La sigma-álgebra

By cnavast

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Diego, Tadeo y Tomás son tres estudiantes de segundo de Biología que comparten residencia universitaria y una... More

Capítulo 1 - El Keylogger

Capítulo 2 - Marcos

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Con un sonoro chasquido hidráulico la puerta del autobús se abrió y un puñado de alumnos comenzó a bajar en tropel. Un joven Marcos de 14 años se despidió apesadumbrado de su amigo Hugo y bajó también del autobús. Llevaba en su mochila las notas de la interevaluación. Había suspendido Lengua, Geografía e Historia y Matemáticas, y al día siguiente tenía que llevar el justificante de las notas firmado por sus padres al colegio.

Marcos sentía una enorme ansiedad porque sabía cómo se lo iban a tomar en casa. Los castigos no le preocupaban. Ojalá todo pudiera resumirse a no tener paga, no poder salir durante un mes o que le quitaran la GameBoy. No, su madre se tomaba las notas mucho más en serio que todo eso. Marcos podía sentir su decepción, su dolor y su amargura cada vez que fallaba en lo académico, que era muy a menudo. Podía sentir el abismo al que se asomaba su madre frente a la idea del fracaso de su hijo.

Sentía un profundo odio por sus profesores, por lo que le estaban haciendo pasar a él, a su madre, y al resto de su familia; intoxicada por el ambiente que se generaba. Seguramente fuera el chaval que más libros había leído de su clase porque le gustaba leer. Pero ahí estaba, Lengua y Literatura: suspendido.

Marcos había tomado la decisión de falsificar la firma de su madre para evitar la debacle. Pero, hacia las ocho de la tarde su madre abrió la puerta de su cuarto:

—Marcos, la madre de Álvaro me ha dicho que os han dado las notas de la interevaluación.

«La puta madre del subnormal ese», pensó Marcos mientras la rabia, el odio y el asco le inundaban. Sospechaba (con acierto) que Álvaro, con todo aprobado, con mala saña y con su carita de inocente, le había contado a la cotilla de su madre que Marcos había suspendido tres, a sabiendas de que ésta, con más mala saña todavía, se lo restregaría a la madre de Marcos.

—¿Qué? ah, sí...

Y se puso a rebuscar en su mochila barajando la opción de decir que se las había dejado en el colegio. Finalmente concluyó que con eso no iba a ganar nada, así que sacó el papel y se lo extendió a su madre, quien lo escudriñó durante unos segundos.

—Todo suspendido... todo suspendido. Otra vez. ¡Joder!

—No he suspendido todo, he suspendido tres, y la difícil la he aprobad...

—Es que no doy crédito. No lo entiendo. ¿Pero cómo se te ocurre?

Y se marchó. Marcos sabía que eso no había hecho más que empezar. Que en ese instante el cerebro de su madre estaba inundado de ideas tóxicas que la iban a reconcomer por dentro, y que volvería a explotar muy pronto. Todo lo que quería en ese momento era que llegase a la hora de irse a la cama para agarrar un libro y sumergirse en un mundo menos deprimente que el suyo.

Hacia las nueve de la noche escuchó a su hermana pequeña gritar.

—¡Mamá! ¡Al teléfono, la abuela!

Marcos decidió coger el teléfono inalámbrico para espiar la conversación y saber qué tenía su madre en la cabeza para poder enfrentarse mejor a ello.

—Otra vez ha suspendido todo, de verdad, yo ya no sé qué le pasa ni qué hacer con él...

—Pobre... el chico necesita respirar, hija mía, es sólo un chaval, no tienes que preocuparte tanto.

—Pero si es que se pasa todo el día pegado al puñetero ordenador, no estudia, no hace nada, se le está quedando la cara rara, no tiene amigos...

Marcos tuvo suficiente. Algo mareado, porque era la primera vez que escuchaba a su madre hablar así de él, colgó el teléfono. ¿No tenía amigos? ¿Y qué pasaba con su cara? ¿Cómo que no hacía nada?

