EL DEBIDO PROCESO

Από dkaydonna

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A causa de un mal asesoramiento curricular, la joven estudiante de derecho May Lehner termina en la clase del... Περισσότερα

PRÓLOGO
UNO
DOS
TRES
CUATRO
CINCO
SEIS
SIETE
OCHO
NUEVE
DIEZ
ONCE
DOCE
TRECE
CATORCE
QUINCE
DIECISEIS
DIECIOCHO
DIECINUEVE
VEINTE
VEINTIUNO
VEINTIDOS: PARTE UNO
VEINTIDOS: PARTE DOS
VEINTITRES
VEINTICUATRO
VEINTICINCO
VEINTISEIS
VEINTISIETE
VEINTIOCHO: PARTE UNO
VEINTIOCHO: PARTE DOS
VEINTINUEVE
TREINTA
TREINTA Y UNO: PARTE UNO
TREINTA Y UNO: PARTE DOS
TREINTA Y DOS
TREINTA Y TRES
TREINTA Y CUATRO
TREINTA Y CINCO
TREINTA Y SEIS
TREINTA Y SIETE
TREINTA Y OCHO
TREINTA Y NUEVE
CUARENTA
CUARENTA Y UNO
CUARENTA Y DOS
CUARENTA Y TRES
CUARENTA Y CUATRO
CUARENTA Y CINCO
CUARENTA Y SEIS: PARTE UNO
CUARENTA Y SEIS: PARTE DOS
CUARENTA Y SIETE
CUARENTA Y OCHO
CUARENTA Y NUEVE

DIECISIETE

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 1

William recibió una llamada a eso de las seis de la tarde. Era la mujer de la tintorería para comunicarle que la mancha no había salido por completo del abrigo, pese a los esfuerzos y los sofisticados mecanismos utilizados. Él la dejó hablar un rato y por fin la cortó:

— No se preocupe, hizo lo que pudo.

Antes de que la mujer pudiera insistir en sus justificaciones, agregó:

— En serio, agradezco muchísimo su esfuerzo. Iré por la prenda en un rato, ¿de acuerdo?, adiós.

Colgó sin esperar una respuesta.

El reloj marcaba las siete y media cuando retiró la prenda de la tintorería y regresó a su coche para quedarse mirando la bolsa sin saber muy bien qué hacer. Acercarse a la chica para devolverle la ropa resultaba una jugada arriesgada. Él mismo había frenado toda idea confusa entre ellos esa misma mañana en clases, de modo que perpetuar algún otro contacto extra programático con ella parecía a todas luces una mala idea. Pero, por otra parte, no podía quedarse con el abrigo y dar la prenda por perdida. No era algo que él haría.

¿Y entonces? Aunque era un detalle absurdo, la idea le persiguió insistentemente mientras trataba de conciliar el sueño aquella noche, como un mosquito zumbando en torno a su cabeza. Otra vez, como el día domingo, durmió a sobresaltos, paseando entre el inconsciente deseo de acercarse a May Lehner por cualquier estúpida razón y el deber hiperconsiente de esquivarla a toda costa. Cuando abrió los ojos, eran cerca de las seis de la mañana y le dolía la cabeza como si un montón de estúpidos enanos acabasen de montar la fiesta del siglo sobre sus sesos.

El dolor no acabó mientras desayunaba ni tampoco quiso remitir de camino a la facultad. Por el contrario, la cosa incluso empeoró hasta convertirse en una punzada sorda justo entre las cejas cuando abrió la puerta del salón y sus ojos cayeron inevitablemente sobre May Lehner, quien, encima, llevaba puesto el dichoso abrigo y estaba sentada muy cerca de su presunto novio. El chico tenía un brazo apoyado sobre el respaldo del asiento de May, en un silencioso lenguaje corporal.

Ella le enseñó una tímida sonrisa a modo de saludo, pero eso solo agravó la situación. El dolor, curiosamente, se convirtió en rabia pura, caliente con la lava de un volcán. William apartó la mirada con los dientes apretados y se dirigió a su escritorio, donde casi arrojó su maletín.

Advertidos por un posible mal genio, los estudiantes aguantaron la respiración y permanecieron muy quietos, observando mientras William rebuscaba en su maletín algo que parecía escaparse de su alcance. Al final, él emitió un gruñido y empujó el maletín lejos.

