Diego y Mariano fueron los primeros en regresar al punto de encuentro. Cargaban con varias liebres, un trofeo más que aceptable, teniendo en cuenta que a lo lejos se acercaban Sebastián y Pablo con las manos vacías.
—Creo que ninguno de nosotros pudo encontrar al monstruo. Supongo que será en otra ocasión —comentó Sebastián despreocupado al llegar a donde estaba su hermano menor.
—¿No se toparon con ningún animal? —les preguntó extrañado Mariano Bustamante.
—Una verdadera pena —afirmó Pablo Ferreira.
Esperaron alrededor de un cuarto de hora hasta que los señores Pérez Esnaola y don Juan Bustamante regresaron. Traían un puercoespín y un conejo muy gordo. La misión de encontrar al monstruo sin lugar a dudas había fracasado, pero los animales que habían conseguido eran más que suficiente para que las mujeres preparasen un delicioso guiso.
Como era de esperarse, Óscar se mostró muy decepcionado de que su hijo mayor no hubiera podido cazar nada en absoluto. Por otro lado, Diego y Mariano recibieron algunos elogios por sus habilidades.
Durante el trayecto de vuelta los Bustamante no dejaron de hablar de sus logros personales y de su propia sombra. Cuando la conversación comenzaba a tornarse repetitiva, los siete hombres llegaron a una bifurcación en la que después de repartir el botín de manera equitativa, se despidieron del viejo empresario y de su hijo. Los demás continuaron hasta la estancia La Rosa.
Óscar insistió en que Pablo se llevase algunas de las liebres de Diego, pero el criollo rechazó el obsequio con amabilidad y continuó su viaje en dirección a Esperanza, su estancia.
—Es entendible, nadie que se respete aceptaría disfrutar de un platillo que sepa a derrota —comentó el hombre con malicia. Sebastián lo fulminó con la mirada, pero no replicó.
Diego imaginó que al entrar a la sala los recibirían las mujeres de la casa, quienes se alegrarían de sus logros, y que luego de disfrutar de la deliciosa cena podría tener un merecido descanso. Por desgracia, el panorama que encontró al entrar fue muy diferente a lo que él había esperado: Catalina lloraba sentada en el sofá mientras que Isabel y Sofía estaban a su lado intentando consolarla. María Esther furiosa se aferraba con fuerza al borde de la mesa.
Los demás ingresaron a la sala un instante después. Todos estaban tan desconcertados y preocupados como el muchacho.
—¿Qué sucede? —interrogó Diego, observando a su tía y luego a su prima menor.
Después de lo que pareció ser una eternidad, Sofía respondió y sus ojos se llenaron de lágrimas:
—Amanda desapareció.
—¿Cómo que Amanda desapareció? —preguntó Antonio Pérez Esnaola acercándose a su mujer y a sus hijas.
Catalina estuvo a punto de decir algo, pero se detuvo y comenzó a llorar con más fuerza. Fue Isabel quien respondió:
—Estábamos en el mercado y escuchamos tiros. Todo era un auténtico caos. Vimos cómo los soldados atrapaban y fusilaban a unos traidores. Quién iba a decir que gente como esa iba a la iglesia con nosotros. Una multitud fue atraída por el alboroto y perdimos de vista a Amanda. La buscamos durante toda la tarde.
—¿Perdiste a tu propia hija? —le gritó Antonio a Catalina.
Una vena comenzaba a marcarse en el cuello del hombre y su rostro estaba tenso y enrojecido, mientras que su mujer no dejaba de llorar.
—¿Regresaron con Leónidas y la carreta, mientras que Amanda se quedó de noche en el pueblo a merced de cualquier pervertido que se cruce en su camino? —espetó con rabia y alzó su mano para golpear a Catalina, pero Sebastián frenó el golpe justo a tiempo. La mujer gritó y abrazó a Sofía.
—Tío, escúchame. Saldré a buscarla y la traeré de vuelta a casa —dijo Sebastián que aún sostenía su brazo con firmeza.
Antonio se liberó con brusquedad y empujó a su sobrino para dirigirse hacia la puerta. Él lo siguió junto con su hermano que le lanzó una mirada de soslayo a Catalina. Ella se relajó un poco, pero continuaba llorando.
