Crónicas de arena y sal

Bởi SoleMoreira

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Con la mochila repleta de gratas vivencias, noches en vela y proyectos de futuro, María regresa al pueblo de... Xem Thêm

CARBALLIÑO (ORENSE) - EN LA ACTUALIDAD
Año 1845
FOXFORD (IRLANDA) - EN LA ACTUALIDAD
EL CAMINO
DON PICAFLOR Y DON CORRECCIÓN
NUEVOS PROPÓSITOS
LLAMADA ENTRE BRINDIS
PEQUEÑAS CONFIDENCIAS
EL AZOTE DE UN SUEÑO
TRASPASANDO EL "QUIZÁS"
CONFIRMANDO UNA SOSPECHA
ESPERADA TORMENTA
LECTURAS INCORRECTAS
UNA PROMESA DE VIDA
EPÍLOGO

Prólogo

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Bởi SoleMoreira

      Cuentos de mouras. Mitos y leyendas sobre seres pertenecientes al llamado "Mundo de los Elementales". Espíritus de la naturaleza velando por el perfecto transcurrir de la vida, morando en ríos, fuentes, dólmenes o bajo los castros...

     Mouras, hadas... seres feéricos entendidos por los humanos como los poseedores de la existencia ideal.


                              En el corazón del bosque,

                           delicada cual plácida noche,

                        sorprende el cantar de la moura.

                         Ritmo de mar, melodía de vida.


                                  Expresión de soledad,

                  de aquella que busca la verdad de amar.

             Amor desprendido, ofrecido sin dudar al elegido.

                          Amor que destierra cuando aquel

                        desoye su alma a cambio del interés.


                                     En el corazón del bosque,

                                     vivaz cual sol de juventud,

                          canta la bella moura la tristeza del ayer...

                                         Del amor que nunca fue

  Año de 1635



Castro de Baroña, 1845


Entre pinares, roca granítica y playas de arena fina, se adentra el océano Atlántico en la ría de Muros y Noia. Un escenario cuya tonalidad va desde el verde esmeralda al verde espuma de mar, salpicado de los destellos que el sol roba a las formaciones rocosas que se adentran en el mar; entre estas, la de Baroña, cuya cima cobija un castro, milenaria construcción que invita a imaginar un pasado, que propicia encontrar esa paz interna que tantas veces creemos perdida.

    Pero aquel atardecer, la energía de los elementos evocaba furia, destrucción y miedo.

El Capitán John Moore batallaba con las olas en medio de la tempestad. Exhausto, y sin fuerzas para seguir agarrándose al viejo madero desprendido del navío que dirigía su vida horas antes, atisbó un istmo.

Un ápice de esperanza aportó calor a un corazón a punto de detenerse. La esperanza de recuperar aquello que había perdido... Daría cuanto fuera preciso por ver una última vez a su esposa, por ser merecedor de la gracia de una nueva oportunidad como padre. Se había prometido a sí mismo que, si un milagro le ayudaba a vencer a la furia de los elementos, muchas cosas cambiarían en su vida.

En lo alto del castro, Aina, melancólica, observaba la tormenta que ocultaba la puesta de sol de ese atardecer. Su existencia se limitaba a ese trozo de roca. A la playa de arenas blancas que limaban sus pies y al castillo milenario escondido en las entrañas del castro. Pareciera que, ese día, los elementos se confabularan para crear una atmósfera acorde con su aura. La penumbra se cernía sobre el castro, aislándolo del pinar y de las aldeas colindantes, mientras el mar mantenía una cruenta disputa con aquella peña que impedía su avance. En medio de las tinieblas, el cielo se erigía amo del destino de cuantos habitasen bajo su manto, gritando su poder con cada nuevo relámpago.

