Un verdadero Caballero

By Virginiasinfin

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Son tiempos difíciles en la Inglaterra del siglo XIII, pero a pesar de todo, Sarah de Albermale se las arregl... More

Sinopsis
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By Virginiasinfin

Inglaterra, año 1201

—No respires —le dijo Annette a Sarah, su hija de catorce años, a la vez que cerraba con fuerza los cordeles de su corsé—. Otro poco, Sarah —le pidió, y la niña inspiró fuertemente sumiendo su abdomen y se apoyaba en una de las columnas de su cama—. Ya está —dijo Annete, y Sarah pudo al fin dejar salir el aire, pero el corsé estaba tan apretado que no hubo descanso.

Se quedó allí un momento acostumbrándose a la sensación, obligando a sus costillas a la fuerte compresión a la que estaban siendo sometidas. Annette la miró sonriendo.

—¿Está lo suficientemente apretado? —Sarah asintió—. No te vayas a desmayar en la entrada sólo porque te falta el aire.

—Lo resistiré —dijo Sarah caminando hacia la cama, donde tenía extendidas las piezas de un hermoso vestido de bordados azules sobre seda blanca—. Lord Frederick debe verme preciosa, y si para eso debo dejar de respirar, lo haré.

—Y morirás —se burló su madre, y al fin, Sue, la doncella de Sarah, se apresuró a poner las faldas y sobrefaldas de su indumentaria. No había sido ella quien le ajustara el corsé porque opinaba que no lo apretaba lo suficientemente fuerte, y había tenido que llamar a su madre, a pesar de lo atareada que debía estar, para esta tarea, y había tenido razón. A Annette no le temblaba la mano para casi nada, ni siquiera para dejar a su hija sin aire apretando un corsé.

Cuando estuvo lista al fin, dio vueltas hacia un lado y al otro de su recámara comprobando los movimientos de los metros de tela que la envolvían y sonrió satisfecha. Se pasó las manos acomodando los pliegues y luego por su roja cabellera, que llevaba suelta a la espalda en hermosos bucles. Como era muy joven, no estaba obligada a usar cofias ni tocados, lo que era una suerte, pues consideraba que su pelo rojo constituía la mitad de su atractivo.

Estaba mejor que si fuera a una fiesta en la ajetreada Londres.

Y es que la ocasión era mucho más especial. En el castillo de Albermale pocas veces ocurrían eventos así, la última vez fue la visita del rey Enrique Plantagenet, y para ese entonces, Albermale no era la fortaleza de hoy.

—¡Ya están aquí! —gritó alguien afuera, y Sarah corrió a las escaleras que la llevarían al gran salón donde su madre había dado órdenes de reunirse. Era la tradición esperar a invitados tan honorables en la entrada de la torre del homenaje, y Sarah se ubicó entre su hermana menor y uno de sus hermanos mayores. Su padre, un hombre aún atractivo de pasados cuarenta años, llegó al fin hasta ellos y Sarah vio a su madre acomodarle los ropajes y el cabello como si fuera un niño de cinco años, pero a su padre no le molestaba aquel gesto, todo lo contrario, y lo vio sonreír y luego ponerse firme tomando aire.

—Qué guapa estáis, hermana —le dijo Charles, el segundo de los hijos de Lord Wulfgar Collingwood de Albermale. Sarah elevó su mirada a él sonriendo. Charles siempre era mucho más agradable que William, su hermano mayor.

Era la tercera de cuatro hermanos, la única que había heredado el pelo rojo y los ojos azules de su padre, y además, con ese vestido, llamaría la atención así fuera sólo un ratoncillo.

Pero no lo era, sonrió elevando el mentón.

Lord Frederick, o Fred, como prefería llamarlo en su mente, seguro que se enamoraría de ella hoy, y para eso, ella se había esforzado en lucir espléndida, perfecta, correcta. Comprobó su escote, oculto por una seda casi transparente, pero lo suficientemente atrevido para alguien de su edad y su posición. Si ya Fred no la amaba, hoy caería rendido a sus pies.

Una comitiva de hombres a caballo atravesó al fin el rastrillo del castillo Albermale, y el corazón de Sarah empezó a saltar fuertemente en su pecho. El ansiado momento al fin había llegado.

