Crónicas de arena y sal

By SoleMoreira

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Con la mochila repleta de gratas vivencias, noches en vela y proyectos de futuro, María regresa al pueblo de... More

Prólogo
CARBALLIÑO (ORENSE) - EN LA ACTUALIDAD
Año 1845
FOXFORD (IRLANDA) - EN LA ACTUALIDAD
EL CAMINO
DON PICAFLOR Y DON CORRECCIÓN
NUEVOS PROPÓSITOS
LLAMADA ENTRE BRINDIS
PEQUEÑAS CONFIDENCIAS
EL AZOTE DE UN SUEÑO
TRASPASANDO EL "QUIZÁS"
CONFIRMANDO UNA SOSPECHA
ESPERADA TORMENTA
LECTURAS INCORRECTAS
EPÍLOGO

UNA PROMESA DE VIDA

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By SoleMoreira

Lucía, Agnes, Mac y Francisco abandonaron la conversación surgida durante la espera tan pronto vieron a John encaminarse hacia los coches. La mirada especulativa de Lucía y Agnes, unida al gesto de desaprobación que le dedicaron Mac y Francisco, fueron motivo suficiente para que John perdiera el control de sus nervios.

—¡No está en casa! —protesta, clavando una mirada interrogativa en Lucía.

—Te lo dije Fran, María está en el balneario. ¡He ganado la apuesta! —indica Lucía a Francisco, mientras exige que le pague los cincuenta euros que acababa de ganarse.

—¡Esto es de locos! —le reprocha John— ¿Tú no estabas de mi lado? —acusa a Lucía.

—Sí —le responde sin hacer caso a su salida de tono—. Pero no estaba de más que conocieras a tu futura suegra. Además, te diré que también espero ganar a estos tres la segunda apuesta —John no quiso saber más del tema, al igual que los demás no pudo evitar reírse ante lo escuchado.

—Dame las llaves del coche Mac —exige a su incondicional.

—¡Ah no, tú no vas solo a ningún lado! —le advierten al unísono los cuatro— ¡Contigo hasta el final!

—Está bien —acepta rendido, ante la imposibilidad de quitárselos de encima—. Pero os quiero bien lejos en cuanto lleguemos allí ¿Queda claro?

Tras la explícita promesa de que así lo harían, los cinco se suben con cierta premura a sendos coches y ponen rumbo al balneario. Barriendo de su mente cualquier atisbo de lógica y razón que pudiera ensombrecer la voz de su corazón, John aprovecha el escaso trayecto para centrarse en cuanta señal le dictaba el acelerado latido de aquel órgano vital, un órgano que finalmente dejaría actuar con libre albedrío.

María se había pasado gran parte de la mañana plasmando en su block de dibujo los helechos y las peñas que protegían el torrente de agua al pie de la cascada. A las dos de la tarde, cuando decide tomarse el bocadillo que quedaba en la mochila sentada en la fría bancada que delimitaba el margen inferior derecho del balneario, la última confesión de Aina da vueltas en su cabeza.

«¡Qué ironía! John entendía que las visitas de su antepasado lo exhortaban a buscar a los descendientes de aquella niña "Dulce". Y, sin ser consciente de ello, los había encontrado para luego desterrarlos» reflexiona María.

«En cuanto a ellos, ¿tendría que haber escuchado cuanto quería decirle aquella mañana? ¿Tendría que haberle confesado sus verdaderos motivos para abandonarlo?» Ambas dudas la consumían. John necesitaba respuestas y ella se negó a darlas por miedo a escuchar su rechazo; «ya dolía demasiado el mero acto de intuirlo» admite en su fuero interno.

Ahora sabía que Susan ni siquiera vivía en Irlanda. Al poco tiempo de abandonar Foxford, se encaprichó de un empresario alemán y sin dudarlo trasladó su residencia a Berlín. Agnes, aquella mujer que en un principio había comparado con un pescado frío, se encargaba de mantenerla informada. El cambio en la pareja de Mac era notorio, no había dudado en llamarla nada más enterarse de su regreso a España; de llamarla y ponerla al corriente sobre la verdadera naturaleza y propósitos de Susan en la vida y durante su estancia en Foxford. Agnes la llamaba cada sábado interesándose por su estado anímico y reprochándole, una y otra vez, el error cometido al abandonar a John.

«Regresa a Irlanda María, aquí está tu sitio» le aconsejaba siempre, antes de dar por finalizada la llamada «Sois un par de cabezotas» concluía al escuchar su negativa.

Cómo había cambiado la prometida de Mac. Le hablaba de igual a igual, de sentimientos, de lo mucho que disfrutaba participando del trabajo de Mac... Su escepticismo ante el verdadero significado de unir su vida a la de otra persona se había esfumado; ahora entendía que el amor, y no la comodidad y el lujo, era la viga maestra para construir algo que perdurase, sin importar el ímpetu de las tempestades que vendrían con el tiempo. Pero, por más que Agnes insistiera, María había captado que John sería incapaz de despojarse de cuanto retazo aún mantenía de su amor por Susan. Y, a pesar de la insistencia de Agnes sobre lo erróneo de esa apreciación, a pesar de por fin entender que su propio instinto protector la indujo a proceder de manera precipitada, necesitaba algo más para barajar la posibilidad de regresar a Foxford.

—Si tanto me quiere y extraña, como afirma Mac —valora escéptica— ¿Por qué mantiene la distancia y el silencio? Si se empecina en volver a su solitaria vida, es cosa suya. Si sigue con su necedad de ver a la mujer como mentira, es cosa suya —concluye enfada tanto con ella como con John. Una vez había intentado rescatarlo del letargo, ahora le tocaba a él decidir si en verdad quería ser rescatado— Yo no volveré a mover un dedo en lo referente a este tema —afirma rotunda clavando su mirada en la cascada— Por más que me arrugue ante este dichoso vacío, no pienso regresar a Irlanda ¡Que te den señor Moore! —proclama hundiendo su rabia en un nuevo bocado al bocadillo.

«Hay más cosas en la vida que el amor a un hombre o a una mujer y ¡Por la virgen de la Saleta que me aferraré a ellas! se promete.

—Por supuesto que me aferraré a ellas. No pienso actuar del mismo modo que ese puñetero irlandés; nada de adoptar una pose calculadora y fría, y me niego a encerrarme en el dolor.