* * * * *

Era junio y quedaban dos días para las vacaciones de verano. Marcos, a una semana de cumplir los 17 años, acababa de terminar primero de bachiller. Estaba sentado en una silla del despacho de Gabriel Casabella, su profesor de Matemáticas.

—Marcos, te he llamado porque quería revisar contigo el examen.

Marcos asintió. Don Gabriel le caía bien y opinaba que sus clases eran las únicas que merecían la pena. Solía comenzar cada nuevo tema con una pequeña lección de historia en la que planteaba un problema real e interesante al que se enfrentaron en la época. Después daba pie a un debate, y los alumnos intentaban enfrentarse al problema con sus conocimientos. Sólo cuando todas las ideas se agotaban explicaba la ocurrencia que tuvieron los matemáticos de esa época para solucionarlo.

—Bueno, verás, esta pregunta de aquí, la extra... —dijo el profesor señalando con el bolígrafo—...no tenía esperanza de que ninguno la resolviera, la verdad. Y tú no sólo la has resuelto, sino que prácticamente has descubierto por tu cuenta la integración por partes, que no se da hasta segundo. Y todo en un examen. Es bastante impresionante.

—Muchas gracias, Don Gabriel —Marcos notó que se inflaba de orgullo.

—Pero claro, el resto del examen está prácticamente vacío...

—Sí... es que me entretuve en esa pregunta.

—¿Y por qué empezaste por esa, si es la última y es extra?

—Me pareció la más interesante.

—Marcos, no puedo ponerte más de un cinco. Y siendo justos... ni siquiera habrías aprobado.

Marcos se sintió algo decepcionado. Era consciente de que su forma de resolver ese problema había sido un puntazo del que se sentía orgulloso, y sabía que si había un profesor en ese colegio capaz de darse cuenta de ello, ese era Don Gabriel. Y pese a todo, no era capaz de ponerle más que un triste cinco.

—También quería preguntarte si ya sabes qué vas a estudiar cuando termines el colegio.

—No lo sé, quizás informática, aunque no creo que la nota me dé.

—Creo que tendrías que estudiar Matemáticas.

* * * * *

—El otro día me dijeron que estáis jodidísimos con la asignatura de Campos, que el profesor es un cabrón y os suspendió a todos el parcial.

A Marcos, Diego le caía bastante bien. Más de una vez le había escuchado en las cenas tener discusiones súper interesantes sobre una enorme variedad de temas con sus amigos, y más de una vez le hubiera encantado formar parte de ellas para aportar su visión. Pero nunca se había atrevido a decir nada: o bien pensaba que lo que tenía que decir no iba a resultar demasiado interesante, o bien pensaba que la conversación iba a durar un par de frases y después quedaría en un desagradable punto muerto, algo que solía pasarle a menudo.

Marcos comenzó a girarse hacia Diego y sus amigos para responderle, y reparó en el aparato que sobresalía por detrás de la torre. Lo identificó de inmediato.

—Sí, la verdad —dijo únicamente, reparando también en la caja y los plásticos que Tadeo tenía en su regazo.

A los pocos segundos Tadeo dijo no sé qué de los estudios y los tres se fueron. Marcos se acercó al ordenador que acababan de dejar para confirmar sus sospechas.

* * * * *

El autobús serpenteaba hábilmente por entre las estrechas calles antiguas que llevaban a la Universidad. You get what you give, de New Radicals, sonaba a medio volumen en los auriculares de Diego, quien ante el silencio somnoliento y ausente de Tomás había decidido unirse a Tadeo y ponerse también a escuchar música.

La facultad de Biología era una de las más antiguas de su Universidad. Se la conocía por el nombre de el pentágono por su arquitectura pentagonal, y contaba con una de las colecciones más extensa de animales disecados de todos los lugares del mundo, dispuesta en enormes rectángulos acristalados a lo largo de las paredes de cada una de las cinco plantas.