—¡Wulfgar, amigo mío! —exclamó Lord Rawson bajando de su caballo y yendo al encuentro de su padre. Sarah los vio abrazarse y darse palmadas en la espalda, hablar casi a gritos y reír. Eran viejos amigos, su padre era un conde también, pero no tan poderoso como Lord Russel, que era primo del rey Juan, y conde de Pembroke. Era terriblemente poderoso, escandalosamente rico, y ella estaba prometida a su nieto, Frederick, quien algún día heredaría título y tierras.

Lo vio, y su corazón se saltó un latido. O tal vez era el corsé tan apretado, no supo, pero su sonrisa se ensanchó y no quitó sus ojos de encima de él. Frederick sólo era dos años mayor que ella, rubio, y por lo que podía ver, más alto que muchos. La miró de arriba abajo cuando la divisó, y ella, como una perfecta dama, bajó su mirada.


Al patio de armas siguió llegando gente a caballo. Algunos portando el estandarte del león rampante dorado sobre campo de gules atravesado por una cruz blanca de los Pembroke, y otros luciendo su reluciente armadura con la visera de sus yelmos bajadas. Debían estar muy cansados por las casi dos semanas de viaje, pero se mantuvieron allí, de pie o sobre sus caballos, esperando la orden a seguir.

—¿Este es el joven Frederick? —preguntó su padre mirando a su prometido, que había bajado de su caballo, con una sonrisa, y Sarah no se perdió el gesto de respeto que Fred le hizo—. Ya eres todo un hombre, muchacho.

—Recientemente, armado caballero —anunció Russel, orgulloso de su nieto—. Esgrime la espada tan bien como cualquier Rawson.

—Me alegra saber eso —su padre fue llamando a sus hijos de mayor a menor para presentarlos ante lord Pembroke, y cuando fue su turno, la miró significativamente. Sarah acudió a él haciendo una perfecta venia.

—Hermosa como su madre —sonrió lord Pembroke con una ancha sonrisa—. Aunque no estoy seguro de querer que mis bisnietos sean pelirrojos como vos—. Wulfgar no se molestó ante el comentario, sólo resopló un poco.

—Tendrás suerte si salen tan guapos como ella. Los Rawson sois feos todos—. Lord Pembroke soltó la carcajada y Annette tomó aquella distensión como una señal, así que, a un movimiento de su mano, todo se puso en movimiento.

Sarah se aprestó a ayudar a su madre en sus tareas de anfitriona. Los caballeros de más alto rango eran invitados a seguir al interior de la torre del homenaje, sus caballos eran llevados a las caballerizas, y los caballeros de menor rango y los sirvientes, eran llevados a las cocinas, la herrerías, y otros lugares que se habían dispuesto para ellos. La mayoría, aseguró, dormirían en tiendas a las afueras del castillo, o en el mismo patio de armas. A Sarah le constaba que estos hombres no tenían problema en dormir sobre el heno de los caballos en las caballerizas, o los bancos del salón, con tal de hallar un espacio horizontal lo suficientemente largo para que cupieran sus cuerpos.

Su madre había dicho que vendrían al menos cincuenta hombres, estarían unos días, y luego se marcharían. Esta noche habría un banquete, para lo cual, su padre y su hermano se habían estado preparando yendo de caza, y las cocinas ahora mismo debían ser un hervidero. Sin embargo, bajo el mando de su madre todo saldría bien, estaba segura; no faltaría el vino, ni la carne. Todos habían sido obligados a darse un baño, incluso su traviesa hermana menor, que estaba tan limpia como nunca la había visto.

Al fin avanzaron hacia los asientos dispuestos en el centro de la torre del homenaje. Había mesas largas con sus bancos de madera para que los caballeros visitantes se sentaran a disfrutar de la cena, y una mejor dispuesta, con manteles y velas de cera de abejas para los anfitriones y los lores invitados. Fred fue ubicado al lado suyo, y Sarah tuvo que controlarse para poner en práctica todos sus buenos modales. Él era en extremo guapo. Su cabello rubio le llegaba un poco largo al cuello y cubría sus orejas, y sus ojos grises y pálidos eran redondos y de pestañas rizadas. Tenía una sonrisa hermosa, de dientes completos, y ninguna cicatriz, de ninguna enfermedad o herida, en su aún lampiño rostro.

Frederick, desde su asiento, la miraba y sonreía, ponía en práctica todos sus buenos modales manteniendo su copa de vino llena, y poniendo en su plato los trozos de carne más tierna de la fuente en medio de la mesa. Ella no podía dejar de preguntarse si acaso la encontraba guapa, si le gustaba lo que veía.