Había olvidado la tablet. Jamás salía sin ella, pero ese día, justo el mismo día en que no había podido dormir por culpa del abrigo de May Lehner, había olvidado también su principal herramienta de trabajo.

Encima, la pillaba con ese molesto chico otra vez.

Se volvió a mirar a sus estudiantes, controlando los deseos de estallar de rabia.

— Saquen un lápiz y una hoja. Haremos un breve examen — anunció, evitando la mirada de May Lehner. Sabía que la chica lo observaba, siempre lo hacía. Sus ojos verdes, grandes y curiosos como los de un lémur, siempre estaban puestos en él. Para molestarlo, probablemente; para encontrar una maldita excusa con la que reírse con su querido novio.

Un coro de exclamaciones le siguió a las expresiones de pánico de la mayoría de los estudiantes. William se regocijó ante la mueca de terror que apareció en la cara pedante del novio de May Lehner. Fue como si de un solo golpe alguien le hubiera arrancado la sonrisa bobalicona de su bronceado rostro.

Como nadie pareció reaccionar más allá del miedo, William tuvo que insistir:

— Vamos, no tengo todo el día.

Por arte de magia, los estudiantes despertaron de su estupor y se oyeron ruidos de sillas y hojas de cuaderno siendo arrancadas. William se recargó contra su escritorio, satisfecho con el escenario lúgubre que había generado. Al menos, así se ahorraría tener que ver a May Lehner cuchicheando con su novio.

De inmediato, la rabia comenzó lentamente a remitir y, por primera vez, él se atrevió a mirar a la chica. Pero enseguida se arrepintió.

May Lehner tenía la mano alzada y su pequeña boca, llena de imprudencias, se disponía a llamarlo.

— Señor Horvatt.

William pensó en ignorarla, pero eso habría sido aún menos ético que lo que acababa de hacer con la clase. No podía privarla de su derecho a ser escuchada, ¿verdad? Ahora, nada le forzaba a ser amable.

Se cruzó de brazos, severo e inaccesible como siempre.

— Señorita Lehner... — comenzó — No me diga que pretende adoptar el papel de heroína otra vez.

Ella se sonrojó un poco, pero mantuvo la frente en alto, orgullosa como él ya había captado que era.

— En realidad, solo quería hacerle una pregunta.

William frunció el ceño. Una de sus manos se deslizó, inconscientemente, dentro de su bolsillo, en busca de su frasco de pastillas. Tenía la sospecha de que esa chica le daría problemas, como siempre.

— Adelante, la escucho.

May le dirigió una mirada de reojo a su presunto novio antes de responder. William sintió la complicidad en ese gesto como una punzada en el estómago. Pero, ¿por qué? No tenía sentido que le molestara tanto la cercanía con ese chico.

— ¿Puedo ir al baño? — preguntó ella, con una sencillez que a William le pareció ridícula. Fue como una burla a su clase, a su inteligencia, a él mismo.

Las mejillas se le tiñeron de rojo, pero lo disimuló muy bien volviéndose hacia el pizarrón. En lugar de darle una respuesta, escribió con grandes y cargadas letras lo siguiente:

QUIEN ABANDONE EL SALÓN ANTES Y DURANTE EL EXAMEN, POR LA RAZÓN QUE SEA, SERÁ EVALUADO CON NOTA MÍNIMA.

A continuación, se volvió a mirar a May. La chica le sostenía la mirada, pero esta vez parecía un poco menos tranquila. Sus ojos verdes brillaban con un sentimiento muy cercano al desprecio.

Bien. William solo quería alejarla de una buena vez, ¿verdad?

— ¿He respondido su pregunta, señorita Lehner? — quiso saber.

Ella asintió con la cabeza. El muchacho a su lado, movió la mano que descansaba sobre el respaldo del asiento de May y apoyó una mano en su hombro, como si tratara de consolarla.

William resistió el impulso de hacer uso de su posición de docente para sacar a ese chico de allí y mandarlo, tal vez, varios asientos más arriba. En su lugar, dictó las preguntas con deliberada rapidez, luego se llevó una mano al bolsillo, cogió el frasco de pastillas y, mientras los estudiantes se preparaban para rendir el examen, se llevó a la boca dos grajeas y las saboreó un poco antes de tragarlas definitivamente.

