Primera parte: tierras próximas a Judea, invierno del año 1

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Melchor, Gaspar y Baltasar se bamboleaban con cansancio al poco airoso paso de sus camellos, mientras atravesaban la reseca estepa del desierto sirio. Las doloridas espaldas se resentían de los largos días pasados a lomos de sus cabalgaduras. El dilatado viaje se evidenciaba en el cansancio de sus rostros y en el polvo de sus ropajes. Sin embargo, una inquebrantable determinación brillaba en la mirada de los tres magos.

—Mañana deberíamos llegar a Gerasa. Después seguiremos hacia el oeste hasta el Jordán, donde viraremos hacia el sur y, a través de Samaria, llegaremos a Jesuralem, en Judea, la tierra a donde La Estrella parece guiarnos —dijo Gaspar mientras se atusaba su larga y blanca barba.

—Que Mithra y Ahura Mazda te escuchen, querido Gaspar —replicó Baltasar.

Hacía varias jornadas que se habían adentrado en los territorios de la Decápolis, parte de la más oriental de las provincias del magno Imperio Romano. Las diez ciudades semi-independientes que la formaban vivían en una delicada y relativa autonomía política, aunque siempre mantenidas bajo el cuidado del águila romana. Las legiones de la Ciudad Eterna dejaron una fuerte impronta en la región. Las ciudades habían sido reconstruidas, al menos en parte, siguiendo los patrones del arte y la arquitectura romanos. Pero la influencia romana se notaba sobre todo en la extensa red de empedradas calzadas que unía las ciudades, que facilitaban la comunicación y el comercio, pero también hacían fácil el encontrarse con una patrulla de legionarios. Esto podía resultar en una situación cuando menos difícil e incómoda, como la experiencia ya les había demostrado, para aquellos que se mostraban reacios a declarar el motivo de su viaje al interior del imperio del César.

—Será mejor que acampemos para pasar la noche. Si mañana queremos llegar a la ciudad, mejor que estemos descansados y frescos —dijo Melchor con su inteligente y práctica actitud. Su voz era honda y profunda, como la de un barítono, sorprendente en un hombre de tan pequeño tamaño.

—Sí, será lo mejor. Siento que mis viejos huesos anhelan un merecido descanso —replicó Baltasar con una clara expresión de alivio en su cara de ébano.

Baltasar era un hombre extraordinariamente alto y enjuto, lo que lo obligaba a plegarse sobre el camello en una postura de lo más inestable y muy poco gallarda. Incluso había llegado a incitar la burla de los desarrapados niños en algunas de las muchas poblaciones que atravesaron durante el largo viaje. Era de piel oscura como la noche, las manos y los pies de proporciones colosales, desmedidos en un hombre de su extrema delgadez. En su cara de labios prominentes, no se adivinaba ni el más minúsculo rastro de vello, si se exceptuaban las tenues y delgadas cejas. Esto fue un motivo de frustración para Baltasar desde el comienzo de sus estudios en las artes de la sabiduría arcana. Como de todos es sabido, los hombres sabios suelen lucir largas y frondosas barbas que simbolizan su despego de las actividades cotidianas en las que se ocupan el resto de los mortales. La longitud de la barba de un sabio es una precisa medida de los años dedicados al desentrañamiento de las verdades del mundo. Cuanto más larga fuese la barba, mayor era el prestigio y respeto del que el sabio disfrutaba.

De vez en cuando, Baltasar miraba con envidia los apéndices pilosos en las caras de sus compañeros de viaje. Gaspar, de piel clara y sólida constitución, lucía una frondosa barba blanca que se descolgaba como una estola desde el mentón hasta la mitad del pecho. La cepillaba a diario y la mantenía escrupulosamente limpia. Era un obvio motivo de orgullo para él. Cuando hablaba, con su voz seria y calmada, se atusaba la barba con lentitud, lo que a ojos de su audiencia le daba un aire majestuoso e imponente, acentuado por la paz y sabiduría que transmitían sus ojos de un color azul como el cielo.

Melchor, por el contrario, no tenía el aplomo ni la solemne presencia de Gaspar. Era de piel cetrina y ojos oscuros y apenas superaba el metro y medio de estatura. Sin embargo, a pesar de su origen étnico, Melchor lucía una negra y puntiaguda barba, acompañada de un grueso bigote que se mantenía sorprendentemente inmóvil cuando su dueño hablaba. Pese a todo, tenemos que decir en beneficio de Baltasar que aunque no fuese el miembro más sabio ni el más astuto del grupo, ni pudiese lucir una hermosa barba como testigo de su oficio, sí era el más joven y animoso, y su inquebrantable espíritu fue decisivo en la aventura de nuestros tres hombres sabios.

VILLANCICO BLUES - cuento de navidadWhere stories live. Discover now