Estaban prometidos, iban a casarse algún día, pero ella necesitaba, de todos modos, saber que la encontraba atractiva.


El vino se servía generosamente, y pronto los corazones estuvieron contentos. Sarah se sorprendió cuando Fred se levantó de su asiento y le extendió la mano para que se levantara también. Sarah aceptó encantada. Él la fue conduciendo hacia la salida, y ella se alegró. Tal vez estaba buscando un momento a solas, o un espacio con menos ruido donde poder conversar.

Cuando notó que la sacaba del salón, le echó un vistazo a su madre, pero ella estaba ocupada regañando a Elizabeth, su hermana menor, por alguna pilatuna, y Frederick tiró suavemente de ella para que lo siguiera.

—Sois preciosa, lady Sarah —le susurró él con una sonrisa—. Una dama como ninguna otra.

—Oh, gracias, lord Frederick.

—Llamadme sólo lord Fred. Estamos prometidos, y cuando alcancemos una edad más oportuna, seremos marido y mujer—. Sarah sonrió encantada de que él lo dijera. Si salía de sus labios, parecía más real—. Conocéis la razón de nuestra visita, ¿no es así? —Sarah asintió suavemente.

—Venís a... formalizar el compromiso.

—Y a llevaros con nosotros—. Sarah lo miró sorprendida—. Mi abuelo, lord Pembroke, quiere que la siguiente condesa de Pembroke sea intachable, y para eso, debéis empezar a conocer el castillo y sus manejos al lado de mi abuela. Estaréis bajo nuestra custodia hasta el día de nuestro casamiento. Luego de eso, Pembroke será vuestro hogar.

—No... no me imaginé...

—Pero es lo más normal —la interrumpió él—. Vos habéis vivido toda vuestra vida aquí, en Albermale, pero es tiempo de que os empecéis a familiarizar con Pembroke, si queréis ser la siguiente lady de nuestro castillo.

—Claro que quiero—. Fred sonrió de medio lado, mirándola fijamente.

—Sois, en verdad, una beldad. Me recordáis a una magnífica yegua zaina que tuvimos una vez.

—Qué palabras tan... —no pudo terminar con su elogio, porque Fred se inclinó a ella y besó sus labios. ¡Su primer beso!

Aunque en un primer momento no supo si sentirse encantada o insultada, cuando él retiró la cabeza, no pudo más que sonreír, pero fue una sonrisa forzada, y ni siquiera pudo mirarlo a los ojos.

No, aunque él era su prometido y su futuro marido, él no debió besarla. No hasta haber intercambiado los votos ante un sacerdote, no hasta que sus padres dieran el permiso.

Su corazón empezó a latir furiosamente, debatiéndose entre la vergüenza y la furia, pero una dama nunca debía sentir furia, y poco a poco se fue aplacando. No era para tanto, se dijo. Él es Frederick, mi prometido. Lord Frederick, mi futuro marido.

Tendría que preguntarle a alguien si en verdad debía sentirse ultrajada sólo por haber sido besada por el hombre que en el futuro sería el padre de sus hijos.

Miró en derredor como despertando de un trance. Sentía que habían pasado horas allí. Estaban solos en esta parte del castillo; distraída, había andado sin rumbo y ahora estaban en las almenas de la torre del homenaje, en lo más alto. El viento era frío, y ella había dejado su chalina dentro.

—¿Estáis asustada?

—Un... un poco.

—No debéis sentir miedo de mí —dijo él acercándose otra vez—. Sois mi prometida.

—Sí, pero...

—He deseado besaros desde que os vi en la entrada...

—Pe... pero...

—Me parece oír que la dama no disfruta de vuestras atenciones, lord Frederick —dijo la profunda voz de un hombre, y Sarah casi grita dando un paso atrás. ¡Los habían visto! ¡Su reputación estaba arruinada! Oh, la habían visto ¡y para siempre correrían chismes de lady Sarah de Albermale besándose en las almenas con su prometido antes de la boda!

—¿Quién os llamó aquí? —dijo la hosca voz de Frederick, y Sarah sólo pudo ver las botas de un hombre acercarse. Sin poder soportarlo, dio la vuelta y bajó a toda prisa las escaleras, desanduvo todo el camino hasta llegar de nuevo al gran salón, donde el vino ya empezaba a hacer de las suyas en los invitados. Hablaban más alto, más fuerte, había más carcajadas y golpes en las mesas.

