Atrapados por el Destino [DRA...

By IreneGarza0

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Cuando Hermione escuchó a una Adivina muggle hablar sobre una profecía amorosa, no podía creerla; hasta que D... More

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La visita
Dejavú
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La intrusa
La Cámara
Convergencia
La decisión
Tras el velo
Hermione y Draco (Primera parte)
Hermione y Draco (Segunda parte)
Draco y Hermione (Tercera Parte)
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Galya y Alekséi
Elena e Ignacio

El Inefable

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By IreneGarza0

Prácticamente se sentía un fantasma. Algo a lo que ya se había acostumbrado después de todo. Pero era de esperarse; el Departamento de Misterios era, efectivamente, el Departamento más misterioso de todo el Ministerio de Magia.

Podía afirmar, con absoluta seguridad, que nadie en todo el edificio sabía lo que hacía en aquel lugar. Incluso, muy probablemente ni sus propios compañeros lo supieran, así como él no sabía en qué trabajaban los otros Inefables del Ministerio.

Pero contrario a todo lo que cualquier persona podría imaginarse sobre ser un Inefable, la realidad era que resultaba un trabajo prácticamente normal, salvo por su secretismo. Básicamente se trataba sobre investigación y recopilación de información acerca de temas hasta ahora escasa o nulamente tratados por las ciencias mágicas actuales.

Era un trabajo muy interesante, pero tremendamente solitario. Y es que incluso se pedía encarecidamente a los pocos miembros del departamento que se abstuvieran de tener contacto entre ellos y que, en la medida de lo posible, procuraran no dejarse ver entre los pasillos del ministerio.

Había sucedido en más de una ocasión; los secretos que los Inefables poseían despertaban tanta curiosidad que terminaban siendo interrogados hasta el acoso o incluso secuestrados. Todo con tal de que revelaran los misterios que poseían.

Así que por lo tanto, sin poder hablar con nadie dentro del Ministerio, y sin que nadie lo observara siquiera en las escasas ocasiones que abordaba el ascensor o transitaba por los pasillos, había comenzado a sentirse como un fantasma.

Ya había quedado atrás la época en que, debido a su apellido, se sentía el soberano supremo de su colegio. Había superado también, por los pelos, aquella oscura época de su pasado en que se vio sumergido en las pantanosas filas del Señor Tenebroso.

Y también había pasado esa horrible etapa de su vida en la qué, considerado un traidor tanto por los "buenos" como por los "malos" había tenido que ir construyendo de poco a poco un nuevo nombre para tratar de reivindicar a su familia. Cosa que incluso después de tanto tiempo no había logrado del todo.

Después de tanto tiempo, y muchos dolores de cabeza que lo hicieron madurar a la mala, Draco Malfoy ya no se medía de acuerdo a su estatus de sangre, su apellido, o su linaje. Después de todo, las circunstancias en las que vivió se habían encargado de ello.

Ahora contaba con un selecto grupo de amigos de sus años de escuela, después de haber purgado a todos aquellos que aún conservaban los prejuicios de sangre, con quienes solía salir por las tardes de vez en cuando. Intentaba mantenerse ocupado en el escaso tiempo que le quedaba disponible, principalmente para tener algunos temas de conversación y evitar que tocaran el tema de su trabajo. Cosa que de cualquier manera no hacían. Como buenos Slytherins de la época de la guerra, habían aprendido a no meterse en los asuntos de los otros si ellos no querían hablar del tema.

Aún conservaba algunos de sus rasgos de antaño, a pesar de haber cambiado la mayoría de ellos. Seguía siendo mordaz con sus comentarios, y su mirada, a los ojos de quien no lo conocía, seguía siendo tan altanera como siempre. Sus ademanes y su modo de caminar seguían siendo aristocráticos y elegantes, hasta el punto de parecer arrogantes.

Pero aquellos que lo conocían, a quienes podía contar con los dedos de una mano, sabían que detrás de aquella mirada se escondía un orgullo herido que aún no se había recuperado. Y que su porte aristócrata no era otra cosa que un modo de defensa, para tratar de mantener a raya a las personas. Eran su escudo, para evitar que la gente se le acercara. Para evitar que lo juzgaran por quién había sido, o peor aún, por lo que sus padres habían hecho.