Con esta última promesa comienza a caminar entre la arboleda en un nuevo intento por desentumecer piernas y cerebro. La suave y cálida tarde de primavera no tarda en invitarla a sentarse, otra vez, en la bancada de piedra situada al pie de la cascada. Tomando de nuevo el carboncillo, dejándose atrapar por el sonido del agua, comienza a dar forma a un nuevo grabado: trazo a trazo, el carboncillo capta la triste aceptación del rostro de Aina cuando se despidió de María en aquel mismo lugar y la angustia del náufrago aquella tormentosa noche; una escena plasmada a los pies del Castro y visualizada por un tercero, desde el escepticismo fruto de no creer.

Un impulso irrefrenable, obliga a María a alejar la vista del carboncillo para fijarla en el dueño de los mocasines que se habían detenido a su lado.

—¿Ese soy yo? —quiere saber John al observar la escena a medio terminar.

—Mas bien tu inseguridad —afirma María con voz monocorde— ¿Qué te trae por aquí? —le pregunta a la defensiva tras cerrar el block. A pesar de captar la inquietud en aquellos ojos azul tormenta... a pesar de percibir la incertidumbre, necesidad y deseo que exhalaba su dueño, todo ello ya no suponía suficiente motivo como para abrir de nuevo sus brazos al correcto irlandés.

—¡Vuelve a casa! —le suplica John tendiéndole la mano.

En otro tiempo hubiese dicho sí sin dudarlo. Pero el silencio de John en los últimos meses había conseguido evaporar la innata impulsividad de María. Abandonando la bancada, desvía su mirada hacia la arboleda mientras espera escuchar algo más. Es entonces cuando ve al resto de la comitiva.

«¿Qué hacen aquí?» se pregunta, entendiendo que intentaban tenderle una encerrona.

—¡¿Te has traído refuerzos?! —advierte con asombro— De poco te van a servir.

Ella no claudicaría hasta escuchar a John decir la frase exacta; lo que un tercero pudiera afirmar no la haría cambiar de opinión.

—¿De qué me...

—Veo que vienes acompañado —lo interrumpe María, al tiempo que señala hacia la arboleda.

John se voltea para mirar hacia donde María le indicaba. Al hacerlo, comprueba que Lucía, Francisco, Mac y Agnes, habían hecho oídos sordos a su petición de dejarlos solos en ese primer encuentro.

—¿Refuerzos dices? —«¡Ya quisiera yo que eso fuese verdad!», admite en su fuero interno. El hecho de que María insistiera en aplicarle el saludo distante y frío, que se ofrece a quien no es recibido, minaba su confianza— Exceptuando a tu hermana, el resto asaltarán mi yugular si no consigo convencerte —le aclara.

—Y ¿De qué tienes que convencerme? Si puede saberse —pregunta María, enfatizando cada palabra.

—Volvamos a casa María —pide exaltado tomando su mano— Jane no volverá a dirigirme la palabra si no te llevo de vuelta.

«Despierta y perdona mi torpeza María, todos estamos deseando que regreses», suplica manteniendo el silencio en espera de una reacción por parte de María. «¿Por qué no se lo dices en voz alta?», se recrimina «¡Cobarde!»

—¡Vaya, ha sido la insistencia de Jane lo que te ha traído hasta aquí! —valora con cierta sorna, manteniendo las distancias.

«Pobre señor Moore, siempre dependiendo de otros para dar impulso a sus propios pasos. ¡Pues lo llevas claro colega, esta vez no hay terceros que valgan!», se jura mentalmente María, clavando una reprobadora mirada en John.

Esa última afirmación de María y la insistencia en mantener una fría distancia entre ambos despiertan las alertas de John: perdía terreno cada vez que hablaba. Él no estaba allí por Jane ni por ningún otro. Enfrentándose a la distancia impuesta por aquella gallega cabezota, deja a un lado el cuidadoso guion que marcaba su día a día. Ahora era primordial dar rienda suelta al impulso, dejarse llevar por el instinto olvidando la lógica y el orgullo. Quería abrazarla y así lo hizo.

—¡Tanto para Irlanda! —aplaude ilusionado Francisco desde su posición observadora, rompiendo el silencio de sus tres acompañantes.

—Yo no estaría tan seguro —puntualiza preocupado Mac, al tiempo que plasma aquel abrazo con su teléfono móvil.

—Pero, ¿qué haces? —le riñe Agnes, entendiendo que su prometido estaba rozando el intrusismo— Una cosa es acompañar por si se necesita apoyo logístico y otra, muy distinta, ser cotilla. ¡Deja ese móvil Mac! —le ordena.

—No, estoy haciendo un reportaje para John. Si vence esta batalla de voluntades, le gustará tener un recuerdo —se explica ante la recriminatoria mirada de Francisco, Lucía y Agnes—Si la pierde, seré yo quien le recuerde, a través de estas imágenes, las consecuencias de su ceguera.

—¡Eres maquiavélico! —puntualiza Lucía invitándolo, con un guiño, a continuar con el reportaje.

—Una imagen dice más que cuanta palabra podamos pronunciar. Tal vez, a partir de hoy necesite mostrarle alguna de estas. Ahora mismo, tu hermana está demasiado hermética. Algo no va bien.

—¿A qué te refieres Mac? —la preocupación lleva a Lucía a imitar a Mac. Ahora eran dos los objetivos que analizaban la escena— En verdad es un punto para John. No es hermetismo lo que ves Mac, a mí no me engaña esa cara. Se está debatiendo entre borrar con ese abrazo los últimos meses, y esperar a recibir lo que cree necesitar.

—¿Y qué puede ser eso? La actitud de John habla por sí misma —concluye Agnes

—Una declaración en toda regla —le aclara Lucía, enfadada al percibir que John estaba preso en su propio ofuscamiento— Se lo dije en la librería, y ahora os lo digo a vosotros. Lo único que tenía que decir, nada más verla, es "Te amo" ¡Hombres!