Miró a su madre, que le preguntó con la mirada dónde había estado, y Sarah, sonrojada de vergüenza, sólo le sonrió y se sentó en el lugar de antes.

Y entonces se dio cuenta de que la habían visto besarse, y no sabía quién. No había mirado el rostro del hombre que había llegado a salvarla, prácticamente, pero él sí sabía quién era ella.

Si la vergüenza fuera un veneno, ella habría caído fulminada allí mismo.


—No hacéis bien —dijo Wulfric Rawson mirando a su sobrino con ceño adusto. Frederick sólo hizo rodar sus ojos y caminó hacia las escaleras por donde se había perdido su prometida, pero lo detuvo la mano de su tío.

Era más fuerte que él, mil veces más fuerte que él, así que no requirió de mucho esfuerzo para detenerlo, aunque sólo estaba usando una mano. Pero Frederick sabía cómo liberarse, así que se movió con brusquedad. Sin embargo, midió mal sus pasos y a punto estuvo de caer de la torre. Otra vez la enorme mano de Wulfric lo detuvo, esta vez salvándolo de una muerte segura.

—¡Soltadme! —gritó Frederick, esta vez asegurándose de pisar sobre seguro y alejándose del abismo.

—Dejad de comportaros como un crío y os soltaré. Habéis estado acosando a una dama y...

—Esa dama era mi prometida —exclamó Frederick, zafándose al fin del agarre—. Tengo derecho a besarla.

—No hasta el matrimonio.

—¿Y a vos qué? Es mía desde ya, puedo hacer con ella lo que quiera—. Wulfric no dijo nada, y en la penumbra, Frederick pudo ver que su rostro, o la mitad de él, se contraía un poco de rabia.

Frederick estaba seguro de que su tío lo odiaba. Por supuesto que era un odio más nacido de la envidia que de cualquier otra cosa, pues él nunca le había hecho nada malo en verdad.

No hasta ahora.

Russel Rawson, conde de Pembroke, había tenido sólo dos hijos varones, y ninguna hija. Lady Lettice no había sido muy fértil en su juventud, y casi todos sus hijos morían antes de nacer. Dio a luz a James, varón, y cuando éste ya tenía veinte años y había contraído nupcias con lady Catarina, nació el segundo hijo, su tío Wulfric.

James y Catarina sólo tuvieron hijas, y más hijas, y al fin había nacido él, Frederick, pero entonces su padre murió de fiebres, fiebres que poco después se llevaron también a su  madre, y a dos de sus hermanas. Lord Russel había enviado a Frederick lejos para salvarlo de la epidemia, y lo había conseguido. Cuando se hizo el momento de nombrar un heredero, el viejo Russel lo había nombrado a él, y no a Wulfric, su segundo hijo.

Con sólo veinte años, Wulfric ya tenía más cicatrices y más marcas de guerra que cualquier otro que hubiese conocido. Y aun así, nada de esa gloria en el campo de batalla, ni la fuerza que lo había ayudado a sobrevivir a cada guerra en la que participó, le fueron suficientes al lord de Pembroke.

También estaba el pequeño e insignificante asunto de que él era un hombre joven, guapo y... completo.

Sonrió al pensarlo. Wulfric era un lisiado. O algo así. Tenía la mitad del rostro destruido por el fuego, lesión que se hizo cuando él era aún un niño, y todas las veces que preguntó cómo se lo había hecho, nadie le respondió. La mitad izquierda de su cara era un horror para mirar, y lo peor era que él no usaba su cabello para ocultarlo, así que la arrugada y enrojecida piel de la sien, su desaparecida oreja, y la desagradable costra de su cuello, estaban completa y permanentemente a la vista.

Era una característica que lo hacía resaltar entre los demás hombres, en las prácticas del patio de armas, o en cualquier circunstancia en la que no llevara el yelmo de su armadura. Sus enemigos se cohibían un poco al ver esas marcas de fuego que eran testimonio de un terrible dolor que este hombre debió sufrir en el pasado, y al que había sobrevivido. Le ayudaba muchísimo a la hora de intimidar... Pero lo alejaba de las camas de las bellas damas. Ninguna mujer soportaba verlo por más de dos segundos, la mayoría de ellas arrugaba su rostro, hacía muecas y alejaban la mirada. Imaginaba que su tío tenía que pagarles a las prostitutas para poder hallar alivio entre las piernas de una mujer, mientras que a él, con sólo dieciséis años, las mismas se arrojaban a sus pies.

