdichados renos que se atreven a cuestionar su liderazgo. Si nos enfrentamos los tres con Nicolás, tendríamos a Rudolf a nuestras espaldas, y eso podría costarnos muy caro.

—¡Está bien, está bien! Yo me encargaré de ese perro sarnoso —dijo Baltasar con resignación.

Los tres hombres salieron de la furgoneta y, como sombras furtivas en la noche, se adentraron en los pasillos del centro comercial.

Como era habitual en los movimientos de Santa Claus, al menos según los informes que los magos recibían gracias a su servicio de inteligencia, el trineo con Rudolf estaría en la azotea. Baltasar cogió el ascensor en la planta baja del enorme edificio y pulsó el último botón. Como arma, llevaba una magnífica ballesta de repetición de manufactura artesanal. Estaba hecha con madera de roble endurecida al fuego, y era capaz de disparar cuatro potentes y certeras saetas ante de ser recargaba. También llevaba varias flechas de repuesto en un carcaj colgado a la espalda y un largo cuchillo de doble filo encajado en la caña de la bota. No esperaba tener que usar el cuchillo, pero nunca se sabe cuando una buena hoja puede ser necesaria. Baltasar era un romántico, y a diferencia de sus compañeros, que habían elegido armas más acordes con los tiempos, él prefería las armas blancas. Consideraba que eran más dignas y honorables que pistolas y rifles. Y esta noche usaría su preciosa ballesta para acabar con esa maldita bestia de Rudolf, al que aborrecía desde aquella lejana noche en Judea en que el reno le había enseñado los dientes.

Baltasar salió a la terraza del centro comercial con la ballesta cargada en la mano. El frío de la noche le golpeó la cara, pero él se mantuvo indiferente.

Miró a derecha e izquierda, pero la azotea estaba vacía. Imaginó que el trineo se encontraría al otro lado de la entrada. Se movió despacio alrededor de la pared y miró con cautela. Allí estaba. A pocos metros de unos paneles metálicos que constituían los respiraderos del sistema de ventilación del edificio, pudo ver asomar la parte trasera del vehículo.

Con sigilo, encorvó su larguirucho cuerpo y se desplazó a lo largo de los paneles con la idea de sorprender al maldito reno por la retaguardia. Sus pasos dejaron grandes huellas en la delgada capa de nieve que había caído durante el día. Cuando llegó al trineo, asomó la cabeza con cuidado. No podía ver la delantera del vehículo, donde Rudolf estaría enganchado, esperando a su amo. Dio un salto, la ballesta en ristre, dispuesto a ensartar a la maldita bestia.

Pero el trineo estaba vació. No había ningún reno sujeto a las barras de enganche del carruaje.

Algo marcha mal, pensó Baltasar.

Una sombra oscura se lanzó sobre él desde lo alto de los paneles de ventilación. Tan sólo pudo ver con el rabillo del ojo una mancha rojiza antes de sentir un agudo y terrible dolor en el antebrazo derecho. Rudolf se le había abalanzado y le mordía con saña. Hombre y bestia cayeron al suelo. La fuerza de la envestida mandó la ballesta a varios metros de Baltasar, que lanzó un grito de dolor.

El maldito animal ha debido olerme u oírme cuando me aproximaba, y se ha desenganchado del trineo, se dijo Baltasar. Pero como un reno pudo haber hecho tal cosa, escapaba al entendimiento del desdichado mago.

Con un extremo esfuerzo, Baltasar consiguió extraer el cuchillo de su bota con la mano izquierda. Con todas sus fuerzas asestó dos rápidas puñaladas en el costado derecho del furioso animal. Pero éste no soltó su presa y siguió mordiendo y gruñendo con furia. El dolor en el brazo era insufrible. Baltasar temió por un momento perder la conciencia. El peso de Rudolf lo aplastaba contra el suelo. El reno le pateaba el pecho con fuerza e intentaba alcanzarle la cara con sus duras pezuñas. La sangre manaba en abundancia del brazo del mago, manchando de rojo la manga de la exquisita túnica bordada en plata y verde.

Con un rápido movimiento, Baltasar hundió el cuchillo hasta la empuñadura en el ojo derecho de Rudolf. El animal soltó su presa y reculó unos pasos. Dejó escapar un terrible rugido de dolor. Baltasar se levantó con rapidez. Sofocó un gemido de dolor entre los apretados dientes. Se sujetó el brazo con la mano izquierda y lo miró por un instante. El maldito reno se lo había destrozado. Podía incluso ver el blanco del hueso a través de los desgarrados tejidos del antebrazo.

