Calcifer, El Origen del Malโœ”...

By melvelasquez09

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Calcifer es el nombre de aquel ser atormentado, falto de cariรฑo y olvidado por Dios, que ha sido escogido ent... More

Calcifer, El Origen del Mal
Parte II - Marcado por las sombras.

Parte I - Raรญces.

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By melvelasquez09

La maldad viene en muchas formas, distintas épocas y variada intensidad... pero su fin último es el mismo... El caos total...

—Laurent Quincy—


Aun lo recuerdo como si fuera ayer.

Corrían tiempos oscuros para la humanidad; las masas, ignorantes y analfabetas se retorcían en sus insípidas y banales existencias, llenas de creencias ciegas que alimentaban su fe enferma y eran gobernadas por el "poder divino" de aquellos que tenían sangre azul.

Galia, como alguna vez fueron llamadas las tierras manchadas de sangre en las que nací, comenzaba a alzarse como un reino unitario y la guerra que causaba esa "unidad" llenaba de putrefacción todo lo que tocaba y rodeaba sin excepción alguna.

En medio de todo yo era tan solo un niño nacido en malos tiempos; estaba condenado desde el momento mismo de mi nacimiento, por haber nacido como el hijo "bastardo" de una mujer viuda y solitaria, señalada de practicar la brujería. No existía una explicación aceptable para los pueblerinos sobre mi existencia y desde un principio fui condenado al dolor. Tuve que ver morir a mi madre cuando tenía tan solo cinco años, sentenciada por el clero a ser quemada por sus supuestos vínculos con Lucifer al haberme dado vida; el fuego le consumió frente a mis ojos y sus agónicos gritos recorrieron cada centímetro del pueblo hasta apagarse.

Desde allí fui tratado como un animal y me vi obligado a sobrevivir bajando siempre la cabeza, marcado con un pecado del cual no era culpable y fui esclavizado por aquellos que creían tener el poder divino bajo sus manos, los nobles del pueblo, que creían domar a un hijo de Lucifer.

Para diferenciarme aún más fui marcado como el ganado, con un símbolo que le dejaría claro a todos quien era: Una profana cruz inversa que llevaría en mi piel hasta la tumba; además el color rojo fue relegado a mi persona, como marca aún más visible de mí supuesta naturaleza, un absurdo color que le recordaba al mundo quien era.

Cada día era una eterna agonía en la que maldecía internamente mi existencia; deseaba no haber nacido nunca, haber muerto en la oscuridad de mi madre y seguir siendo uno de esos "no nacidos" que flotan en alguna eternidad, esperando el momento de nacer, el momento de ocupar un cuerpo, o quedarse allí por siempre, flotando en la eternidad más primigenia. Pero el destino había sido otro para mi madre y para mí, condenándonos a arder en la muerte y en la vida.

Muchas veces había deseado que todo lo que los malditos pueblerinos decían sobre mi fuese cierto, deseaba poseer algo de esa supuesta naturaleza maléfica que me atribuían y usarla en su contra; pero todo no eran más que fantasías absurdas en mis eternos días de esclavitud. "Si todo eso fuese verdad todas estas personas ya estarían muertas" solía pensar cada vez que alguien hablaba sobre ello o me señalaba, a medida que un odio irrefrenable crecía en mí interior con el paso del tiempo, oculto tras mi rostro infantil.

La familia Corbeau, aristócratas dueños de aquel pueblo y todas sus tierras aledañas, eran aquellos que "se hacían cargo de mí". Como únicos Marqueses de la zona y con el poder concedido por el Rey Capeto, creían tener la suprema razón y la última palabra ante el clero del pueblo, mostrándose como un cúmulo de personas desagradables y déspotas que creían llevar la voluntad divina en su sangre; según ellos serían recompensados por Dios al tenerme bajo su mandato y tendrían una fortaleza en el cielo, donde morarían eternamente. Ellos solo buscaban frenar las manchas imborrables y pútridas de sus almas, culpables de cientos de muertes bajo el fuego de la intolerancia. Junto a ellos comenzó mi maldición y en aquel lugar estaba destinado a vivir hasta mi último suspiro.

Todos los días parecían ser iguales bajo su yugo de esclavitud, trabajando bajo el sol, con pocas horas de descanso en las madrugadas y días enteros al servicio de aquellos que pensaban hacían un bien al hacerse cargo de mí; aun los esclavos y resto de servidumbre buscaba cuidarse de mi presencia, por lo que en toda mi vida no había tenido el gozo de hablar con alguien mucho más de un minuto, marcando aún más esa terrible existencia a la que estaba atado. Nadie nunca había cruzado su mirada conmigo en amabilidad y nadie jamás deseaba estar cerca de mí y ser marcado como un esbirro del demonio, seria siempre el excluido.