Era envida, se repitió. Su tío Wulfric lo envidaba por ser el heredero, y por ser atractivo.



Wulfric apretó los dientes al oír las últimas palabras de su sobrino. Y lo peor, es que tenía razón. A partir de esta noche, Frederick podría hacer con lady Sarah de Albermale lo que quisiera, mientras conservara su virtud, pero él sabía que una mujer podía perder su inocencia y su reputación aunque su virginidad estuviese intacta.

¿Y qué le importaba a él?, pensó luego, mirando al oscuro horizonte que se podía divisar desde lo alto de la torre de Albermale. No era su problema. Lady Sarah no era asunto suyo.

Pero algo dentro le remordía cuando pensaba en esa pequeña y hermosa criatura a merced de su caprichoso sobrino. No, no le esperaba nada bueno a la chica, sin embargo, no podría soportar que intimidasen a una mujer casi en frente suyo, y aquí estaba, de paladín de una dama que no lo conocía, y que si así fuera, entonces lo despreciaría.

Vio a Frederick acomodarse sus ropas y encaminarse a las escaleras por las que había desaparecido lady Sarah, y lo siguió. En el gran salón, vio a la chica sentada en el mismo asiento de antes, pero ya no sonreía, ni parecía dueña de sí misma.

Y sólo había estado al lado de Frederick unos pocos minutos.

—¿Habéis visto al monstruo de Pembroke? —preguntó Sue a la mañana siguiente extendiendo las mantas de la cama de Sarah. En el cuarto estaba otra doncella, limpiando y recogiendo muy atareada, y a ella se dirigía Sue con su pregunta, pero Sarah la miró intrigada.

—¿El monstruo de Pembroke?

—Es sólo un hombre —dijo la otra doncella recogiendo un alijo de ropas sucias y saliendo, pero Sarah miró a Sue interrogante.

—Es un hombre-monstruo —susurró Sue—. Anda en dos patas y tiene dos manos, pero es un monstruo. Ya lo vi esta mañana. Es espantoso—. Sarah se metió detrás de un biombo que su padre le había traído de uno de sus viajes, y empezó a pasarse un paño húmedo por su cuerpo desnudo. Sin mirar mucho, porque la desnudez era pecado, o eso decía el padre Prudence—. Tiene el rostro totalmente desfigurado —siguió Sue—. Un ojo azul y el otro negro como las puertas del infierno, sólo es calvo la mitad de la cabeza, y su respiración suena como la de un toro enfurecido. No respira, resopla.

—Has estado escuchando los cuentos de Nellie.

—No son cuentos de la vieja Nellie, yo lo vi con mis propios ojos. Sentí... —siguió Sue poniéndose la mano en el pecho—, que ya era mi hora, que iba a morir allí. Vi todas las cosas malas que hice en mi vida... que no eran muchas, pero... Empecé a rezar, y Dios tuvo misericordia de mí. Espero no tener que cruzarme con esa bestia nunca más en mi vida.

—Pero tú misma has dicho que sólo es un hombre.

—Pero es espantoso, mi lady. Permaneced alejada.

—De acuerdo —Sue le pasó por encima del biombo su ropa interior limpia, y Sarah siguió vistiéndose. Sue no tenía problemas en seguirle contando acerca de su casi encuentro con la misma muerte, y ella sólo la escuchó sin prestarle mucha atención.


Era mañana de caza. Lord Russel y lord Wulfgar, los hijos de este y Frederick, irían al bosque en busca de algún ciervo. Lord Wulfgar les había prometido una buena caza, diciéndoles que había jabalíes en la zona, y, si tenían suerte, traerían uno a la vuelta.

Wulfric preparaba a Sombra, su semental árabe, para ir con ellos. Lord Russel le había ordenado la protección de Frederick. El chico no podía ponerse demasiado en peligro, y allí debía estar él para evitar que corriera el menor riesgo. Y sin embargo, si el jabalí o el ciervo se ponían a tiro, él debía ayudarlo a dar en el blanco, para resaltar así su hombría y valentía.

—Lady Sarah, hermosa mañana —escuchó decir, y Wulfric se giró a mirar. Vio a la hermosa pelirroja asentir con la cabeza y una sonrisa discreta; venía acompañada de otra dama, pero ella, definitivamente, se robaba toda la admiración de los hombres alrededor. La atención de ella estaba en Frederick, que molestaba a un chucho del patio con la vaina de su espada.