Era grato volver a experimentar esa proximidad. Dejándose llevar por lo compartido, María reposa su cabeza sobre ese pecho tan familiar. Tropezarse con John, había sido una inexplicable coincidencia que la llevó a saborear el verdadero significado de la palabra amor. Aquel irlandés le abrió la puerta hacia sus aspiraciones, y su espíritu idealista la retó a salvarlo del aislamiento. Al final, se había enamorado de su personalidad sobria, del niño que mostraba en la intimidad, y María alimentaba ese amor con la protección, la confianza y la pasión que John le brindaba. Pero aquella última noche, la velada acusación de John, el abandono, la incapacidad de aquel hombre para apreciar el tormento y agotamiento que la embargaban... Aquella noche, María despertó a sus miedos y a la única verdad "John tan solo quería disfrutar de su pasión"

Eso ya no era suficiente para María. Cuando las dudas hacen acto de presencia y entiendes que tan solo es posible rescatar la pasión, el amor ya no se sostiene. Ahora ya no era suficiente escuchar "te necesito".

—¡Volvamos a casa! —vuelve a pedir con ansiedad John estrechando el abrazo, cerrando los ojos mientras suplica escuchar un sí. María era su todo, su mundo.

Como le gustaría responder afirmativamente a esa invitación, tomar su mano y un vuelo hacia Foxford con el ser que consiguió tocar su alma, piensa María. Pero las dudas seguían ahí, y el temor al daño también. La presencia de John en su espacio podría confirmar que en verdad la necesitaba ¿Por qué si no, iba a dejarlo todo para ir a su encuentro? ¿Pero... la amaba?, la sospecha de que no fuera así asfixiaba a María.

—¿Por qué, John? —María conocía la incertidumbre que producía en John el adentrarse en el terreno sentimental, sabía que precisaba de ayuda externa para llegar a abrirse. Por ello decide incitarlo a decir su verdad.

—Porque te necesito —le declara al oído.

Esa declaración, y el posterior silencio, la obligan a despertar de su espacio de posibles. Deshaciendo el abrazo, camina de nuevo hacia la cascada, la proximidad de John aletargaba su instinto y justamente ahora era preciso mantener la mente en calma y actuar sin titubeos.

—También necesitas a Jane —matiza María, alzando la voz a medio camino entre la cascada y John— ¡Ese no es motivo suficiente!

El que María tome nuevamente distancia, despierta una lectura negativa en las dos parejas que los observaban.

—¿Y ahora que está pasando, paparazis? —pregunta Agnes, manteniendo su posición entre Mac y Lucía.

—¡Teníamos que haber puesto un micro a John! —admite Francisco, mientras se llama torpe por su falta de previsión.

—Eso. Y, ¿qué más? —protesta Mac, advirtiéndole de lo absurdo de esa idea— Todos queremos que esto tenga un feliz desenlace. Pero seamos realistas, ninguno de los aquí presentes permitiría que le pusieran un micro en tal situación. Y tampoco admitiría la presencia de mirones —asume, sin dejar de ampliar la imagen del objetivo.

—Vaya, por fin entras en razón —aplaude Agnes— Dejad ya los móviles, les estamos robando intimidad.

—¡Ya Agnes, tú deseas tanto como los demás presenciar este desenlace! —señala Mac, olvidando por un momento el objetivo de su móvil.

—¡Seguidme! —los invita Lucía.

—¿A dónde? —preguntan a coro sus acompañantes— Hay muy buena visibilidad desde aquí —asegura Mac.

—También la tendremos desde otro lugar. Además, podremos escuchar —les advierte Lucía antes de alejarse del grupo.

«No podía rebatirle esa verdad, admite John ¿Por qué eran tan inteligente para los negocios, y tan obtuso para actuar en lo referente al amor? Aquella conversación apenas había comenzado» se recuerda. Con renovado espíritu ganador, acorta nuevamente la distancia entre ambos.

—María, no mal...

—¡Me necesitas? —pronunciando con sarcasmo esas palabras, lo interrumpe— Si vas a hablar de necesidades yo también tengo las mías —encarándolo prosigue— ¿Qué soy yo, John? ¿Tu clon particular? ¿Tu, tu momento de explosión? ¿Un puñetero paño de lágrimas? —comienza a acusarlo acalorada— Aquella noche, primero confiesas que me estabas ocultando la presencia de Susan en Foxford, en tu despacho; una realidad demasiado importante, en la cual yo también tenía algo que decir, si se me permite la afirmación.

—María...

—¡Chitón! Todavía no he terminado. Has venido hasta aquí, muy bien, pues ahora vas a escucharme —le ordena, clavándole su dedo índice en el pecho— Luego soy testigo de cómo llega a afectarte el contacto de Susan. Acto seguido, me culpas sin darme opción a explicar lo sucedido, y luego me abandonas.

—María... —intenta interrumpirla por segunda vez John.

—La ceguera que provoca en ti esa mujer, te impidió ver el agotamiento y vacío que me produjo todo aquello —concluye, dando de nuevo la espalda a John.

—Digo que te necesito en el amplio sentido de ese término. Te necesito porque te quiero —afirma la voz dolida de John, volviendo a estrecharla entre sus brazos.

John la abrazaba y ella se dejaba. El cansancio generado por negarse a actuar según lo que su corazón dictaba la mantenía estática entre aquellos brazos.

—Son tantas las cosas, las personas, las ideas que queremos a lo largo de nuestra vida que... —asfixiaba admitir aquella verdad, pero ahora, más que nunca, tenía que pisar con firmeza la tierra y soltar sin filtro cuanto tenía que decir— Que, si tuviésemos que ir en pos de todas ellas, pasaríamos la mitad de nuestra vida deambulando —admite, dejando ver el cansancio en su voz —Ya no. Ya no me sirve un "te necesito".

—Daría lo que fuese por volver el tiempo atrás —confiesa John, angustiado al ser partícipe de la incredulidad que destilaba María ante sus palabras— Aquella noche, cuando al fin conseguí serenarme, me arrepentí y recriminé todo el camino por haberte dejado sola. Tú me habías dicho que necesitaba tener una última conversación con Susan, y la tuve en aquel coche rumbo al pueblo; yo era consciente de que nada cambiaría tras esa conversación, pero acepté tu sugerencia. La había desterrado de mi vida María, y con esas mismas palabras se lo dije ¿Para qué remover un pasado que ya no llevaba a ningún lado? —analiza por un segundo en un aparte— En cuanto llegamos al centro médico, regresé a casa. No la metí en un tren hacia Dublín como tú me habías sugerido, pero le aconsejé que tomara ella solita el primer tren de la mañana. Te oculté la presencia de Susan porque creí innecesario decírtelo ¿Para qué preocuparte con algo que ya estaba muerto? No quería volver a enfrentarme a ella y sin embargo... —profundizando en el abrazo, John se toma un tiempo antes de continuar, un tiempo en el cual se permite apreciar cuanto despertaba en él la proximidad de María— Sin embargo, por más que duela el haber llegado a casa y encontrar aquella nota... Por más que entienda inútil este tiempo de separación, todo ello me ayudó a admitir la verdad.