—Encontraremos a Amanda —prometió Diego, aunque parte de sus inseguridades se reflejaron en el timbre de su voz.
—¡Leónidas! —llamó Óscar y le dio instrucciones al muchacho para que ensillara a los caballos.
Diego se percató de que aún llevaba colgadas del hombro las liebres amarradas. Las dejó sobre la mesa y abandonó la sala. Los últimos rayos del sol se ocultaban en el horizonte y poco a poco comenzaban a dibujarse las constelaciones en el cielo.
Una vez que los caballos estuvieron listos, Leónidas y los cuatro Pérez Esnaola emprendieron la marcha por el pedregoso sendero. Cabalgaban a toda prisa, dejando una estela de polvo a su paso. Diego mantenía los ojos entrecerrados y se había cubierto la boca con un pañuelo. Sin embargo, era imposible contrarrestar el polvo por completo. La venda de su brazo estaba cubierta de tierra y el muchacho esperaba que no se infectara su herida.
Los hombres vislumbraron un vehículo que se acercaba a la distancia y una oleada de esperanza los invadió a todos. Solo aminoraron la marcha cuando se acercaron lo suficiente como para distinguir a sus ocupantes iluminados por la tenue luz de la luna. El padre Facundo llevaba con las riendas a un par de mulas escuálidas que tiraban de una carreta desvencijada y junto a él se encontraba la joven Amanda. Estaba despeinada y sucia. Entre sus brazos llevaba una enorme Biblia de cuero a la que se aferraba tiritando. A pesar de que era verano, soplaba un viento frío y húmedo.
Cuando la carreta se detuvo, el sacerdote bajó de un salto, rodeó el vehículo y ayudó a la joven a descender. Antonio y Sebastián se apearon del caballo y fueron a su encuentro. Amanda abrazó primero a su padre y luego a su primo, sin dejar de sostener el libro que llevaba. Si no hubiera sido porque el brazo malo entorpecía sus movimientos, Diego también habría ido a recibirla.
—¡Me alegra que estés bien! —gritó desde donde estaba.
—¡Es bueno verlos a todos! —respondió Amanda.
—Gracias por rescatar a mi hija. Dígame cómo puedo pagarle —dijo Antonio, estrechando muy fuerte la mano del cura.
—No es necesario —añadió.
—Insisto. No sé qué habríamos hecho sin usted. Todavía no entiendo cómo mi mujer pudo descuidarla de ese modo.
—Fue una gran revuelta la de hoy. No culpe a su esposa, por favor. Debió ser culpa mía por llevar a Amanda a la iglesia hasta que todo se calmara.
—¿Su culpa? Nada de eso. Al contrario, usted trajo a salvo a mi querida Amanda y estaré en deuda con usted de por vida —insistió Antonio.
—¡Eso es demasiado!, pero se me ocurre una forma en la que podrían ayudarme y ya no sentiría que me debe nada —dijo el cura y miró a Amanda de reojo.
—Estoy para servirle —respondió el hombre.
—Sin embargo, no requiero de sus servicios, sino de los de su hija. Escuché hablar maravillas de los dibujos de la señorita Amanda y me encantaría disponer de un ejemplar de la Biblia con ilustraciones. Con su permiso, me gustaría que sea ella quien se encargue de los dibujos —sugirió el párroco.
—No tengo ningún problema —se apresuró a decir Antonio, complacido de que la recompensa careciera de valor monetario.
—¿Qué dice, señorita? ¿Me permitiría disponer de sus servicios como artista? —preguntó ilusionado.
—Sería un honor —dijo la joven y una sonrisa se formó en su rostro.
Luego de arreglar que la muchacha iría a la iglesia por las tardes para ayudar al padre Facundo a elaborar su Biblia, el cura se despidió y se marchó en la carreta. Sebastián se subió a su caballo. Luego ayudó a Amanda a montar detrás de él y emprendieron el regreso a la estancia La Rosa.
Con un poco de suerte, ahora que habían encontrado a Amanda sana y salva, quedaría algo de tiempo para cenar y quizás alguien valoraría el esfuerzo que había hecho Diego para conseguir las liebres. El muchacho decidió que si tenía la oportunidad le comentaría a Sofía que Pablo Ferreira había vuelto con las manos vacías.