—Mi lord —lo llamó ella con voz tímida, y sus enormes ojos azules brillaron con la resplandeciente luz de la mañana.

Ayer, con su vestido blanco de bordados azules le había parecido preciosa, pero hoy era simplemente una aparición. Llevaba un sencillo vestido color lavanda, que acentuaba el rojo de sus cabellos, recogidos en la coronilla de su cabeza, y la blancura de su cuello eran algo demasiado tentador para traerlo a esta hora de la mañana a la zona de las caballerizas, donde casi todos los caballeros se preparaban para montar e ir al bosque cercano a cazar.

Los ojos de Wulfric se desprendieron al fin de la piel de su cuello, y se desviaron a la de sus manos, que se extendían con algo en ellas.

—He traído esto para vos —le dijo la joven a Frederick—. Para que os dé buena suerte en la cacería.

—Oh, gracias. Seguro que servirá.

—Atadlo a... —ella pareció desconcertada cuando Fred guardó el pequeño pañuelo en la pretina de sus calzas, casi al nivel de su entrepierna.

—¿Es ese el sitio para guardar el pañuelo de una dama? —se burló Arthur, uno de los caballeros de Russel, y al que no le importaban las quejas ni acusaciones de Frederick.

Al oír aquello, Frederick se sacó el pañuelo de donde lo había metido y se lo extendió de nuevo a Sarah, que no supo qué hacer con él.

—Ponedlo donde vos creáis conveniente —dijo, lo que aumentó el azoramiento de la chica, pero esta se acercó a él, tomó el pañuelo y lo ató en su muñeca—. Gracias, mi lady—. Ella sonrió asintiendo, y entonces su mirada se desvió de Frederick a él, y pasó lo que siempre pasaba. Lady Sarah lo miró primero con horror, luego, con miedo, y por último, dándose cuenta de que su reacción no era cortés, bajó la mirada.

Wulfric tragó saliva. Había sabido lo que pasaría si ella lo miraba atentamente a la luz del día, y, sin embargo...

Todas las damas tenían siempre la misma reacción. Se horrorizaban, se espantaban, se preguntaban seguramente cuánto había dolido, si era contagioso, si seguiría extendiéndose, y por último, recordaban sus buenos modales y bajaban la mirada de su rostro, pero aquello lo empeoraba todo. Era una descortesía mirar atentamente los defectos de las otras personas, pero inevitablemente los miraban, y se horrorizaban; algunos eran incapaces de dejar de mirar, otros no lo soportaban y enfermaban. Lady Sarah estaba teniendo la segunda reacción; había palidecido, y decidió mirar más atentamente el rostro sano y hermoso de Frederick, como una especie de alivio para el horror que habían tenido que soportar sus ojos.

—Tened... tened una... buena caza —dijo, a nadie en particular. Los caballeros, embelesados por su belleza, asintieron tomando para sí sus buenos deseos, y le contestaron en diferentes tonos de voz. Antes de dar la vuelta, Wulfric vio que Sarah tragaba saliva y luchaba por no echar a correr.

Él sólo hizo una mueca sonriendo. Ya estaba acostumbrado a esto. Debía estarlo. Este dulce pajarillo, que no era más que una niña, no podía haber tenido otra reacción.

Era de esperarse.

Y sin embargo, haló un poco más fuerte de lo necesario las cinchas de Sombra, su caballo, y éste relinchó en protesta. Tuvo que aflojar el apretón y tranquilizarlo.

A Sombra no le importaba cómo lucía su rostro, pero era sólo un caballo.


N/A: Hemos empezado!!

En esta ocasión debo hacer un pedido especial a mis lectoras. La mayoría sabe que esta es mi primera novela histórica medieval, y que estoy saliendo de mi zona de confort, pues mis anteriores novelas fueron todas contemporáneas.

Debido a esto, tengo el presentimiento de que en algunas ocasiones necesitaré de su paciencia con respecto a los horarios de entrega. Habrá días en que no pueda publicar al tercer día como están acostumbradas, pero entonces lo estaré anunciando a través de mis redes sociales.

Por otro lado, voy a dejar por aquí, de vez en cuando, imágenes que ilustren algunos espacios y objetos que se describirán a lo largo de la historia; esta vez es el turno de un castillo medieval.

Gracias desde ya por sus votos y comentarios, no seas tímida y dime de lo que piensas de este primer capítulo!

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