—¡Amo del destino! —reflexionó Aina con sonrisa irónica. En otra época, ella también se había sentido dueña de su sino, prendada de una inmortalidad ligada a favorecer el equilibrio de los elementos desde el aislamiento proporcionado por aquel castro, su morada. Aina quería más, mucho más. Ahora ya no entendía, como condición de gracia, el encantamiento que la mantenía unida por la eternidad a esos parajes; ahora era un cautiverio y, por ello, cuando se sabía lejos de la mirada de sus hermanas o de la madre de todas, como aquel atardecer, se permitía llorar la angustia de un corazón que sentía vacío. Ella anhelaba la dicha de presenciar el amanecer, en cuanto ello significaba vivir un día más, poder saborear el sentimiento del alma alborotada ante la visión de un niño, su propio hijo... De qué servía la vida sin el pleno significado de ésta... Aina quería sentir, amar, sufrir, llorar, reír... Ser útil no solo por cuidar al animal herido y al árbol deprimido. Saberse necesaria en los días de aquel que llegase a amarla. Estos pensamientos, su aflicción, se vieron disipados cuando sus grandes y azules ojos repararon en aquel náufrago: un humano que se debatía entre la vida y la muerte; un ser que, a pesar de lo breve de su existencia, tenía mucho por lo que vivir...

Por más que John apuraba sus menguadas fuerzas, impulsado por la idea de regresar a su familia, el escaso trecho que lo separaba de la playa se le hacía interminable. Al tiempo que lo engullía una nueva ola, vislumbró una presencia a su lado: un espíritu envuelto en una túnica blanca. Fue entonces cuando supo que era el momento de decir adiós a cuanto había sido su vida.

La mente de Aina luchaba entre lo que era su deber y lo que sentía. El credo dictado por Diana, la madre de todas, le exigía ignorar a aquel insignificante ser y dejar que, una vez más, dictase sentencia la ley de la vida. Pero su curiosidad sobre los humanos ganó la batalla aquel anochecer.

No podía llevar al náufrago al castillo, pues la presencia de cualquier hombre mortal allí era castigada con la muerte del mismo.

—¿Qué valor tendría entonces rescatarlo de la ira del mar, si su final iba a ser el mismo? —Pensó Aina. No permitiría que ese ser se apagara. Lo escondería en el bosque cercano a la playa y haría cuanto estuviese en sus manos para devolverle la vida. Los conocimientos y poderes adquiridos en el transcurso de los siglos la ayudarían.

Sus manos improvisaron un mullido lecho en el pinar próximo a la playa, a la vez que vigilaba lo que parecía el sueño sin retorno de aquel humano malherido. Ella se negaba a creer que aquella fuese su última noche: imponiendo sus manos sobre el pecho del náufrago, invocó a la Luna para transmitirle su energía hasta que, exhausta por el esfuerzo, escuchó un nuevo latido en aquel corazón.

     Ya caía la tarde cuando John salió de su letargo.

—Dónde... ¿dónde estoy? —Le costaba pronunciar cada palabra. Su voz era ronca y quebradiza— ¿Qué...? —Se sentía aturdido, confuso e indefenso en aquel paraje tan bello y misterioso.

     Por segunda vez, en un breve espacio de tiempo, el temerario capitán se deja apresar por el miedo que experimenta cualquier mortal ante la incertidumbre de la supervivencia.

— ¿Qué...? —volvió a preguntar con la voz ahogada. Jamás había sufrido de tal dolencia, y comprobó que ésta era aún peor que la de sus heridas.

     La voz de cadencia lenta y melodiosa de Aina se introdujo en su aturdida cabeza:

—Te has despertado —ese comentario denotaba esperanza.

El suplicio del náufrago se tornó calma, tras escuchar esas palabras. Mientras, su cuello giraba con esfuerzo hacia la voz que le hablaba. Aina lo observaba desde una roca cercana. La brisa del Atlántico peinaba su larga cabellera y hacía que su fina túnica flotase en el aire envolviéndola en misterio. Sus miradas se encontraron y John evocó su último recuerdo: la hermosa visión que un despiadado rayo le había mostrado en el acantilado, la misma a la que había tendido su mano suplicando ayuda.

—¿Cómo te encuentras? —quiso saber Aina, estática desde su humilde pedestal.

     «¿Quién es esa belleza etérea?», se preguntaba John, al tiempo que Aina se acercaba para comprobar su estado, «¿Qué esconde tras esos ojos azules, esa mirada tan intensa que traspasa el alma?». Su voz se asemejaba al canto de las sirenas que alguna vez escuchara en altamar. Ella era alta... inusualmente alta. Su rostro, pálido y perfectamente simétrico, mostraba un semblante amable, seguro y fuerte. «Esas ropas... tan impropias de una dama... ¿será un hada?, tal vez... ¿una sirena?», John continuaba con su meticuloso y callado análisis mientras ella atendía sus heridas. El aspecto de esa mujer, cuanto evocaba en él no era terrenal: la angustia ante la incertidumbre se desvanecía, se mitigaba el dolor de su magullado cuerpo... «Nada malo podrá depararme esta dama, nada peor que lo que acabo de vivir», advirtió. Su ebria necedad había traído la muerte a cuantos lo acompañaban en la goleta.