¿Qué demonios le pasaba? Primero se había desvelado pensando en el condenado abrigo que seguía en su coche, y ahora se sentía como un crío al que le hubieran arrancado su juguete favorito. Un crío molesto, incapaz de hacer otra cosa más que refunfuñar sin sentido. May Lehner era su estudiante, maldición. Podía hacer lo que quisiera. Él mismo se lo había recalcado y no solo el día anterior, sino todas las veces en que el destino se había empecinado en juntarlos.

Entonces, ¿por qué esa molestia? ¿Por qué ese incordio y esa obsesión de mirarlos e imaginar cuestiones que probablemente solo estarían en su mente?

La mano de May Lehner se alzó en el aire cuando habían pasado alrededor de veinte minutos de iniciado el examen.

— Señor Horvatt.

William evitó mirarla directamente.

— ¿Qué quiere?

— ¿Podría ir al baño? Ya terminé mi examen — y para reforzar sus palabras, extendió la hoja de papel hacia él.

— ¿En solo veinte minutos? — inquirió William, echándole una breve mirada a la hoja, rallada de extremo a extremo — ¿Está segura de sus respuestas? Evaluaré este examen como cualquier otro.

May se inclinó sobre el asiento y cruzó las piernas en un gesto sumamente exagerado y sugerente.

— Puedo tomarme un poco más de tiempo, pero si lo hago seguramente terminaré por hacerme pis.

La respuesta de la muchacha provocó las carcajadas de la gran mayoría de los estudiantes y particularmente la de su presunto novio, quien, encima, le dio un golpeteo ruidoso al escritorio mientras se desternillaba de risa.

William Horvatt presionó con fuerza el frasco de pastillas entre sus dedos.

¡Esa muchacha no tenía un solo pelo en la lengua!

Era irreverente, irrespetuosa y... tenía fascinado al mocoso sentado a su lado. Seguramente lo más desagradable de la broma de May fuera el hecho de que hacía reír a ese chico.

— Puede salir — respondió, con los dientes apretados — Y no se moleste en volver. La clase de hoy ha terminado para usted.

Los ojos verdes de May se abrieron llenos de sorpresa. Las sonrisas de los demás estudiantes y particularmente la de su novio se borraron en el acto, reemplazadas por muecas de desconcierto. ¿La estaba expulsando de la clase? ¿Por una inocente broma?

— ¿Eso... qué quiere decir, señor Horvatt? — preguntó ella, inquieta.

William saboreó su preocupación. Era mejor que verla reírse a costa de él.

— Que es todo por hoy. Usted dice haber terminado el examen, así que puede retirarse. Nos vemos la próxima clase.

El alivio iluminó los grandes y curiosos ojos de May. Una sonrisita que no fue para William sino para su compañero de asiento la hizo lucir más guapa de lo que ya era. Con aquella sonrisa, William terminó por comprender, no conscientemente, que la muchacha era hermosa como un atardecer en la playa.

De reojo, siguió su recorrido hacia la puerta. Su cabello pelirrojo era como un velo crepuscular.

2

May aguardó sentada en las banquetas de piedra fuera del salón de clase. Atajaría a su profesor en cuanto este pusiera un pie fuera del aula. O mejor aún, esperaría a que todos los estudiantes se hubieran retirado y lo atraparía dentro del salón, sin darle la oportunidad de inventarse excusas. Porque, al fin de cuentas, eso era lo que él hacía. Inventar excusas con las que pretendía disfrazar el desagrado que sentía por ella.

Se habían dado la mano, ¿y para qué? Para que él volviera a comportarse como un déspota a pesar de que ella no le había dado ninguna razón para hacerlo. May era imprudente, eso lo sabía muy bien, pero se había comportado esta vez. No había intentado acercamientos apropiados ni había enviado mensajes. En rigor, cumplía su parte y estaba actuando de acuerdo a su posición.

Pero, ¿y él?

La campana anunciando el receso la hizo brincar fuera del asiento. Con las manos juntas, aguardó a que su maestro apareciese. Sin embargo, el que casi se echó sobre ella al verla fue Wade.

— ¡Ey, parece que cada día ese tipo se pone peor! — exclamó, afable.

May asintió con la cabeza, distraída. Sus ojos estaban fijos en la puerta del salón. Si William Horvatt salía sin que lo advirtiera, estaría frita. Tenía que enfrentarlo. Ahora mismo.