—¡Voy a acabar contigo, hijo de una ramera cornuda! —le espetó al reno con odio.

Rudolf bufó con furia. Su ojo sano miraba con fiereza al mago. El otro era una masa sanguinolenta que colgaba de la órbita. Durante unos segundos, los dos enemigos se miraron el uno al otro en silencio. El odio y la rabia brillaban en sus pupilas. Gotas de espesa sangre roja manaban de las heridas y manchaban de rojo la nieve del suelo.

Ninguno de los dos se apercibió de la figura por completo vestida de negro que, en completo silencio, salió a la azotea por la misma puerta que había utilizado Baltasar.

Casi al unísono, Baltasar y Rudolf se lanzaron el uno contra el otro. El hombre gritaba, el animal rugía. El reno agachó las astas como un toro salvaje y se abalanzó sobre su contrincante. La envestida fue brutal. Un reno macho puede alcanzar un peso de trescientos kilos, lo que es mucho más de lo que pesaba nuestro flaco y escuálido sabio. La cornada mandó a Baltasar por encima de la pared de la azotea. En tan sólo unos segundos, el mago bajó los trece pisos del Manhattan Mall. Su cuerpo se estrelló con un ruido sordo en la acera de la Calle 33. Una aureola roja se extendió con lentitud sobre la pisoteada nieve de la calle.

Resoplando con fuerza y manteniéndose sobre sus patas con esfuerzo, Rudolf se dirigió al solitario trineo. Levantó los belfos y mostró los agudos dientes en una macabra sonrisa de triunfo. Un rastro de perlas carmesíes se dibujó en la nieve.

Entonces vio a la figura de negro a unos metros delante de él. La cabeza estaba cubierta por una especie de turbante anudado, también negro, que dejaba asomar los ojos del individuo a través de una estrecha rendija. El intruso sostenía en sus manos la ballesta de Baltasar. Estaba cargada y apuntaba directamente al reno.

Rudolf gruñó desafiante.

La figura de negro apretó el gatillo. La estilizada flecha con punta de acero se clavó con un suave y apagado ruido en la frente del reno, justo entre sus astas. Rudolf se desplomó al instante como una muñeca rota. Estaba muerto.

El intruso tiró con desprecio la ballesta al suelo. De su bolsillo sacó un teléfono móvil. Pulsó el botón uno de marcación rápida. Antes de acabar el primer toque, alguien respondió al otro lado de la línea.

—Todo va según lo previsto —dijo con una voz suave y claramente femenina—. El negro ha tenido una mala experiencia de vuelo desde la azotea, y yo he logrado acabar con el perro cornudo. Te mantendré informado.

La figura de negro guardó el teléfono y con el mismo silencio, se adentró en las amplias galerías de cristal del edificio.

Gaspar y Melchor se desplazaban en silencio entre las silenciosas tiendas y los apagados escaparates del Manhattan Mall. Gaspar llevaba una Smith&Wesson semiautomática, con una capacidad para ocho balas de 9mm, y un alcance efectivo de 50 metros. Melchor llevaba, una en cada mano, dos Walter P–22 Target de cañón extra largo de 127mm, calibre .45 y cargador con capacidad para diez tiros. Quería estar seguro de tener suficiente munición para acabar con el odioso gordinflón.

Los dos magos doblaron con cautela la esquina de uno de los pasillos del enorme edificio comercial.

—¿Dónde demonios está ese miserable norteño? —preguntó Gaspar en voz baja.

—Debe estar en alguna de las otras plantas del centro. Vamos a tener que inspeccionarlas de una en una. Subamos por las escaleras, no quiero que nos oiga si utilizamos el ascensor. No se imagina que estamos aquí, pero aun así no quiero darle ninguna oportunidad para que escape —replicó Melchor.

—¿No nos encontraremos a alguno de los guardias de seguridad?

—No te preocupes. Aquí no hay guardias durante la noche. La seguridad la controlan a través del circuito interno de cámaras de televisión.

—Entonces podrán vernos —dijo Gaspar con alarma.

—Si, por supuesto. Pero trata de explicarle a la policía que has visto a los Tres Reyes Magos, armados con pistolas, asaltando de madrugada un centro comercial —replicó Melchor con sorna.

Gaspar le devolvió una sonrisa de complicidad.

Caminaron despacio por la tercera planta del edificio, donde se encontraban la mayoría de las jugueterías y tiendas de artículos infantiles.