—Deberás permanecer inmóvil por un tiempo —la contrariedad en el rostro de aquel caballero la impulsó a acelerar sus palabras— ¡Apenas tres días, no temas! Pronto recobrarás tus fuerzas. Has forzado en demasía corazón y aliento, pero no tardarás en abrazar de nuevo a los tuyos.

Percibiendo el minucioso estudio al cual la estaba sometiendo el náufrago, Aina siguió hablando, al tiempo que aplicaba ungüento a sus heridas. Sabía que aquel humano necesitaba tiempo para asimilar el fatídico accidente que lo había llevado hasta aquella ría, así como para asimilar su inusual apariencia.

—Cuéntame de tu tierra... ¿Qué hacías en...

—¿Quién...eres? —interrumpió la voz quebrada de John— ¿Un sueño... prometiendo que se cumpla... mi anhelo? ¿El delirio de... un moribundo... endulzando el momento para luego... obligarle a purgar su pena?

—Me llamo Aina —contestó despreocupada. No podía revelar mucho más de su persona e intuía que aquel náufrago, aquel humano que había rescatado la noche anterior, querría saber mucho más— Vivo en estas tierras desde que tengo memoria. Poco más te puedo decir —acariciando con su tersa y blanca mano el agrietado rostro del náufrago, sentencia, con dulzura— Pero, no temas. Descansa.

Aina comenzó a cantar lo que pareciera una envolvente nana, para propiciar el sueño de John antes de regresar con sus hermanas y afrontar sus obligaciones diarias.

Dos horas más tarde, John despertó, consiguiendo, no sin esfuerzo, incorporar un poco su torso en aquel improvisado lecho de musgo y arena. El color y olor de aquel paraje le recordaba al de su lejana Irlanda. Tras la tormenta, el cielo lucía parcialmente despejado, permitiendo captar la viveza del verdor que imperaba en los frondosos bosques de pinos que limitaban aquella parte de la costa. El aire olía a otoño y salitre en aquella solitaria playa de arena virgen.

Al cambiar el peso a su brazo izquierdo, lo vio: Sí, aquel era el istmo o, mejor dicho, la pequeña península rocosa bordeada por una muralla de piedra. Por el rumbo de la noche anterior, y considerando hacia donde los arrastraba la tormenta, dedujo que estaba en algún lugar de la costa gallega. «Pero, ¿dónde?», se preguntó John antes de volver a rendirse al sueño.

     Poco después de despertar, ya cayendo la tarde, Aina regresó para atender sus heridas.

—¿Dónde estoy? —quiso saber John, ahora con voz más clara, mientras Aina aplicaba ungüento nuevo.

—En tierras del Barbanza. Este lugar se conoce como Baroña...

—Estábamos en altamar —la interrumpe el Capitán, reconstruyendo la tarde anterior—, se adivinaba a lo lejos el faro de Finisterre cuando nos alcanzó la tormenta... ¿Baroña? —pregunta, de pronto, inquieto, volteándose hacia donde estaba la pequeña península.

—No te incorpores todavía o la herida se abrirá —le indicó Aina, mientras intentaba apaciguarlo.

—¿Acaso la península amurallada no es otra que el castro de Baroña? —consulta con evidente inquietud— ¿El mismo castro que esconde en sus entrañas dragones que lo defienden?

—¿Dragones? —dijo sorprendida— Nunca he visto tal criatura en el tiempo que llevo habitando esta pequeña porción de tierra. Olvida el temor: la leyenda habla de dragones, pero la realidad es otra...

—¿Y cuál es esa verdad? —pregunta interesado, olvidando el dolor de las magulladuras que le había causado el naufragio.

—Su propio aislamiento es su mejor defensa.

Aina... tan dulce es tu nombre como melódica es tu voz —proclamó mientras Aina masajeaba sus sienes— ¿Quién eres?

—Soy alguien que habita estos parajes.

Aina, poco más podía revelarle. Por ello, temerosa de nuevas preguntas, comenzó a entonar un bello canto evocando la musicalidad del aire y las olas, hasta que el náufrago abrazó de nuevo el sueño.