—Y qué verdad es esa John ¿Qué has venido a decirme? —pregunta, apremiándolo a terminar aquella confesión. Era emocionalmente agotador mantener aquella pose impasible por más tiempo.

John la gira dentro del círculo formado por sus brazos y buscando su mirada vuelve a suplicar.

—¿Volverás? Te extraño, te necesito —María se mostraba seria, inusualmente triste e inquieta— Me has dicho que confiara en ti y cuando por fin lo hago...

—¡Confianza! —este último comentario de John, despierta su espíritu guerrero al instante— Justamente lo que te faltó aquella noche —lo acusa abandonando el abrazo.

—¡María, soy humano! —se defiende John, alzando el tono de su voz— También cometo errores. Susan parecía la figurante de una película de terror. Tú no mostrabas ni el más leve rasguño. Tal vez mi primera reacción estuvo mal, de acuerdo. Pero ¡por San Patricio! Se justa, otro en mi lugar hubiese reaccionado igual —señala, esperando hacerla entrar en razón.

—Estaba exhausta y en trance —le aclara alzando más la voz— Los improperios y las embestidas pretendidas por tu ex mujer, no fueron frenadas por mí. ¡O sí, ya ni sé! Bastaba con que fijase mi mirada en su ataque para que, de algún modo, su intento de agredirme rebotara en ella —admite bajando unos decibelios su tono de voz— Fue Aina —le aclara— Y ahora que lo pienso ¿Dónde estabas tú mientras intentaba agredirme? Sus gritos eran tan agudos, que hasta el más sordo los hubiera escuchado.

—Me encerré en el despacho, por eso no llegué a escuchar nada —confiesa reconociendo su torpeza— Esa mujer saca lo peor de mí y ya no soportaba tenerla cerca por más tiempo.

—Claro, tú no la soportabas y me cediste el testigo —le hace ver María, poniendo sus brazos en jarras— ¡Cobarde! —lo acusa nuevamente— Tenías que haberla metido en su coche y mandarla al diablo. Pero no, ¡Tú te escapas!

—¿Cobarde yo? —pregunta con asombro.

—Sí, con todas sus letras —le informa María, clavando nuevamente el dedo acusador en su pecho.

—¡Me fui del porche por no abofetearla! —aclara John intentando mantener la calma.

—¡Caballerosa cobardía, entonces! —precisa ella.

—¡María! —la advierte, invitándola a zanjar el tema.

—Sí, dejemos ese tema. Pero que te quede claro que fue Aina, y no yo, la que dio su merecido a Susan —puntualiza, señalándolo de nuevo— Tu mirada acusadora sobraba.

—Aquella oscuridad... —recuerda John, omitiendo la nueva acusación— ¿Cómo pude no darme cuenta? Tú misma me habías contado tus sospechas sobre la presencia de Aina cada vez que tu vida se veía en peligro y, por lo que acabo de escuchar, Susan estaba desquiciada aquella noche —las manos de John atusaban una y otra vez ese mechón blanco que caía sobre su frente, mientras se llamaba idiota.

—A mí no me mires, yo tan solo sé que estabas iracundo. Tan solo vi que, después de hablar incesantemente sobre la sinceridad, después de haberte demostrado por activa y por pasiva que podías confiar en mi... desconfiaste John —volviendo a poner distancia entre ambos, le confiesa— Tu desconfianza me despertó del sueño.

—¡No era un sueño! ¡Maldita sea! —le rebate John con rabia. Cómo podía hacer entender, a su apagado torbellino, que en verdad la amaba— No es un sueño —afirma más calmado clavando su mirada en María.

—No sé John —razona María recobrando la tranquilidad, mientras toma asiento en la bancada de piedra— En estos días me he preguntado si en verdad sentimos lo que creímos nuestro, o simplemente fue producto de la interacción de una moura con el fin de conseguir su objetivo.

La tensión se podía mascar a los pies del mirador de piedra que acotaba la cascada. Lucía, Mac, Francisco y Agnes, guardaban silencio absoluto mientras esperaban lanzar bitores, tras la feliz conclusión de aquel ir y venir de acusaciones y confesiones.

—¿Se les encenderá la lucecita de una buena vez? —pregunta impaciente Francisco, al resto del grupo

—Shhhh —esa fue la única respuesta que obtuvo.

Tras haberse llamado estúpido y ciego, por creer que María caería rendida en sus brazos nada más verlo, John acorta nuevamente la distancia y se une a María en la cascada. Ciertamente, alcanzar su propósito tomaría un tiempo, y en verdad necesitaban aclarar ciertas dudas implícitas en su primer encuentro, y en más de una escena de cuanto después compartieron.

—La Moura... —pronuncia pensativo John— La primera vez que te hice mía, por momentos no sabía a quién me estaba entregando.

—Exacto John. Y, ¿qué me dices de tu antepasado?

—El viejo capitán se limitó a mostrarme su pasado, a hablar de su vida... He de reconocer que también me dio algún que otro consejo —admite agradecido— Pero, ¿inmiscuirse? No María.

—Aquella tarde, yo también lo sentí entre nosotros —confiesa María, rebatiendo la última afirmación de John.

—Vamos a solventar esta duda de una buena vez —la invita, acuclillándose frente a ella al tiempo que tira de su coleta para que lo mire— Piensa, ¿hubo alguna intrusión más en nuestra intimidad, si descartamos aquella tarde?

—No...

—Duda descartada —resuelve John, cortando las palabras de María. Con ese "no" era suficiente— ¡Siempre fuimos nosotros! Tal vez Aina se animó a darnos el empujón que nos faltaba, pero nada más ¡Cuánto compartimos era solo nuestro! —exclama soñador.