— Ya te acostumbrarás — aseguró — Es una montaña rusa.

— Yo diría más bien que es un frígido — replicó Wade — Necesita un buen revolcón, ¿no crees?

May volvió a asentir con la cabeza, pero en realidad no estaba prestando atención a sus palabras. La puerta era su objetivo, solo que su maestro no parecía dispuesto a salir del salón muy pronto.

— ¿Qué te parece si vamos por un café? — propuso Wade, obstaculizando aún más la vista de la puerta con su metro ochenta y algo.

May se lo sacó de encima con una excusa sobre adelantar materias flojas, algo que no era del todo incorrecto porque economía, por ejemplo, sí se le daba fatal. Al final, tras unos cuantos "oh, no seas aguafiestas" o "ya tendrás tiempo de sobra para ponerte al día", Wade se dio por vencido y se marchó de allí con aquel andar descuidado de todo hombre que sabe que un mero rechazo no significa nada en una lista de múltiples éxitos.

Al cabo de diez minutos, y habiendo salido todos los estudiantes del salón, May resolvió entrar, pero procuró hacerlo de a poco. Primero, asomó la cabeza por el resquicio de la puerta entre abierta y comprobó que William Horvatt seguía sentado en su butaca frente el escritorio, mientras revisaba algo en su teléfono celular. Tenía el ceño fruncido y el cabello castaño siempre bien peinado estaba levemente desordenado. Unas hebras castañas caían sobre su frente, algo que lo hacía lucir irresistible.

Por un momento, May olvidó el motivo por el que estaba allí. Una sonrisa boba apareció en su rostro. Dios, daba lo mismo lo pedante que fuera, lo volátil de su temperamento y la ponzoñosa forma que tenía pare relacionarse con las personas, su atractivo y sofisticada inteligencia compensaban cualquier comportamiento pretencioso de su parte.

— Señorita Lehner, ¿necesita algo?

La voz de William Horvatt la hizo dar un pequeño brinco. Tan absorta estaba que no había reparado que él había levantado la cabeza y la miraba con esos enigmáticos ojos negros.

May dio un paso definitivo dentro del salón.

— Me gustaría hablar con usted, si es posible.

William Horvatt dejó su teléfono sobre el escritorio al tiempo que se podía de pie. Con una mano se arregló el cabello que había escapado del impoluto orden de siempre.

— No tengo mucho tiempo — contestó — Mi próxima clase comienza en menos de diez minutos.

— Seré muy breve.

May dio otro paso dentro del salón. William, para su sorpresa, hizo lo contrario, como si deseara mantener la mayor distancia posible entre ellos. Y eso que habían acordado tener una relación cordial.

— Bien, la escucho — concedió él, mirando de reojo su reloj.

— ¿Está usted molesto conmigo? — soltó ella, sin más. May siempre había ido de frente y ni él, con sus aires de hombre sabio y su atractivo de modelo de catálogo, podrían aplacar su personalidad.

— ¿Debería? — inquirió él, inerme.

May dio otro paso dentro, pero esta vez William permaneció donde mismo.

— No, por supuesto que no. Me he comportado, ya sabe, nada de mensajes inapropiados.

William asintió con la cabeza, para luego mirar su reloj de pulsera. Ese condenado gesto de "no tengo tiempo para nadie" que ponía a May de mal humor.

— Pues ahí tiene su respuesta, señorita Lehner — respondió — Ahora si me lo permite, tengo otra clase que hacer.

Pero May estaba muy lejos de sentirse satisfecha con esa respuesta. Mientras él cogía su maletín, ella se acercó al escritorio y se plantó junto frente a él, tan cerca que le bastaría extender un brazo para tocarlo.

— Está molesto — le dijo, mirándolo a los ojos.

William evitó su mirada.

— No estoy molesto, señorita Lehner, pero tenga por seguro que lo estaré si no me deja acudir a mi próxima clase.

— Quedan siete minutos por reloj. Tiempo de sobra para que me explique por qué actúa así conmigo.

— ¿Así cómo?

— Así, como si yo fuera una especie de bichito infeccioso del que tiene que deshacerse cuanto antes. Pensé que habíamos llegado a un acuerdo.