En el corazón del pentágono estaban la mayoría de los despachos, mientras que en la parte exterior se encontraban las aulas y los laboratorios. Entre los despachos y las aulas estaban los pasillos principales donde podían hallarse los receptáculos de los animales. Pese a que los pasillos eran amplios resultaban claustrofóbicos debido a la ausencia de ventanas, la forma pentagonal y las luces halógenas, a lo que se añadía el nada desdeñable espacio que ocupaban los receptáculos.

La mayoría de alumnos de primero coincidían al llegar que la colección más aterradora se encontraba en la quinta planta. A lo largo de una de las paredes del pentágono se encontraba una composición del amazonas llena de serpientes de los colores más variopintos, aunque la palma se la llevaba una enorme anaconda de ocho metros enrollada en un tronco con la mirada fija hacia el cristal, de forma que parecía vigilar a quienes pasaban por delante. Cerca de la anaconda había un imponente cocodrilo de unos cinco metros con las fauces abiertas y posición amenazante. La sección de la quinta planta que levantaba más pasiones, sin embargo, era la de los artrópodos.

En la hilera central uno podía encontrarse con decenas de arañas de todos los tamaños y formas, acompañadas de una breve descripción con su nombre científico y sus capacidades de defensa y ataque. Más de cinco minutos estudiando esos especímenes solían provocar en el visitante un ligero e incómodo cosquilleo en su cuerpo. Otra de las hileras estaba dedicada a los artrópodos acuáticos. Parecían sacados de películas de Alien por sus colores grisáceos, sus caparazones duros como piedras y sus incontables extremidades. En el resto de hileras había todo tipo de insectos sumergidos en ámbar, algunos con tamaños y anatomías tan raras que los visitantes solían preferir no haber sabido de su existencia.

La colección también incluía una serie de particularidades de la naturaleza al más puro estilo freak show: serpientes bicéfalas, una rana gorda y enorme con tres pares de ancas, un escorpión siamés y multitud de reptiles con las más extrañas malformaciones.

Los tres amigos salieron del ascensor en la quinta planta, donde se encontraba el aula del Ogro. Las luces estaban todavía apagadas y la poca iluminación que había procedía de las salidas de emergencia. El juego de sombras sobre toda esa cantidad de animales daba un toque todavía más siniestro que producía escalofríos, y los sonidos lejanos de las tuberías y los radiadores jugaban malas pasadas a la imaginación.

El aula del Ogro se encontraba en uno de los lados opuestos del ascensor, de forma que había que hacer dos giros en el pasillo hasta llegar a ella.

—Joder, qué mal rollo me da el bicho ese... —dijo Tomás cuando pasaron delante de la anaconda.

Por fin llegaron al aula y encendieron los halógenos, que parpadearon un par de veces. La puerta se encontraba al final del aula y contaba con una ligera pendiente hasta el estrado, donde estaba el cajetín del ordenador.

—Señores, allá vamos —dijo Tadeo.

—Me estoy cagando de los nervios, literalmente —masculló Tomás.

Bajaron hasta la primera fila y Tadeo dejó su mochila sobre la mesa, la abrió y comenzó a hurgar en ella en busca de su estuche, donde escondía el keylogger.

—Diego, ve donde el ascensor y avisa por el móvil si está todo tranquilo. Tomás, tú quédate en la puerta. Si viene alguien le entretienes un poco para que me dé tiempo a bajar de aquí.

Ambos se dirigieron hacia la puerta y Tadeo subió al estrado con el keylogger encerrado en su puño. Se fue acercando vacilante al cajetín del ordenador, disimulando un pequeño paseo de un lado a otro por si alguien entraba en ese mismo instante.

Al cabo de medio minuto recibió un «todo ok» en su móvil y se agachó frente al cajetín. Mientras tanto, Tomás alternaba su mirada entre dentro y fuera del aula, observando nervioso a su amigo. Tadeo extrajo la torre del ordenador y tiró del teclado para identificar el cable. Tras varios segundos de intentos fallidos por fin dio con él, pero cuando lo desconectó y pudo verlo mejor el mundo se le vino encima.

—¡Es otro tipo de entrada! —le dijo a Tomás— ¡No es USB, es de los viejos!

—¡¿Qué?!

—¡Que no entra, joder!