—Hubo una intromisión más. Bueno, al menos en lo que a mí respecta —puntualiza María, sin poder evitar sonrojarse con el recuerdo de aquel momento— Hace unos días, en este mismo lugar...

—Dudo que esa noche pueda borrarse de mi memoria —admite John tras besar su mejilla, para luego levantarlos a ambos y apoyar el rostro de María en su pecho.

—¿Tú también? —pregunta extrañada— ¡Eras tú, y no mi imaginación! ¿Cómo es posible... —la respuesta estaba clara, admite María— Seres feéricos jugando a cupido? Y yo llamando crédula a mi hermana —se recrimina— Aquella noche, tras la visión, vivencia... ya no sé cómo llamarlo. Aquella noche, Aina habló conmigo. Tú y yo éramos su última oportunidad para que su alma no se extinguiera y encontrara a la del viejo capitán —recuerda apesadumbrada. En verdad sentía no poder ayudarla, pero así eran las cosas— Por cierto, también me confesó algo más —le comenta con cierto entusiasmo mientras abandona la cómoda postura para tomar asiento de nuevo— ¿Sigues creyendo que el viejo capitán contactó contigo para que buscaras a los descendientes de aquel bebé?

—No, ya no —admite John con seguridad, al tiempo que toma asiento al lado de María— Tan solo intentaba sacarme de un error.

—Bueno, de todos modos, has de saber que los encontraste nada más conocerme.

—¿Tú? —pregunta fascinado.

—Sí. Luci, mi madre y yo. Pero por favor, guarda el secreto. Prometí que tan solo podría decírtelo a ti —le advierte contagiada por el entusiasmo que mostraba John en aquel momento— John, Aina nos hizo ver lo que ella necesita que viéramos. Era un sueño inducido para lograr un fin —insiste María— ¿Recuerdas las últimas palabras del castigo impuesto por Diana? —sin darle opción a hablar, abandonando la bancada recita esos últimos versos:


                                                                 Pero eres mi hija y te amo,

                                                            por ello dejo una puerta abierta.

                                                                Con la unión de seis almas,

                                                                serás libre de tu condena.


                                                            Tu alma encontrará a tu amado,

                                                                      cuando halles aquella

                                                      que tu amado elija para purgar su pena.


                                                                 Y juntas festejarán la vida,

                                                                 la misma que ahora lloras,

                                                          la que te llevó a olvidar quien eras.


—Insistes en hablar de inducción, abducción, posesión de nuestra mente por parte de ambos todo este tiempo —protesta John, consciente del error que cometía María en su lectura de lo sucedido.

—Es una duda razonable John.

—¿Afirmas que no eras dueña de tus actos, los dos meses y medio que hemos estado juntos? —quiere saber, sin ocultar la preocupación que tal posibilidad le generaba.

—No —se apresura a contestar María— Esa era yo, así soy yo. Aunque parece ser que estos últimos meses me cuesta encontrarme —admite.

—¿Entonces María? —cuestiona John, omitiendo su último comentario— Yo recuerdo claramente cada minuto compartido, y te aseguro que en ningún instante los siento ajenos. No puedo recriminarme por haber actuado con falsedad, porque no lo he hecho.

—Tampoco yo —coincide María— Me impactaste desde un primer momento —tras meditar unos segundos, prosigue— Sin embargo, me atrevería a decir que, durante ese viaje, nuestra moura hizo de las suyas.

—Tal vez no te falte razón en esa apreciación —admite John— Pero, lo que hemos vivido, lo que sentimos, y sigo sintiendo, es real. Aquí estoy María, esto no es una ilusión, es real. Ella no me ha traído hasta ti —John vuelve a abrazarla, no soportaba tenerla tan cerca y no poder tocarla. Tras contemplar por unos segundos la cascada encuentra la palabra omitida— Te amo María, esa es la realidad que me impide vivir sin ti.

Ella también lo amaba y, por más que quisiera aplacar su dolor pensándolo abstracto, lo dicho por John la incitaba a desbaratar su presunción de acto irreal cada entrega o día compartidos.

—No existe hada, duende, moura, ser feérico alguno que pueda mandar en este sentimiento —John suaviza la intensidad del abrazo y lleva una mano de María hacia su corazón. Quería que sintiese cada variación que sus reacciones provocaban en él— Pensé que amaba a Susan...

—¡Susan! —se apresura a decir María— ¡Susan volverá una y otra vez! Y yo volveré a sentirme excluida mientras observo tu inseguridad.

—¿Inseguridad? —protesta, explosivo ante la cabezonería de su pequeño revoltijo. ¿Qué más podía decir para borrar las dudas y omisiones que había visto en él?— Mírame María —tomando su mentón entre índice y pulgar, la obliga a mirarlo— Te amo a ti, a nadie más que a ti.

Esa confesión no tarda en alborotar a los más que voluntarios escuchas.

—¡Así se hace John! —festeja Mac.

—La verdad es que hay que tener un par de... bueno ya sabes, para decir algo así temiendo una patada en la retaguardia por respuesta —proclama Francisco— Yo nunca me he atrevido —admite mirando a Lucía.

Las últimas palabras de John, y lo que veía reflejado en su rostro, la atraían demasiado como para seguir pensando con claridad. Cortando el contacto visual, deshace el abrazo y comienza a caminar hacia el pequeño jardín del balneario. Pero John no tarda en seguir sus pasos y rodear de nuevo sus hombros mientras acoplaba su paso al de María.

—Me dolió más tu mirada acusadora que las palabras omitidas —reconoce de nuevo, al tiempo que la seguridad y temeridad propias en ella volvían— ¿Cómo pudiste pensar, ni siquiera por un segundo, que yo podría hacerle daño a esa mujer? ¿Cómo fuiste capaz de aislarme de ese modo?

—He recordado ese instante cada segundo del día. Cuando me dirigía al hospital, solo quería una cosa "volver a tu lado". De algún modo, intuía que mi actitud de aquella noche te había hecho daño —reconoce arrepentido.

—Me lo hiciste John ¿Cómo puedes pensar en un futuro con alguien cuando, además de faltar las palabras, se pierde la confianza?