Nada parecía querer cambiar al correr el tiempo, las cosas pútridas que dominaban el pueblo se veían inamovibles, las almas manchadas seguían caminando con las cabezas en alto en las calles, pero un día nublado, el más frio de aquel otoño, algo susurró en mi cabeza que el momento de volcar las cosas estaba cerca. Todo el pueblo se encontraba reunido en el templo, que no llevaba más de cien años de haber sido construido; en él se profesaba aquella religión que estaba conquistando todas las tierras, el cristianismo y allí los creyentes ciegos, bastardos y fieles, se conglomeraban a suplicarle al creador para que los guiara en sus caminos.

Yo no era ajeno a aquellas creencias, era tan solo un niño y absorbía cada cosa como una esponja, orándole a un dios por el cual me castigaban. Tenía diez años de vida y una apariencia que no le pertenecía a alguien de la servidumbre; parecía más un ser de los cielos que uno de las profundidades del infierno, lo que resultaba un desafío más de mi parte hacia aquel dios al que oraba por mi salvación. Yo no poseía una estatura notable ¿Qué más se puede pedir a los diez años? El tono de piel heredado de mi madre, era claro y frágil, otorgándome un innegable toque angelical; el tono claro de mis ojos no ayudaba mucho a refrenar ese deseo de destrucción que notaba en los demás y los cabellos rojizos acentuaban mucho más la angelical apariencia que incitaba a ser perturbada, destruida más de lo que podría ya estarlo en espíritu.

Y ese día en especial, rezagado junto a la servidumbre y los esclavos; intenté verme mejor que los demás días, a pesar de estar vestido de rojo; por alguna extraña razón me aferraba a la fe para continuar cada maldito día y, aunque no me servía de mucho, era en lo único que podía refugiarme.

Aun no comenzaba la eucaristía y la gente murmuraba, acrecentando la impaciencia ante el evento. Entre tantos murmullos y susurros, algunas palabras llenas de odio hacia mí me volcaron a la realidad: Aquel lugar "santo" no era ajeno al odio de los hombres. "Tengo que soportarlo, estoy en la casa de dios, aquí no puedo aborrecerlos, no aquí" repetía una y otra vez en mi cabeza, mientras cerraba los ojos; si Dios existía tal vez me estuviese escuchando, tal vez se apiadase de un pobre niño huérfano y desdichado como yo y acabaría con mi sufrimiento. Abrí de nuevo los ojos, mientras sentía la impaciencia de los que me rodeaban y aceptaba que tal vez, por milésima vez, Dios no podía escucharme.

Para ese entonces, la catedral se encontraba con las puertas abiertas, mostrando ante sus huéspedes un enorme santuario de piedra revestido de esculturas, pinturas y estatuas de santos y ángeles que representaban nuestra fe; las luces de los velones y velas iluminaban el altar, mientras afuera el crepúsculo terminaba, ese momento crucial en que el día muere y la noche nace.

En medio de la espera y las pláticas de los demás, note a una persona que jamás había visto; todos en el pueblo se conocían, era insoportable que la vida privada no existiera, pero este ser era nuevo para mí y tal vez para todos. Se trataba de un alto caballero vestido de negro, con ropas propias de un noble que me parecían un poco extrañas, muy diferentes al estilo que tenían los nobles del pueblo .

Él caminaba hacia el altar desde el costado izquierdo de la catedral, no podía apartar la vista de ese ser, mientras avanzaba en silencio sin ser aún notado. Aquella piel pálida parecía irreal y de lejos se asemejaba una estatua de mármol con vida propia que caminaba con sutileza entre los mortales. Él llevaba un intenso cabello negro, que caía levemente por los costados de su rostro, aquel cabello le llegaba hasta las clavículas y las puntas se rebelaban al resto del cabello. Su belleza me resultaba inigualable, nunca antes había visto a un ser así y nunca antes otro ser me había despertado tanta curiosidad. Fueron ciertamente sus ojos los que más sorprendieron, poseían un tono extraño que nunca había visto en nadie, eran marrones con intensos toques enrojecidos que parecían brillar a lo lejos.

Aquel hombre mantenía sus manos atrás de su cuerpo a medida que caminaba con lentos movimientos, tan suaves que no me parecían humanos; una extraña curiosidad, con cierta sutileza, se reflejaba en su postura y seguía avanzando, sin que nadie aún notara su presencia. Solo cuando llego al centro del altar, donde se hallaba la escultura del arcángel san miguel blandiendo su espada a punto de juzgar a un demonio, se detuvo, manteniendo una mirada fría en la escultura. En ese momento todas las personas le notaron y se quedaron en silencio observando; nadie podía estar en ese lugar, más que el sacerdote y ver a un extraño en su lugar resultaba ofensivo para muchos.