Tomás comenzó a bajar por el aula mientras Tadeo se incorporaba, pensando qué hacer.

—Tenemos que ir a otra aula a buscar un teclado USB y dar el cambiazo —determinó cuando Tomás ya le había alcanzado e inspeccionaba el viejo conector del teclado.

—¿Qué dices? Estás loco, no.

—Aún tenemos tiempo de sobra. En la tercera planta pusieron ordenadores nuevos.

—¿Pero cómo vamos a dar el cambiazo por otro teclado? Se va a dar cuenta, a saber la de tiempo que llevará utilizando este...

Pero Tadeo ya se había puesto en marcha, y Tomás no tuvo más remedio que seguirle. Cuando llegaron al ascensor explicaron brevemente a Diego el problema y el nuevo plan, y los tres bajaron dos plantas escaleras abajo. Cruzaron por delante de un majestuoso león y entraron en una de las pequeñas aulas de postgrado.

—Son ya menos veinte y empieza a haber movimiento de coches en el aparcamiento, ¿eh? —dijo Diego acercándose a la ventana, incapaz de contener un deje nervioso.

Con mucha más seguridad que en el aula del Ogro, Tadeo sacó la torre, desenchufó el teclado y tiró de él ayudándose hábilmente con la otra mano para desenredarlo del resto de cables.

—Tú, macho... pero si incluso es de otro color. Se va a dar cuenta. —Increpó Tomás, comparando mentalmente el viejo teclado mecánico de un blanco amarillento con el pulcro teclado negro que acababa de extraer Tadeo.

—Cállate y vámonos.

Volvieron corriendo escaleras arriba a la quinta planta, donde las luces ya se habían encendido, y Diego y Tomás recuperaron sus posiciones. Tadeo, para el asombro de Tomás, empezó a rebuscar algo en su mochila.

—¿Pero qué cojones haces? —le increpó Tomás.

Tadeo no se molestó en responderle. Sacó una hoja de papel y garabateó algo en ella. Después fue al cajetín y se peleó con los cables para sacar el viejo teclado. Entonces una voz le paralizó el cuerpo.

—¡Buenos días, Juan Ignacio! —Tomás intentó imprimir en su voz un sonido suficientemente alto para asegurarse de que Tadeo lo escuchaba. Sin embargo, el terror que le había embargado hizo que sonara como un chillido ahogado.

—Buenos días... eh... —el Ogro escudriñó a Tomás con sus pequeños ojos, intentando recordar su nombre.

—Soy Tomás Salvoch, soy alumno suyo, de bioquímica... —Tomás se había acercado a él tan descaradamente que parecía que le estaba haciendo un bloqueo de baloncesto.

—Ah, sí, señor Salvoch, qué madrugador. ¿Le importaría...? —respondió el Ogro, intentando seguir su camino.

—¿Eh? Ah, sí, mire, tenía una pequeña duda y no podía dormir. Verá, cuando el ATP se transforma en GTP no entiendo cómo puede no consumir... quiero decir, la entropía siempre tiende a aumentar, ¿no? entonces... —Tomás no tenía la menor idea de qué estaba diciendo. El Ogro le miraba con incredulidad mientras levantaba ligeramente una ceja y los ojos le chispeaban amenazantes.

—Señor Salvoch, creo que será mejor si se guarda su duda para cuando comience la lección. Estoy convencido de que sus compañeros la encontrarán muy... interesante —le cortó irónicamente. Y haciéndose a un lado continuó su paso y atravesó la puerta del aula.

—¡Vaya! No sabía que tenía alumnos tan madrugadores. De hecho, estoy convencido de que no los tenía. —Comentó el Ogro mirando hacia la primera fila. Tadeo, sentado en una silla, se giró, se quitó los cascos, y con la mejor de sus sonrisas dijo:

—¡Buenos días, Juan Ignacio!