En ese momento John detiene el caminar de ambos. La lógica que encerraba lo dicho por María no permitía ser rebatida. Pero... ¿Acaso había lógica en lo referente al amor?

—Nunca, escúchame bien, nunca te creí culpable —cómo explicárselo, si ni el mismo entendía que lo había impulsado a reaccionar así— La escena que me encontré en el aquel porche superó todo entendimiento. Susan luchaba contra algo que no la dejaba avanzar, algo que la lanzó contra el suelo dejándola sin fuerzas.

—Me acusaste John —dice rota de dolor ¿Qué sentido tenía seguir ocultándolo? — Y desde esa noche, el mundo pesa demasiado.

—No fue una acusación, cariño. No ¡Por San Patricio! Créeme por favor. Fue la búsqueda de repuestas a algo que no entendía.

—¿Otra vez omitiendo palabras? —lo acusa María— Tu mirada reprochaba y tu distanciamiento verificaba el reproche.

—Siempre pongo esa mirada cuando algo me supera y preocupa —admite— Deberías saberlo, me has visto así en más de una ocasión. En cuanto al distanciamiento...nada más lejos de la realidad.

—Jamás mastiqué la inseguridad tan de cerca.

Al admitir esto último, John fue consciente de que se había olvidado de un factor muy importante en la ecuación: María era una mujer de apenas 24 años despertando a la vida, una persona que se negaba a olvidar la niña que llevaba dentro; precisamente, esa negación, era algo que le gustaría mantener vivo en ella.

Aquella mañana en el despacho, olvidó ver lo sucedido bajo el prisma de María. No se podía pedir ecuanimidad a quien ve perdido su mundo por primera vez; eso es algo que vas adquiriendo con cada nuevo obstáculo que enfrentas. Ella había sumado dos más dos y él, sin pretenderlo, le verificó que cuatro era el resultado correcto e irrefutable.

Por tercera vez, en aquella tarde, se llamó idiota y reconocía la estupidez de su comportamiento en lo relativo a Susan. El hombre maduro, había sido más caprichoso en su lectura que aquella chiquilla cuyos actos no entendían de subterfugios; María leía lo que veía sin excusas ni artificios. En verdad le debía una disculpa, y también una promesa.

—Yo jamás permitiré que vuelvas a sentirte así —le promete mostrando su arrepentimiento, tras colocarse frente a ella y apretar sus hombros— ¿Darás una segunda oportunidad a este idiota?

El silencio y la incertidumbre se apoderaron de aquel trozo de jardín. Si John se recriminaba su torpeza, María censuraba la versión infantil de sí misma que la llevó a abandonar Foxford sin dudar.

—¿De verdad me amas? —indaga a media voz, buscando la afirmación en sus ojos.

—Con todo mi ser — declara vehemente John.

—¡Me has tocado el alma! —proclama María desarmada— Atente a las consecuencias "Don Corrección" —le advierte— Ahora, la que no te va a dejar escapar soy yo. ¡Te amo, mi caballero irlandés! —admite finalmente, gritándolo a los cuatro vientos.

Finalmente, habían llegado a la parte del reencuentro que John esperaba ansioso. Tan solo quedaba una cosa por hacer: sellarlo con un broche capaz de eliminar cuanta duda pudiera quedar en aquella efervescente cabeza. Acunando a María entre sus brazos toma prestadas las palabras del viejo capitán:


                                                               Yo soy hombre de mar,

                                                               General de mil batallas,

                                                         alma errante entre la espuma,

                                                     lobo hambriento entre tormentas.


                                                   Pero hoy, mi deseo es besar tu arena


—¿John, qué...

—Shhh No interrumpas —le pide antes de continuar aquella declaración de intenciones


                                                 Pero hoy, mi deseo es besar tu arena.


                                         Hoy, digo adiós al general y abrazo al hombre.

                                    Hoy me erijo tu farero, castro que guardas su alma.

                                        Pues tu arena me imanta, tus rocas me ciegan...


                                   Hoy olvido al marino y abrazo al guardián de tierras.

                                        Pues no abandonaré esta playa sin mi sirena.


—Tu eres mi sirena —afirma tras recitar, antes de capturar su boca.

—No te sabía poeta —comenta María, seducida tras el largo beso.

—Y no lo soy, burbujita —le aclara con la vivacidad que le infunde saberse por fin vencedor, en esa guerra de voluntades— Vayamos hacia la cascada, me agrada ese lugar. Son estrofas de un poema que cuelga en la pared del despacho de casa. Es lo único que me llevé de casa de mis padres —le aclara— Esa manera de expresar la verdad del amor encaja con mi modo de verlo. Siempre he sentido mías esas palabras. Ese aprendiz de poeta ha estado conmigo todo el tiempo...

—¿Crees...? —lo interrumpe María.

—Sí, fue escrito por el viejo capitán —confirma, observando la espuma de la cascada desde el mirador—. Quiero conocer ese castro antes de regresar a Irlanda. Porque, te vienes conmigo, ¿verdad? —pregunta nuevamente a María, mientras facilita que sus miradas se encuentren.

—¡Hum...! —sopesa con divertida y pensativa mirada. La picardía y las ganas de reír por fin habían regresado a su vida— Tal vez si me escribes unos versos tan bellos como los de tu antepasado...

—¡María...! —le advierte John.

—Iremos al castro —acepta complacida, tras callar su réplica con un fugaz beso. Saber que su sentimiento era correspondido, incluso superado en algunos aspectos por John, la llevaba a tocar la felicidad con sus manos.

—Ya vuelves a ser tú —asegura complacido John, antes de sumarse a sus risas.

Un perfecto marco de felicidad, fue lo que se encontraron Lucía, Francisco, Mac y Agnes cuando decidieron sumarse a ellos en aquel acogedor rincón del balneario. Lo último que habían escuchado, y las risas compartidas, eran el mejor indicativo de que aquel encuentro tenía el resultado esperado por todos.

—Ahí vienen tus refuerzos —le señala María, deseando abrazar y compartir con cada uno de ellos el regreso a su mundo optimista.

—Ya te he aclarado que, salvo tu hermana, los demás prometieron retirarme la palabra, y algo más, si no era capaz de hacerte ver la verdad.

—Luci y su romanticismo... ¡Adoro a mi hermana!

—¡Pues ya somos dos! Creyó en mí, siempre le estaré agradecido por...