La guardia del pueblo se acercó, reflejando toda la autoridad posible; el capitán iba adelante, mientras los otros cuatro hombres blandían sus espadas demostrando su poder.

— ¡Forastero! ¡Aléjese de allí! ¡Esto es un lugar santo y no está permitido que cualquiera este allí!

Pero aquel ser no respondió, seguía concentrado en la estatua, observándola atentamente, devorando sus detalles, que fácilmente las palabras del capitán serian un simple zumbido para él en ese momento. Su rostro reflejaba una edad aproximada a la veintena de años, pero sus ojos reflejaban una edad diferente, como si su apariencia fuese tan solo una máscara.

El Capitán repitió la advertencia, pero este ser de nuevo les ignoro, siguió su recorrido por las esculturas en el altar y se volteó hacia la escultura del querubín, la cual detonó expresión en su rostro, otorgándole un toque burlesco que a mí me causo más intriga.

—...Con que así los ven ustedes...— Su profunda y aterciopelada voz de tono muy sutil, fue audible para todos, gracias al intenso silencio que ocupaba toda la catedral en ese momento, intimidando en cierto nivel.

— ¡Aléjese! ¡Es la última advertencia!

Cualquier persona en aquel momento se hubiese hecho a un lado, pero este forastero realmente hizo algo que nadie imaginaria; dejo escapar una sutil risa de burla hacia la autoridad del pueblo, haciendo lo que nadie nunca se atrevió a hacer, quien lo hacía solía terminar al fondo del rio o en una fosa común. Todos reflejaban ofensa ante lo ocurrido, pero yo me sentía hechizado y atemorizado a la vez.

La dama de Corbeau, una señora regordeta que siempre se maquillaba de la forma más exagerada posible, se puso de pie bastante furibunda, mientras intentaba caminar hacia el altar junto con dos de sus hijos que le ayudaban a dar cada paso.

¡Forastero! ¡¿Que no escucha?! ¡Insolente! ¡Deberían juzgarlo por desafiar a la autoridad!

Las demás personas parecían concordar con ella, como siempre, en temor de contradecir su "ley"; yo no estaba de acuerdo con ella, nunca lo estaba y en esta ocasión mucho menos, aquel hermoso ser solo tenía curiosidad y hasta yo, un niño, podía entender eso.

Aun así el joven no reaccionó ante las amenazas, seguía inmerso en sus pensamientos, en devorar detalles y fue así como noté un cambio en su mirada al fijarse en el demonio a los pies de San Miguel; parecía estar disgustado con eso y se volteó hacia la guardia del pueblo, llamando mucho más la atención de todos. Él caminó hacia ellos, parecía como si acatara sus exigencias, pero nos sorprendió a todos cuando le arrebato la espada al capitán con una velocidad sobre humana y se volteó de la misma manera hacia la estatua en cuestión; le miraba con un notable odio que helaba los huesos.

—Adulador.— Aquellas palabras ofendieron a muchos de los presentes, mientras este empuñaba la espada con la mano izquierda (lo que me pareció muy curioso, ya que no era usual encontrar un espadachín zurdo en estas tierras).

Con tan solo batir la espada decapito la escultura de San Miguel, creando en el lugar un enorme escándalo, mucho resentimiento y un fuerte y naciente rencor que siempre unificaba a la turba. Se escuchaban los gritos de las señoras, los insultos de los hombres y tanto clamor de odio, que todos parecían olvidar donde estaban. Sin más tiempo que perder, el capitán enfurecido porque un "niño" le había arrebatado la espada para decapitar a San Miguel, ordenó que le capturasen; escuche como el pueblo pedía a gritos que lo quemaran por herejía y sentí una profunda tristeza por él. No pude evitar recordar a mi difunta madre, no deseaba que eso mismo le pasara a aquel ser, quien sorprendentemente seguía tranquilo, concentrado en sus pensamientos, mientras observaba la decapitada estatua de Miguel a sus pies con triunfo y clamor en su mirar.

No podía apartar mi mirada de él, vi como termino de destruir la estatua, dejando intacto al demonio y su sonrisa pareció acentuarse más. El asombro y repulsión se hizo más fuerte cuando el sacerdote y el resto del cuerpo sacerdotal aparecieron en la entrada de la catedral, dejando a la turba en silencio expectante.

— ¡QUE ESTA PASANDO AQUÍ!...— El sumo sacerdote observaba aterrado como la imagen de San Miguel había sido destruida por aquel forastero, mientras la furia se desbordaba de su persona— ¡TU!.... ¡DESTRUISTE UNA IMAGEN DE NUESTRA DIVINIDAD! ¡DEBES SER EJECUTADO!