Sí, había tenido algunas relaciones en el transcurso de los años; incluso, una par de años atrás había salido con una mestiza a pesar de las reticencias de sus padres. Pero debido a la coraza que se había autoimpuesto para evitar ser lastimado, la chica terminó por dejarlo, alegando que su frialdad y distancia no le permitían acercarse a él.

Muy en el fondo, sabía que si se había alejado, era porque no se trataba de la chica correcta. Él quería tener a su lado a alguien que le transmitiera una confianza tan absoluta y total que le permitiera ser él mismo... sin tener que ocultarse. Que lo aceptara tal como era, incluido su pasado, incluidos los prejuicios que se cernían sobre él. Que lo complementara de tal manera que nada importara en realidad.

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La montaña de libros, pergaminos y documentos era monumental. Tanto, que su metro noventa no era suficiente para que sus ojos sobrepasaran el límite de su altura.

Intentaba llegar a su despacho con todo el material de documentación que había extraído de la biblioteca privada del Departamento de Misterios. Una amplia y basta biblioteca a la cual sólo podía accesarse con un conjuro especial, desarrollado por cada uno de los Inefables individualmente.

A pesar de no encontrarse muy lejos de su lugar de trabajo, intentaba no tener que dar más de un recorrido para llevar la documentación con la que trabajaría ese día. Así que había decidido llevar todo de una sola vez. Desgraciadamente las normas de la biblioteca prohibían portar la varita dentro del recinto, por lo que al igual que cada día, tendría que llevar todo sin usar magia.

Y ahí se encontraba, con un montón de pergaminos en la base de sus manos, y una cantidad de libros descomunal, chocando contra cada columna del corredor, y haciendo malabares para evitar que cayeran.

Pisó accidentalmente la bastilla de su túnica, y después de un par de infructuosos tambaleos, terminó en el piso, con todos y cada uno de los libros regados.

—Maldición.

Veinte minutos y dos buenos golpes en la cabeza después, se encontraba nuevamente en la comodidad de su amplio despacho.

En la pared del fondo, que medía más de siete metros, se encontraba desplegado un intrincado grabado, que a ojos inexpertos hubiera parecido un árbol genealógico, pero que mirando más detenidamente, unía de maneras aparentemente arbitrarias, a magos, brujas y muggles de todo el mundo.

Su campo de estudio. La razón por la que había entrado a formar parte del cuerpo de Inefables del Ministerio de Magia.

Por irónico que pareciera, aquello que más denotaba el cambio en su postura de acuerdo al linaje de la sangre era precisamente lo que no podía compartir con nadie.

Siempre, desde que tenía memoria, le había interesado el aparente "desarrollo espontáneo" de la magia en personas sin antecedentes mágicos. Cuando era joven, y sus prejuicios nublaban la curiosidad, lo atribuyó a alguna forma de robo o engaño por parte de los sangre sucia, volcándose en un odio infundado que era acrecentado por crecer en la familia en la que habia crecido.

Pero ese pensamiento cambió con el paso de los años, convirtiéndose en genuina curiosidad. Y esa fue la razón principal por la que decantó sus estudios hacia la medimagia. Quería encontrar el origen biológico de la magia en muggles.

En su tiempo, incluso se dedicó a estudiar a profundidad algunos de los tratados muggles más complejos sobre genética, intentando por todos los medios encontrar aquello que hacía posible que, aparentemente de la nada, una persona se convirtiera en mago.

Su estudio nunca fue concluyente, y se frustró por ello. Hasta volvió a paladear sus teorías de antaño respecto al origen usurpado de la magia en los muggles.

Pero un día las cosas cambiaron por completo. Lo mandaron llamar del ministerio de Magia; específicamente de la sección de Misterios, para que se adentrara en un nuevo campo de estudio que estaban desarrollando. Su sorpresa fue enorme al encontrar que aquel departamento, de manera muy diferente al método que él había abordado en sus estudios, investigaba precisamente el mismo tema: el origen de la magia en los muggles.

Tenían una teoría que querían comprobar. Y era tan increíble que incluso desafiaba los límites de la magia misma: La reencarnación.