Tomás entró en el aula y se sentó en la tercera fila, y al cabo de un minuto también entró Diego, que se sentó entre las últimas, buscando que el Ogro no los relacionase de ninguna forma. Mediante mensajes de móvil Tadeo les dijo que había conseguido conectar el keylogger, y que había dejado el viejo teclado encima de la torre con una hoja de papel en la que había escrito «NO FUNCIONA». Tomás reprendió a Diego por no haber avisado de que el Ogro había subido, a lo que Diego le contestó que él no había visto a nadie y que debía haber subido cuando estaban en la tercera planta. Diego por su parte reprendió a Tadeo porque la idea de la hoja le parecía muy estúpida ya que sólo iba a llamar la atención del Ogro sobre los teclados.

A cinco minutos de comenzar la clase el aula ya se había empezado a llenar de alumnos. Los tres amigos contuvieron la respiración cuando vieron al Ogro dirigirse al cajetín del ordenador, agacharse y encenderlo. Durante un instante la expresión del Ogro pareció escudriñar el nuevo teclado, pero finalmente observaron cómo comenzaba a teclear para iniciar sesión, y la clase dio comienzo.

* * * * *

Marcos escudriñó las mesas del comedor hasta que atisbó a Diego, Tomás y Tadeo sentados en una de las mesas pegadas a la pared de la hilera izquierda. Por un momento pensó en sentarse con ellos, ansioso de hacerles comprender que conocía su secreto y que no tenía ninguna intención de decírselo a nadie, que podían confiar en él.

Durante un par de segundos diseñó en su cabeza cómo sería la conversación, pero pronto se convenció de lo extraño que resultaría su presencia y lo descartó. Enfadado consigo mismo por no tener el coraje para hacer lo que realmente quería, decidió dirigirse hacia una mesa cercana e intentar escuchar lo que estaban diciendo.

Se sentó dos mesas más allá de ellos para evitar levantar sospechas, se puso sus cascos y pulsó un par de botones en la pantalla de su móvil, simulando abrir el reproductor de música, pese a que nadie le estaba mirando. Era una técnica muy socorrida para Marcos: con los cascos puestos se sentía protegido del resto del mundo, podía escuchar libremente conversaciones ajenas y podía hacerse el sueco ante cualquier sonido del exterior.

Agudizó su oído intentando escuchar la conversación que estaban teniendo a dos mesas a su derecha, pero el barullo del comedor ahogaba lo poco que podría haberle llegado. Apenas captó un puñado de palabras, como «Ogro», «correo» y «examen». Volvió a enfadarse consigo mismo por no haberse sentado en la mesa de al lado.

De pronto Marcos observó como Diego miraba hacia él y luego se levantaba. Rápidamente hundió su mirada en el plato de acelgas con jamón y se dio cuenta de que ni siquiera había cogido todavía el tenedor. Llevaba dos minutos tan concentrado intentando captar alguna palabra que había permanecido totalmente inmóvil. Con terror, observó por el rabillo del ojo cómo Diego empezaba a acercarse hacia él y cómo el corazón empezaba a latirle a gran velocidad. Mecánicamente cogió el tenedor y agachó aún más la cabeza en su plato.

—¡Ey, Marcos!

Marcos se irguió confundido y se quitó los cascos. Diego estaba de pie a su derecha, con una de sus genuinas y agradables sonrisas.

—Hola, ¿qué tal? —balbuceó Marcos.

—Oye, perdona que te moleste, ¿tú sabes muchísimo de informática, verdad? es que Tadeo, Tomás y yo tenemos unas preguntas y hemos pensado que quizás tú nos podrías ayudar...

Mientras le escuchaba, el terror se fue sustituyendo por una sensación de alivio y alegría. No sólo no había pasado nada malo, sino que querían contar con él. A Marcos le encantaba compartir sus conocimientos y sentirse escuchado, y además suponía la clase de dudas que tendrían.

—¡Claro que sí! ¡Pregunta lo que quieras!

—¡Genial, muchas gracias! —replicó Diego sorprendido ante el entusiasmo de Marcos.— Pero no te preocupes, ahora te dejo comer tranquilo, además ahora tenemos que bajar a la uni... ¿te parece si quedamos después de cenar en el trastero, a eso de las diez? 

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