El hada de la noche, como terminó bautizándola John, volvía cada atardecer. Aquella presencia, con sus cantos y las fábulas que tan vívidamente narraba mientras atendía sus heridas, conseguía mitigar en el maltrecho marino el afán de abrazar a los suyos.

Al tercer anochecer, hizo acto de presencia la luna llena. No tardó en pronunciarse la influencia que ejercía ésta sobre los poderes de sanación de Aina y, con ello, comenzaron los largos paseos por el bosque. Horas compartidas, que ella dedicaba a mostrarle los beneficios de una vida sin más ambición que conseguir la armonía, el poder de curación de un verdadero amor, la importancia de las palabras que emanan de la pureza del alma... Con la llegada del alba, tras la inevitable despedida, John experimentaba una sensación de orfandad que lo llevaba a contar las horas que los distanciaban; Aina, soñaba con ese amor que añoraba.

Transcurridas dos semanas desde el naufragio, todo estaba listo para su partida. Un adiós que ambos sabían, pero que no se permitían reconocer. Un adiós, convertido en tempestuoso saludo la última madrugada: El inevitable roce condujo al beso oculto, secreto y primitivo, como la tierra que los resguardaba, enérgico y hambriento como las olas que azotaban aquella playa. Un beso que llevó al olvido las ropas mientras el presente ardía en sus almas. Aquella última noche, mientras la luna iluminaba la playa, fueron dos despertando una nueva vida, aquella que regala amor sin engaños, trabas o armas.

La norma más estricta e irrevocable dictada por Diana, era la exigencia de mantener la virginidad. Al menos, hasta que el mortal elegido las liberara del encantamiento.

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«La ambición del humano lo lleva a no dar valor a su alma. No existe amor humano falto de interés y, por ende, no hay hombre merecedor de compartir la vida de mis amadas hijas, cuya esencia reside en su alma». Esa era la explicación que la madre de todas les daba cuando preguntaban el porqué de tan injusta norma; ellas amaban y querían ser amadas.

El castigo a imponer a aquella de sus hijas queincumpliera tal norma, en el mejor de los casos, era el destierro: «Serásserpiente a la orilla del río, dolmen en medio de la montaña... o perderás lainmortalidad, si por rara coincidencia, el amor resultase desinteresado». En el peor, la muerte. Lo que Aina había llegado a sentir por John la llevó a romper esa norma; amaba y se sentía amada. Ella entendía que la presencia de aquel náufrago en su vida era obra del destino, fruto de sus ruegos por librarse del encantamiento para vivir como mortal. Solo era preciso que éste pasara la última prueba para liberarla de su hechizo y rescatarla de cuanto la ligaba a un mundo que ya no le aportaba nada.

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La última noche, después de abandonar el pequeño lecho que improvisaron, Aina le entregó una envejecida faltriquera a la vez que advertía cuán importante era que esperase al siguiente atardecer para abrirlo. Sin embargo, algo se resquebrajó dentro de ella nada más leer el pensamiento de John.

—No volveremos a vernos —aseguró Aina con voz firme, mientras depositaba el hatillo en sus manos, ocultando el dolor que tal hecho le producía— Haz lo que te he dicho y prosigue con tu vida.

A pesar de lo que vio en sus ojos, Aina sabía que había encontrado la esperanza que albergaba en su corazón desde hacía muchas décadas. Si el náufrago rechazaba el oro y la elegía a ella, podrían dar rienda suelta a los sentimientos profesados durante las últimas semanas. En caso contrario, a pesar del inevitable dolor de un corazón roto ante la elección equivocada, no cambiaría ni uno solo de los momentos vividos a su lado. Tan solo rezaba porque su fracaso la llevase a la pena más alta estipulada por Diana: la muerte.

El John navegante, el mercader impregnado de curiosidad y avaricia, despertó al sentir el peso del pequeño presente. Desoyendo a la muchacha abrió la faltriquera, y el brillo de su mirada ante el oro que contenía el hatillo dio paso al vacío mientras Aina se disipaba.

—Necio, avaricioso... ¡Ruin! —se proclamó, furioso, mientras tiraba el tesoro y buscaba con desespero a Aina.

Tarde. Muy tarde comprendió el Capitán que no existía oro en el mundo capaz de suplir la compañía de su amada.

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Tipo de poblado fortificado de origen Celta, muy común en el noroeste de la Península Ibérica

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