William esbozó una leve sonrisa, pero no había humor en ella. May lo había visto sonreír de verdad una vez, así que podía notar cuando lo hacía solo por compromiso o porque estaba realmente cabreado con algo. Como ahora.

— Señorita Lehner... — empezó — ¿Le hace este mismo tipo de preguntas al resto de sus maestros?

— No — respondió ella, sorprendida con la pregunta.

— ¿Y son ellos muy amables y cercanos con usted?

— No exactamente.

Un brillo perspicaz iluminó los ojos negros de su maestro. Parecía como si hubiera encontrado la respuesta a un complejo acertijo.

— No, claro que no. ¿Y sabe por qué? Porque son sus maestros. No debería sorprenderle si alguno de ellos ni siquiera logra recordar su nombre. Así funcionan las cosas en la universidad, creo que ya tuvimos esta conversación una vez, ¿o me equivoco?

May entendía su punto, o sí, por supuesto que lo entendía, y le enfurecía saber que tenía razón. A ella no debía molestarle si el maestro era un completo patán con sus estudiantes o si apenas les dedicaba un "buenos días" y un "adiós", porque al fin de cuentas así funcionaba la universidad. De hecho, el profesor de economía era a un más cabrón que Horvatt, pero a May jamás le había importado.

— Vale, ya entiendo — susurró, sin mirarlo. No le importaba la indiferencia de los demás maestros, ni los malos tratos que debía soportar de alguno de ellos, porque en rigor, no era la actitud lo que le molestaba, era el hecho de que esa apatía en particular venía de Horvatt, el hombre del que estaba fascinada por alguna estúpida razón. Cuando se trataba de él, una mala cara o un comentario cortante se convertía en una afrenta personal que dolía como una herida abierta

— Entonces, supongo que será así, ¿no? — agregó.

— ¿Así cómo? — William arqueó una ceja, curioso. Ya tenía el maletín bien sujeto a su mano derecha y se disponía a salir.

— Ya sabe, usted será un cabrón conmigo y yo tendré que agachar la cabeza como la estudiante que soy.

De inmediato, William dejó caer bruscamente el maletín sobre la mesa, provocando un ruido metálico cuando las hebillas golpearon la superficie de madera.

— Eso no fue lo que acordamos, señorita Lehner — respondió, molesto. Sus ojos negros habían comenzado a brillar.

— No, no lo fue. Acordamos que tendríamos un trato cordial y usted no lo ha cumplido.

Los ojos negros de William brillaban como dos pedazos de estrella. Intensos, fulgurantes, tremebundos. En cualquier momento, él podría gritarle. Aunque, parecía poco probable viniendo de él, siempre tan correcto.

— Usted tampoco ha cumplido con su parte — espetó.

— He dejado las conductas inapropiadas, por si no lo ha notado.

— ¿Y esto no le parece inapropiado acaso? — preguntó él apuntando la situación de ambos a pocos metros de distancia, en un salón vacío e increpándose como si fueran algo más que estudiante y profesor.

— ¿Por qué habría de serlo? Solo estoy haciéndole una pregunta.

William se llevó una mano a la frente, depositando un dedo justo entre las cejas, como si otro de sus famosos dolores de cabeza hubiera comenzado a torturarlo.

— Señorita Lehner — murmuró, fingiéndose muy cansado de la situación — Me disculpo si fui un poco brusco con usted, ¿de acuerdo? Ahora, por favor, permítame continuar con mi día.

May apretó los puños, presa de su desbocado orgullo. Ese tipo solo estaba jugando con ella. Un día era amable, parecía comprensivo, y al otro día, era el Dios sentado en el trono del Olimpo, incapaz de mirar con algo más que desprecio a sus súbditos.

— Usted me odia, ¿no es así? — dijo — Es eso. No importa lo que haga, usted simplemente no me soporta.

William Horvatt se mostró aún más cansado, como si toda esa conversación le quitara vitales dosis de energía.

— No la odio, ¿por qué habría de hacerlo?

— No lo sé, fue usted el que quiso sacarme de su clase, así que usted dígamelo.

— Creo que estamos dando vueltas en círculo, señorita Lehner.

— Solo dígalo de una vez — instó May, dando un paso decisivo hacia él. William permaneció donde mismo, aunque la respiración se le hizo extrañamente dificultosa. Ella olía flores y era difícil pasar por alto ese detalle — Me odia, ¿no es así? No importa lo que yo haga, siempre va a encontrar una excusa para odiarme.