—Ese cabrón debería de andar por aquí —comentó Melchor—. A fin de cuentas esta es la sección que más le interesa. Espero que no…

El tableteo de una ametralladora retumbó en el silencio de las galerías. Los escaparates detrás de Melchor y Gaspar estallaron en miles de fragmentos de cristal que cayeron al suelo con una extraña musicalidad.

—¡A cubierto! —gritó Melchor—. ¡Corre!

Melchor levantó la mano y disparó tres rápidos disparos sobre el escaparate de una tienda de ropa y accesorios para embarazadas. El cristal se hizo añicos. Los dos magos se lanzaron al interior de la tienda y se parapetaron detrás del mostrador.

—¡Un subfusil! ¡El maldito tiene un subfusil ametralladora! —exclamó con rabia Melchor—. Por poco nos deja fritos el hijo de mala madre. ¿Te das cuenta, Gaspar? El Gordo Rojo va armado y nos ha sorprendido. Eso quiere decir que nos estaba esperando. Sabía que veníamos. ¿Cómo es posible que lo haya…? —Melchor miró a su compañero—. ¡Oh Dioses, Gaspar! ¡Gaspar!

El fornido rey blanco estaba tendido en el suelo, la cabeza apoyada contra el mostrador de la tienda. Una mueca de dolor desfiguraba su rostro y respiraba con dificultad. Se agarraba el pecho con una mano crispada. Gruesos hilos de sangre caliente se escapaban entre sus dedos.

Melchor se dio cuenta que su compañero tenía varios impactos de bala. Además de la herida en el pecho, Gaspar sangraba por el hombro, la cadera y el muslo. Su cara tenía un ceniciento color pálido.

—Me…, me ha alcanzado, Melchor —dijo Gaspar con esfuerzo. Tosió con violencia y una bocanada de sangre oscura manchó su siempre impoluta y radiante barba blanca.

El horror se dibujó en la cara de Melchor.

—No te preocupes, Gaspar. No es tan malo como parece —dijo el pequeño rey mago sin demasiada convicción—. Sólo tienes que aguantar un poco. Acabaré con ese gordo hijo de puta en un minuto y te llevaré enseguida a un hospital. En unos días estarás como nuevo.

—Me parece que estas Navidades no voy a poder ayudaros con el reparto —la voz de Gaspar era apenas un susurro—. Es…, es el fin, Melchor. Acaba… por mí con ese maldito.

—No digas tonterías, Gaspar. Aguanta, hombre. Saldremos de aquí.

Gaspar intentó hablar de nuevo, pero ningún sonido salió de su garganta. Emitió un último estertor y dejó de respirar. Su cuerpo se relajó y su cabeza cayó desmayada sobre su pecho.

Melchor se quedó durante unos minutos en silencio, de rodillas junto al cuerpo de su compañero. Sus manos se mancharon con la sangre de su amigo. Gruesos lagrimones rodaron por su moreno semblante.

Apretó los dientes con fuerza y agarró sus armas.

Una risa estridente y profunda resonó en las amplias galerías del centro comercial.

—¿Qué os ha parecido la sorpresa, reyezuelos? Apuesto a que no os esperabais esto —gritó Nicolás desde el fondo del pasillo.

Melchor salió de la tienda andando muy despacio. Su rostro era una máscara de hierro. El odio y la determinación brillaban en sus pupilas. Se plantó en medio del pasillo, las piernas ligeramente abiertas, los brazos a lo largo del cuerpo con las enormes pistolas en la mano.

—Sal y da la cara si te atreves, gordo del demonio —retó Melchor.

El eco de las pisadas de Nicolás retumbó como zambombazos en los oídos de Melchor. El viejo del norte se paró al otro lado del pasillo, desafiante. Una cínica sonrisa deformaba su oronda cara. Llevaba su traje habitual, rojo y blanco. La blanca borla de su gorro resultaba incongruente con el moderno fusil Kalashnikov AK–47, calibre 7.62mm y cadencia de disparo de 600/minuto, que portaba cruzado sobre el pecho.

—¿Dónde está tu amiguito Gaspar? —preguntó.

—Ha muerto —espetó Melchor.

—Vaya. Cuanto lo siento. Bueno. La verdad es que no lo siento en absoluto. De hecho, esa era mi intención cuando disparé —rió Nicolás.

—¿Cómo sabias que veníamos? —preguntó Melchor con amargura.