—¡Quiero verlo! ¡Quiero verlo! —vitorea Agnes dirigiéndose a María nada más alcanzarlos.

—Pero, ¿qué quieres ver Agnes? —pregunta Lucía un tanto desconcertada— ¿El beso? Yo también quiero verlo —pide sumándose a Agnes— No estuvo nada mal el que presenciamos hace un momento, pero no me importaría volver a ser testigo de una escena similar.

—¡No! El..

John se apresura a advertir a Agnes con un gesto, que no pronunciase ni una palabra más. En verdad su cometido no había terminado, faltaba un último detalle, algo que le hubiese gustado hacer en la intimidad. Pero sus particulares voyeurs, se habían adelantado a los acontecimientos.

—Dadnos un minuto —les pide.

—¡John no seas! —protesta su incondicional.

—¡Mac...! —le advierte.

—¡Tranquilo capitán! —interviene Francisco— Yo me hago cargo. Vamos chicos, un poco de privacidad —pide a sus tres acompañantes, invitándolos a adentrarse entre los abedules.

—Ven —pide a su vez John, a su pequeño torbellino, tomándola de la mano.

Cuando uno se imponía alcanzar algo tan preciado debía hacerlo sin titubeos, en el momento preciso y el lugar idóneo. Aquel era el momento, y allí mismo estaba el lugar "La Cascada". Nada más llegar a ella, John detiene el avance de ambos y se arrodilla frente a María.

—¡Qué haces! —exclama azorada intuyendo la siguiente escena, mientras John saca una caja del bolsillo interior de su americana.

—¿Una promesa de vida? —le pregunta embelesado, atrapado por esa idea.

—Una embriagadora invitación a la vida, el mejor proyecto de vida —acepta María, imitando la postura de John.

Contemplando el anillo que John acababa de poner en su dedo índice, la imagen abatida de Aina en aquel mismo lugar asalta su mente.

—John, ya que vamos a hacerlo... ayudémosles —propone.

—¿Eso es un acertijo? —pregunta, al tiempo que la ayuda a levantarse.

—No, mi obtuso irlandés —contesta, divertida ante la confusión que mostraba John.

—¿Ahora me insulta, señora Moore? —la reprende devolviéndole la sonrisa mientras tira de su coleta.

—Hum, no suena mal —admite soñadora— Pero, si no te importa, mantendré mi apellido.

—Sus deseos son órdenes, señorita Aller —acepta robándole otro beso.

—Igual que los suyos para mí, señor Moore. John, no vamos a olvidarnos de cómo empezó todo esto. Escúchame —lo invita María, apoyándose en la balaustrada de piedra— Si nuestra unión es la llave que permite la suya, propiciemos esa vida etérea para ambos.

—Hablas del viejo capitán y Aina...

—Exacto. Propiciemos que su sueño se haga realidad.

—Acabamos de hacerlo —le recuerda John.

—No John, ahí te equivocas. Falta un paso más. Nos hemos prometido, el último paso que ellas necesitan es que la promesa se convierta en realidad —le señala.

—¡De acuerdo! —acepta ilusionado— Secundo esa idea ¿Conoces a algún juez de paz? ¡Vamos ahora mismo! —la apremia— Ya tenemos a los testigos —apunta, señalando hacia el pequeño bosque.

—¿Impaciente por la noche de bodas, señor Moore?

—¡Impaciente se queda corto!

—Nos equivocamos al creer eterna la existencia espiritual de Aina. Sí —se adelanta a contestar María ante la incrédula mirada de John.

—El alma persiste en tiempo y espacio María —le rebate John.

—Estás olvidando la maldición que propició todo esto «Serás arena que la mar se lleva», promulgó Diana. Ese fue su verdadero castigo. Ser alma errante, hasta unir a seis almas hermanas, era la puerta abierta a esa eternidad compartida que Aina tanto anhelaba.

—Y lo ha conseguido, María. Ambos lo han conseguido —rectifica John, recordando al viejo capitán.

—Lo conseguirán si llegamos a tiempo —le advierte—. Desde un principio se omitió una parte de la maldición.

—¿Cuál? —se apresura a preguntar interesado, John.

Aina no llegó a decírmela. Tan solo sé que desaparecerá con la próxima luna llena, y de ella tan solo quedará su arena —admite con dolor. ¿Cómo no sentirse afligida? A fin de cuentas, Aina era su raíz y, si no actuaban con rapidez, vería incumplida la razón de su existencia— El próximo domingo será luna llena, y también el último día de la existencia espiritual de Aina.

—Tenemos una semana para llevar a cabo los trámites necesarios —la anima— Lo conseguiremos.

—¿El sábado, en este mismo lugar? —propone María.

—¿Qué va a pasar el sábado? —preguntan cuatro voces a coro.

—Nos casamos —festejan al unísono John y María.

Tras la resaca emocional fruto del familiar enlace, cuarenta y ocho horas arropadas con cariño y buenos deseos, ambos deciden que ya es momento de regresar a Irlanda. Pero quedaba una promesa por cumplir antes de viajar a Foxford, ese martes el destino los guiaba hacia Baroña.

A medida que se adentraban en el extenso pinar que daba acceso al castro, John no pudo eludir la excitación que le generaba el saberse tan próximo al escenario de sus sueños. Si aquella moura no hubiese auxiliado a su antepasado, él no existiría. Si aquella moura, y el viejo capitán, no lo hubiesen despertado a través del sueño, él nunca se hubiese permitido despertar de nuevo a la vida.

—Lo que experimento en este momento, dista mucho de la curiosidad que sentí al leer sobre este lugar —confiesa a María al salir del pinar, nada más divisar el castro— ¡Aquí se respira magia!

—Sabes, siempre que vengo aquí oxigeno mi mochila —admite María abrazando su cintura— La sensación de aislamiento y protección, esa contradicción en sí misma, invita a creer en las posibilidades, te lleva a saborear esa paz interior que con tanta frecuencia olvidamos en nuestro día a día. ¿Seguirán aquí? —se cuestiona, deshaciendo el abrazo para retomar el camino con un paso más calmado.

—¿Quiénes?

—Ellas, las mouras —le aclara a John.