El trabajo de Draco consistía, principalmente, en recabar información sobre la vida de ciertos magos y brujas, a través de los siglos, y ligarlos mediante comparaciones y similitudes con otros. Era difícil, aburrido, y frustrante, tener que buscar toda aquella información para después catalogarla, archivarla y posteriormente comparar y extrapolar hasta encontrar una línea de conexión. Al principio llegó a pensar que sería imposible encontrar información tan compleja y diversa para poder crear conexiones. Pero valiéndose de su tenacidad y de algunas muy útiles cámaras a las que tenía acceso en el departamento de Misterios, había logrado encontrar una metodología efectiva.

Después de cinco años, había recabado un historial de reencarnaciones impresionante. Y éste determinaba, con precisión asombrosa, que era precisamente aquella la manera en la que la magia se transmitía. No era una cuestión física después de todo. La magia no residía en el cuerpo... sino en el alma.

Ahora llevaba una línea, especialmente antigua, de conexión. Una que lo había dejado asombrado, precisamente porque conocía al receptáculo final. Cosa que hasta ahora no había sucedido.

Originaria en sus registros del siglo XIV, había logrado catalogar hasta ahora ocho de sus vidas, siendo la última de ellas precisamente aquella persona que había generado sus primeras dudas respecto a la legitimidad de la magia en los muggles, y despertó la curiosidad que lo llevó hasta donde se encontraba ahora.

Hermione Granger.

La primera vez que sus estudios lo llevaron a esa conexión, diez meses atrás, se encontraba tomando un café muy cargado. Cuando encontró una de las pinturas de Antares Zarggoh. Tuvo que aplicar un hechizo restaurador, debido al daño ocasionado al retrato por el café que salió expelido de su boca. Era la viva imagen de su antigua compañera de Hogwarts.

Los libros, pergaminos y documentos que ahora estudiaba, correspondían a las épocas en que tanto Antares, como tres de sus otras vidas: Marie Gray, Astrid Renaldi y Elena Santana, habían existido. Ya tenía identificadas las similitudes entre estas cuatro vidas en particular. Ahora solamente tenía que agregar las descripciones físicas y su descendencia para poder cerrar el expediente y continuar con alguna otra línea de conexión.

Estaba acostumbrado ya a encontrar similitudes físicas impresionantes entre las vidas de sus objetos de estudio. Pero como nunca había investigado a alguien que realmente conociera, siempre había sido un impacto impersonal.

Pero ver reflejado el rostro de Granger a través de los siglos, comenzaba a despertar en él una curiosidad aún mayor.

Estaba examinando una de las pinturas renacentistas de Astrid Renaldi, una pintura a todas luces muggle debido a la falta de movimiento, cuando algo llamó su atención.

Las pinturas de esa época eran especialmente realistas, y por lo general eran realizadas en un lugar que reflejara la personalidad del retratado. Como no podía ser de otra manera, Astrid Renaldi había sido inmortalizada en lo que parecía una sala de lectura, sentada en un elegante sillón victoriano, con una estantería repleta de libros a su espalda, y un retrato entre las manos.

La mirada de Astrid era triste, anhelante. Y sostenía aquel retrato con lo que le parecía a Draco desesperación. Observó, por medio de un lente especial encantado para ampliar la imagen, por simple curiosidad morbosa, al retrato que sostenía entre las manos. Y por un momento se quedó pasmado.

Porque el hombre en el retrato de la pintura de Astrid Renaldi... era muy parecido a él.

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Algo tenía que estar mal.

Pero sabía que no era así, su investigación era impecable.

El esposo de Astrid Renaldi, Franco Messina, había fallecido debido a la Peste Negra en el año de 1447, dejando a la viuda de 31 años con dos hijos varones. A la edad de 40 años, Astrid fue perseguida por las facciones más conservadoras del catolicismo de la época, catalogándola como nigromante y encerrándola finalmente en 1456.

Buscó imágenes de Franco Messina, pero no encontró nada que le sirviera, salvo aquel retrato que había encontrado por pura casualidad en la pintura de Renaldi.

Así que procedió la investigación con Elena Santana.