— Está bien, tiene usted razón, la odio — respondió finalmente, irguiéndose sobre sus pies para parecer aún más alto e intimidante — Si de mí dependiera usted no habría puesto un pie en mi salón, jamás. ¿He resuelto sus dudas, señorita Lehner?

May asintió con la cabeza, a pesar de que no estaba pensando del todo en sus palabras. Casi por instinto comenzó a desabotonarse el abrigo que él le había regalado, deseosa de desprenderse de todo lo que tuviera relación con ese hombre frío y presumido.

— ¿Qué hace? — preguntó él cuando ella iba por el tercer botón del abrigo.

— ¿No es obvio? — replicó ella, con brusquedad, mientras abría el ultimo botón — Voy a devolverle su condenado abrigo.

William Horvatt sacudió la cabeza, como si la sola idea le pareciera terrible.

— Eso no es necesario. Ya le dije que era una compensación.

Pero de todos modos May terminó de quitarse el abrigo y lo extendió hacia él, quien, por supuesto, se negó a recibirlo.

— Por favor, señorita Lehner, afuera hace demasiado frío y se refriará.

— ¿Qué? ¿De repente le importa lo que me ocurra? — inquirió, con burla, dejando el abrigo sobre la mesa. Efectivamente, hacía un frío horrible esa mañana, pero ella mantuvo los brazos a los costados en lugar de llevarlos en torno a su cuerpo — Debería alegrarse por esto, señor Horvatt. Si tiene algo de suerte, tal vez me muera de una neumonía.

— Está siendo completamente irracional — le advirtió él, cuando May se acomodó el bolso sobre los hombros e hizo ademán de retirarse.

— Vaya, otra característica para sumar a mi lista de defectos, ¿no? — replicó, sin mirarlo y siguiendo su camino hasta la puerta del salón.

— Señorita Lehner... — pero como ella no hizo ademán de detenerse, dejó escapar un gruñido y exclamó — ¡Maldición, deje de comportarse como una cría!

May se volvió sobre sus pies, airada y muerta de frío.

— ¡Soy una cría! — bramó — ¡Soy una maldita cría imprudente y puede joderse si no le gusta!

William dio un paso hacia atrás, primero desconcertado y luego enfadado. Sus ojos entrecerrados la miraban como quien contemplaba a su enemigo mortal y, aunque May no deseaba que la mirase de ese modo, no hizo nada para rectificar su actuar. Se iría de allí sin el abrigo, con las esperanzas rotas y la seguridad de que las cosas con su maestro habían acabado incluso antes de comenzar.

Abandonó el salón sin mirar atrás.

3

William contempló el abrigo sobre la mesa en una mezcla de sorpresa e indignación.

Esa chica...

De repente, lo cogió con fuerza y se dirigió hasta el tacho de basura, donde permaneció con el pie en la palanca que lo accionaba sin atreverse a lanzarlo.

Aquel abrigo era el culpable de todo.

Era el culpable de las ideas erróneas de May Lehner y también de sus propias ideas y desvelos nocturnos. Porque, al fin de cuentas, podría haberle comprado algo más barato o, por el contrario, no haber comprado cosa alguna. Pero no, había optado por un hermoso y costoso abrigo que, encima, la hacía lucir espectacular. Una parte de sí mismo había estado convencido que ese abrigo le quedaría perfecto, a pesar de que simplemente lo había cogido del escaparate.

Y ahora... ahora pensaba botarlo.

Aguardó unos segundos más con la prenda en una mano, pensando, dándole vueltas a la idea de hacerlo y al final, solo porque seguramente la chica estaría pasando un frío del demonio, resolvió lanzarlo otra vez sobre el escritorio. Luego, se dejó caer él mismo sobre el butacón como un pesado saco de plomo. De su bolsillo extrajo el frasquito de pastillas, pero no tomó ninguna. Agitó el frasco con una mano, mientras pensaba en cómo demonios iba a devolverle no uno, sino dos abrigos a esa muchacha.

May Lehner iba a volverlo loco.

4

— ¿Te has vuelto loca? — exclamó Carol al verla llegar a la cafetería con un sencillo sweater de hilo y unos vaqueros. Afuera, el viento soplaba con fuerza y los termómetros se negaban a subir más allá de los ocho grados.