—Si llegas a plantearme esa pregunta hace unos meses, te contestaría con un rotundo "no". Es más, probablemente te hiciese una disertación sobre el grado de verdad que encierran las leyendas.

—¡Esa era yo hace unos meses! —admite María, al tiempo que se ríe de su propia incredulidad— Siempre que Luci trataba el tema, mi respuesta era "¡Crece María Lucía!". Actualmente me digo: "¡Cree María!"

—Cuando regresemos a Irlanda, te llevaré al Valle de Arán. Es más, tendremos nuestro castro particular en Inis Mor —le promete, tomando su mano para frenarla— Sí, reconstruiremos la pequeña casa de piedra que la familia tiene en esa isla y haremos de ella nuestro refugio.

—¡Me gusta esa idea! —accede entusiasmada María.

—Ahora comprendo porque el capitán Moore decidió hacer de Inis Mor su santuario. La sensación y el aire que se respira en ambos lugares es muy semejante.

Tras empaparse un poco más de las vistas de la ría, desde lo alto de aquella explanada de piedra y tierra, volvieron a ponerse en camino.

—Nunca entendí el empeño de mis padres en llevarnos a veranear a Florida; personalmente, disfruto más del paisaje de Irlanda. Te gustará Inis Mor, a pesar de su clima ventoso y húmedo —afirma— Sé que disfrutarás tanto del paraje como de las tardes en el pub: una Guinness y el sonido del acordeón, acompañado del lamento suave y evocador del whistle11 y los golpes profundos del bodhrán12—especifica John —¿Qué más se puede pedir?

—Hum... —repara María pensativa.

—¡Lo disfrutarás, eres más celta que los genuinos celtas! —puntualiza socarrón.

—De eso que no te quepa la menor duda. Cuanto tenga que ver con los celtas capta mi atención, casi tanto como tú. ¡Te amo! —afirma, dedicándole una cristalina mirada de plenitud.

El camino de tierra, que daba acceso al castro llegaba a su fin. Era el momento de decidir hacia dónde dirigir sus primeras pisadas en aquella entrada al mar.

—¿Castro o playa? —le pregunta María.

—Playa, por favor. Esa arena promete —observa juguetón, invitándola a seguir sus pasos—. Te llevaré a conocer la morada del Rey Aengus, el fuerte prehistórico más famoso de las Islas de Aran —le promete, retomando la conversación.

Aengus, dios celta del amor, la juventud y la inspiración poética...

—Va a ser difícil sorprenderla, señora Moore —advierte complacido— Tú y tu amor por mi tierra natal. Ahora tu tierra adoptiva —especifica.

—Ciertamente, señor Moore —concuerda retadora— ¿Alguna vez has leído sobre la leyenda de Aengus y Caer?

—Prendado de una bellísima joven, que se aparecía en sus sueños... —comienza a explicar John, poniendo especial énfasis en la última frase.

—¡Está visto que toda historia de amor, requiere el paso previo por una nada agradable prueba! —dictamina María, nada más llegar a la playa.

—Por fin me vas a decir qué llevas en esa mochila. Ni siquiera has querido que me hiciese yo cargo de ella durante el camino —pregunta con cierta curiosidad, cuando María se dispone a dejarla en la arena.

—Nada importante. Una pequeña sorpresa —responde tumbándose en la arena— Que distinto se ve todo esto sin el ir y venir de los veraneantes.

—¿Una sorpresa? —insiste John, haciendo ademán de abrir la mochila.

—¡Chist, quieto ahí! Solo es un pequeño picnic. Ahora relájate —lo invita cerrando los ojos— Si esto es el paraíso, que cierren la puerta —pide tras un largo suspiro de satisfacción— ¡De aquí no hay quien me mueva!

—Acepto tu propuesta —conviene John, tumbándose a su lado.

El momento de guardar silencio, para apreciar los sonidos de aquel paraje y disfrutar de la brisa marina, había llegado. Ambos se tomaron de la mano, hasta quedarse dormidos bajo el techo nublado de aquella primaveral tarde.

John no tardó en despertar de su letargo. Tras arropar a María con la manta de viaje, que previsoramente había tomado del coche, se va a inspeccionar el castro. Le parecía increíble que, en algún momento de la historia, alguien pudiera sobrevivir en aquella extensión rocosa separada de tierra firme por un minúsculo istmo. No dudó en traspasar la trinchera, y las murallas defensivas del castro, hasta acceder a la acrópolis. Allí, en lo más alto, estaba el punto desde el cual Aina les había suplicado ayuda.

Ahora, desde ese mismo punto, donde otros se quedaban fascinados por la vista de la verdosa ría y el poder de aquel mar con destellos plateados, John veía la tormenta, el naufragio, los ruegos...

Así lo encuentra María, sentado en la peña más alta absorto en lo que otros podían entender leyenda.

—¡El poder de los elementos! —proclama María— Da miedo, ¿No te parece?

—¡El hombre y sus avances! —exclama John, entendiéndose insignificante ante la realidad que encerraban las palabras de su esposa— Podemos prever una catástrofe natural, pero seguimos indefensos ante la ira de los elementos. ¡Salvo que aparezca una moura! —puntualiza en tono cómplice— Vámonos, pronto anochecerá.

—Me gustaría verlos una última vez —declara soñadora María— ¿Qué habrá sido de sus almas?

—Bueno, según lo dictado por Diana, estarán juntas en algún lugar —le recuerda John— Ahora vámonos, señora Moore.

—¡De acuerdo! —acepta a regañadientes— Pero antes, haremos un alto en el camino.

John, no pudo negarse a compartir con ella el improvisado picnic que se encontró en una de las derruidas viviendas del castro. Como tampoco pudo negarse a otra invitación del lugar:

Un encuentro silvestre que olía a retamo espinoso, energía, vida, proliferación de la tierra bañada por el sol; aquella, cuya espesa vegetación, los aislaba del mundo en su entrega. Lágrimas de rocío calmando la sed de sus flores amarillas, diminutos puntos de sol afirmando una realidad "La unión de dos almas que se creían extintas de gracia, hermanas del dolor"

Un encuentro salvaje, liberado de ataduras, normas y método. Buscando saciar la verdad de cuatro a través de dos.


                                                  ____________________________________

¡Gracias!



_________________________

11 Flauta irlandesa.

12 Tambor de marco irlandés.

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