Elena nació en 1621, en Milán. Una época de guerrillas y conflictos entre España y Francia mantenían en constante peligro a toda la población en general, y a la mágica en particular. A la edad de 8 años, y no habiendo comenzado aún sus estudios mágicos, Elena partió con sus padres a las tierras de la Nueva España. Cuando decidieron asentarse en la capital, una terrible inundación causó que migraran hacia el norte de la colonia, terminando por llegar en 1631 a Santa María de los Ángeles, un asentamiento en desarrollo que otorgaba mercedes de tierra a todo aquel que estuviera dispuesto a difundir el conocimiento cristiano a los nativos del lugar.

El padre de Elena, Don Agustín Santana, un mago que había logrado trabar buenos contactos con los altos rangos de la colonia, consiguió un par de hectáreas de tierra que proliferaron mágicamente. Cuando la joven cumplió 13 años comenzó a recibir educación formal en su casa, por parte de su madre. Pero como era un poco rebelde, a pesar de las negativas de sus padres comenzó a practicar sus conocimientos de noche, para evitar ser descubierta y poner en entredicho a su familia.

Así conoció a Ignacio Solar, un joven de 18 años que, siendo también mago, la descubrió una noche mientras practicaba algunos de los hechizos enseñados por su madre. Se enamoraron y después de cuatro años se casaron, pero nunca pudieron tener familia.

De Ignacio sí pudo conseguir una vieja fotografía en blanco y negro. Estaba bastante deteriorada, pero a final de cuentas servía para su propósito. Nuevamente se descubrió a sí mismo en ella. Su cabello era oscuro y su piel olivácea, pero definitivamente era él.

Y nuevamente estaba relacionado con ella...

El descubrimiento de que su vida había estado ligada en dos reencarnaciones pasadas comenzó a intrigarlo enormemente. Si habían sido esas dos, ¿podría ser posible que hubiera más?

Fueron meses extenuantes, llenos de investigación. Pero al final descubrió que en las nueve vidas que tenía documentadas de ella, él había estado presente. Invariablemente.

En todas habían tenido algún tipo de relación.

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Estaba sentado en su escritorio, con los ojos cerrados con fuerza y presionando el puente de su nariz con los dedos.

Había estado observando la fotografía de bodas de Marie Gray; y aún la mantenía entre sus dedos, apretada con fuerza, mientras intentaba controlar la avalancha de pensamientos que se cernían sobre él.

¿Qué significaba todo aquello?

Ver la fotografía era prácticamente verse a sí mismo abrazando con alegría a Hermione Granger. Ambos danzaban en el centro de la pista de baile, sin quitarse los ojos de encima, y sonriendo como si nada en el mundo pudiera hacerlos más felices que estar el uno con el otro. En el retrato mágico, él la tomaba entre sus brazos y la alzaba en un giro que terminaba en un abrazo y un beso en los labios.

Y se veía tan feliz.

Resultaba chocante encontrar esa expresión en un rostro tan similar al suyo. Que él recordara, jamás había estado en una situación donde se sintiera la mitad de feliz de lo que se le veía a aquel hombre, Nicolas Sanders, al estar junto a su mujer.

Nunca se había sentado a pensar en las repercusiones que podría tener su investigación sobre la reencarnación, puesto que para empezar, jamás se le cruzó por la cabeza investigarse a si mismo. Pero es que jamás pensó que se encontraría así, por accidente, apareciendo una y otra vez en la vida de uno de sus sujetos de estudio.

Y que precisamente esa persona fuera Hermione Granger lo ponía en una encrucijada. Puesto que ahora se encontraba, cada vez que tenía oportunidad, pensando qué sería de ella, si estaría casada, si tendría ya alguna relación.

Dejó la fotografía sobre su escritorio con cuidado y se dirigió al tablón de conexiones. Escribió con pulcritud Hermione Jane Granger en la última posición de aquella línea de conexión, y se quedó observando su nombre.

Si habían estado juntos durante siete vidas, y habían tenido algún intento trunco de relación en otras dos, ¿sería prudente buscarla ahora? En otras circunstancias jamás se lo hubiera planteado. Pero la cosa ya estaba hecha, y la semilla de la duda comenzaba a germinar en su interior. Si hasta ahora no había podido tener una relación completamente exitosa, ¿sería acaso porque su destino era estar con ella?

Entonces lo decidió. No tenía mucho que perder a final de cuentas.

La encontraría, y se pondría en contacto con ella, intentaría acercarse a Hermione Granger.

Algo en su interior llameó con anticipación.

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