May se encogió de hombros, sin darle respuesta. Por un lado, no sabía qué decir y por otro, prefería mantener la boca cerrada para que no le castañearan los dientes.

— May, hablo en serio, te morirás de frío — insistió Carol, en cuanto May se ubicó a su lado, recogida como una ostra.

— Pídeme un café — susurró, aflojando un poco la mandíbula. Allí dentro la temperatura se movía cerca de los veinte grados, así que el frío desgarrador que había sentido mientras caminaba hasta ahí comenzaba a retroceder, dejando tras de sí un leve escalofrío.

Carol obedeció de inmediato y al cabo de unos minutos regresó con un vaso que humeaba. Con los dedos rígidos, May cogió el vaso, pero se dio cuenta de que no era café incluso antes de probarlo. El dulce aroma a chocolate con canela llegó a sus fosas nasales y fue como una tierna caricia de consuelo. Las cosas habían sido horribles hoy, sí, pero el mundo no podía ser tan malo si existían cosas tan buenas como el chocolate caliente.

— Te amo, Carol — murmuró, para luego beber una generosa cantidad de chocolate, incluso a riesgo de quemarse la boca. El sabor fue un más reconfortante que el aroma. Una sonrisa afloró a sus labios, pero no duró demasiado porque Carol abrió la boca y su pregunta lo arruinó todo.

— ¿Pasó algo con William Horvatt?

May no tenía idea de por qué Carol había ligado a su arrogante profesor con el hecho de que ella no llevaba nada encima a pesar del frío. O en realidad sí lo sabía. Últimamente todo lo que ella hacía tenía relación con Horvatt y sus amigas eran muy conscientes de eso. La furia, la alegría, todo convergía en ese egocéntrico, para su mala suerte.

Sin embargo, Carol había llegado a esa conclusión por una razón mucho más simple.

— Tuviste clases con él hoy, ¿no? ¿En qué estúpida discusión se enfrascaron esta vez?

May dio otro sorbo a su delicioso chocolate, solo que esta vez ya no le supo tan dulce ni reconfortante.

— No tengo deseos de hablar de él, ¿sabes? Ni ahora ni nunca, gracias.

— Vale, entonces explícame por qué estás así.

May se recogió de hombros.

— Olvidé mi abrigo en casa, ¿algo más?

Carol puso los ojos en blanco.

— Resulta evidente que lo olvidaste — espetó — No es lo que estoy preguntando. Creo que te conozco lo suficiente para darme cuenta de que te ocurrió algo durante el transcurso de día y que el culpable es un canalla con nombre y apellido.

May disfrutó con el calificativo como podría hacerlo la víctima con la captura de su agresor. Aunque, a decir verdad, ella habría utilizado uno más duro para referirse a él. Mientras más características terribles le adjudicara, más fácil sería olvidarse de que hace solo unas horas había abrigado la ilusión de que él podría haberse interesado en ella.

Que tonta. Él la odiaba. Se lo había dicho en sus narices hace solo unos minutos. Bebió otro largo sorbo de chocolate, pero el efecto reconfortante se había disipado con el primer sorbo. Ahora solo era azúcar y chocolate.

El dolor seguía ahí, punzante como una herida.

— No sé cuánto tiempo más aguante en esa clase, ¿sabes? — murmuró.

Carol le apartó el cabello de la frente para evitar que cayera sobre la taza de chocolate.

— Oh vamos, eres May Lehner — dijo — No existe cretino al que no hayas podido doblegar.

— No lo sé, este no es la clase de cretinos a los que estoy acostumbrada. Es... no lo sé. Simplemente quiero huir muy lejos de él, ¿entiendes?

Y sí, quería hacerlo. Pero una parte, la masoquista que llevaba dentro, deseaba permanecer allí, cerca de él, doblegarlo, hacerlo sonreír como había sonreído en el coche aquella tarde de lluvia y tal vez incluso besarlo, llenarlo de besos hasta que algo en su semblante impasible cambiara.

¿Acaso se había enamorado de ese cretino de William Horvatt?

A veces creía que no, pero otras veces, como ahora, que sentía aquella dolorosa opresión en el pecho, estaba convencida de que sí.

Lo quería y no tenía idea de cómo ganarse su corazón

.

...




 


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