—La puta que colocasteis entre mi gente no trabajaba para vosotros. Trabaja para mí. Es un agente doble. Me informó con todo detalle acerca de vuestros planes para esta noche. Al principio pensé en limitarme a no aparecer, o irme a otro centro comercial. Pero luego decidí que era mejor esperaros y prepararos una sorpresita. La verdad es que estoy cansado de esta estúpida competencia que mantenemos desde hace siglos. Me pareció una buena oportunidad de acabar de una vez por todas con esta enojosa situación.

—¡Maldito cabrón!

—Vamos, vamos, Melchor. ¿Dónde está tu profesionalidad? Sois vosotros los que habéis tratado de matarme. Y la verdad, me parece patético. Estáis acabados. Habéis perdido terreno sin parar en los últimos quinientos años. Vuestro final es irremediable. Lo de esta noche sólo es un desesperado intento que confirma vuestro fracaso —señaló Nicolás con orgullo y desprecio.

—¡Nosotros llegamos primero! —chilló Melchor.

—¡Vosotros me engañasteis! —gritó Nicolás con rabia—. Abusasteis de mi bondad. Podíamos haberlo hecho juntos; podíamos habernos ayudado. Pero no, erais demasiado egoístas. Queríais la gloria para vosotros solos.

—Era nuestra búsqueda —respondió Melchor en un susurro.

Los dos hombres se miraron el uno al otro con odio durante lo que pareció una eternidad pero que no debió de durar más de un par de latidos. El silencio se cristalizó entre ellos en el pasillo del centro comercial.

—¿Dónde está Baltasar? —preguntó al fin Melchor.

—Mi querido Rudolf lo estaba esperando en la azotea. Rudolf es una excelente mascota, ¿sabes? Tiene capacidades que no te puedes imaginar. Y Baltasar no es precisamente el más astuto de los hombres. A estas alturas, el estúpido negro estará haciéndole compañía al bueno de Gaspar —replicó Nicolás.

Melchor lanzó un alarido de rabia, levantó los brazos, apuntó con sus armas al hombre de rojo, y se lanzó en una frenética carrera hacia su enemigo, sin dejar de disparar ni de gritar. Nicolás levantó la ametralladora, afianzó los pies en el suelo, y sin tan siquiera pestañear apretó el gatillo.

Los 7.62mm del Kalashnikov hicieron bailar en el aire el pequeño cuerpo de Melchor. Varios de los proyectiles afectaron casi simultáneamente a diversos órganos vitales, causándoles daños irreversibles. Antes de caer al suelo, el vivaz rey mago estaba muerto.

Una de las balas calibre .45 de la Walter de Melchor impactó en el cuello de Nicolás, pulverizó su nuez de Adán, le desgarró la laringe y destrozó la cuarta y quinta vértebras cervicales al salir por el cogote.

El gordo se llevó la mano al cuello. Copiosos borbotones de sangre manaban sin cesar de la horrible herida. Intentó respirar, pero sólo consiguió que más sangre manara de su boca. Comprendió que era el final. Cayó con pesadez al suelo y estrelló la cabeza sobre las pulidas baldosas del pasillo. Al cabo de un minuto dejó de moverse.

La luz del ascensor se encendió en el tercer piso. La puerta se abrió y del cuadrangular espacio salió la mujer de negro. El repiqueteo de sus botas era el único sonido que rompía el silencio. Se quitó el  tocado que ocultaba su rostro. Una larga y ondulada melena negra como ala de cuervo calló sobre su espalda. Era de tez pálida y mejillas sonrosadas. Grandes ojos oscuros enmarcados por largas pestañas le daban a sus bellas facciones un aire exótico y misterioso.

La mujer miró a los dos cuerpos tendidos en el suelo del pasillo. Pensó que los del servicio de limpieza iban a tener bastante trabajo al día siguiente.

El pensamiento evocó una ligera sonrisa en sus rojos labios.

Levantó la mirada y la dirigió a la cámara de seguridad que había en un rincón. Extrajo de nuevo el teléfono móvil del bolsillo.

—¿Lo has visto, Pete? –preguntó al aparato.

—Sí, Befana. Ha sido todo un espectáculo. Lo tengo todo grabado —respondió la voz masculina al otro lado.

—Ha ido mejor de lo que esperábamos. Los muy desgraciados han acabado el uno con el otro. Me han ahorrado el trabajo. Me reuniré contigo en la sala de seguridad del sótano.

La mujer dirigió de nuevo sus pasos hacia el ascensor.

Todavía les quedaba mucho que hacer esa noche.

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