Con sus palabras la turba se formó de nuevo, entre gritos y arengas, clamando por ver arder al hereje, por oler sus carnes agonizantes y escuchar sus gritos de dolor. El joven ignoraba que estaba a punto de morir por sus acciones y aun así siguió en su curiosidad; caminó hacia la estatua perteneciente a San Rafael, en la que mostró un gesto desaprobatorio.

—Que inexactitud—expresó con seriedad mientras le detallaba, suspiro de forma casi inaudible y, seguido a ello, note como se preparaba para destruir la estatua, lo que hizo con la misma precisión que en la anterior.

—¡¡MATENLO!!— Pronto la turba furiosa se reunió en torno a él, dispuesta a eliminar al que había destruido sus preciadas imágenes, con la ira entre los ojos y el firme deseo de despedazarle.

Yo seguía ahí inmóvil, impotente, entristecido y con la rabia en los labios; por alguna razón mi cuerpo se negaba a responder al torrente de mis emociones, dejándome plantado en ese lugar ¿Qué podía hacer más que observar? Solo era un niño marcado por la desgracia, observando a un joven que estaba haciendo lo que yo deseaba hacer: desafiar a todo el pueblo y no temer por ello.

Todos se quedaron inmóviles y en silencio cuando el capitán le atravesó con una espada por la espalda, el triunfo los inundó y la euforia explotó, lo que me ofendió ¿Por qué este maldito pueblo tenía que ser así? Destruyendo todo aquello que no les resultaba aceptable, usual y corriente como ellos. Justo antes de que celebraran la victoria con cantos y arengas, una fuerza extraña lanzo al capitán por los aires, hasta que termino colgando y atravesado por el asta de una de las banderas que cargaban varias estatuas de ángeles en el marco de entrada a la catedral; los espasmos agónicos de su cuerpo marcaron el silencio, hasta que el líquido carmesí no tuvo más que caer debido a la gravedad, ante todos los que estábamos allí. Nadie entendía que había pasado, nadie podía explicarlo.

Luego se escuchó un grito solitario de pánico, que retumbó en los muros de la catedral. Fijé de nuevo la mirada en aquel joven, quien aún seguía vivo; era como si no hubiese sufrido daño, le vi sacarse la espada con una facilidad increíble y sin ninguna pisca de dolor; nadie más parecía haberle visto, ya que estaban sumidos en la aterradora figura de aquel cadáver atravesado por aquella asta mientras ese líquido carmesí emanaba a borbotones, dejando cuan pintura su intenso color en la cerámica que adornaba el suelo.

El grito femenino volvió a repetirse y llamo la atención de los demás, haciendo que dirigieran su atención en el "hereje" en el altar. Así fue como ellos notaron la falta de heridas de aquel joven, quien se encontraba de pie, como si nada, observando la espada que le había atravesado

—¡Es un enviado de Lucifer!— Le escuche decir prontamente a uno de los pueblerinos con un indudable temblor en su tono de voz.

El silencio regresó de nuevo a todos los presentes, extinguiendo toda chispa de emoción que antes pululaba. Rezos constantes comenzaron a aparecer, a medida que el sacerdote tomaba entre sus brazos una cruz de madera y la extendía hacia el joven.

¡Esta es la casa de dios y no eres bienvenido aquí!

El grito del sacerdote pareció llamar e la atención del joven, quien le dirigió una mirada que se grabarían por siempre en mi memoria y en la de todos los presentes.

Un par de ojos intensamente carmesí resplandecientes se mantenían fijos en el anciano que se aferraba a su cruz; aquellos ojos parecían reflejar el infierno, tragándose toda la luz a su alrededor; una cantidad de tonos carmesí y fuego se mezclaban en aquel iris, invocando el fuego más antiguo y ancestral, aquel en el que las brujas danzaban en sus noches de festejos.

Eso me produjo una extraña emoción de la que gustaba, no era miedo, ciertamente no lo era, por lo cual no podía comprenderme; creía en Dios, le temía a los seres de la noche y había aprendido a pedir por mi alma, pero constantemente fui llamado "el bastardo de Lucifer" el ser causante de la desgracia, el nacido del vientre maldito y fue justo allí que me pregunte si todo eso era verdad ¿Y si habían regresado por mí? ¿Si todo era cierto?

Deseché esa idea absurda, yo solo era un niño, un humano que buscaba desesperadamente una razón para aferrarme a una vida dolorosa, una absurda esperanza de que todo cambiaria. Si eso hubiese sido cierto hubiesen enviado por mi cuando era bebé y mi madre no hubiese muerto. Todo aquel caos interno fue detenido nuevamente por aquel extraño ser quien mantenía la tensión en el aire, avivando el terror.

—¿Y si eso es cierto donde esta él?— Su voz se había tornado más oscura esta vez, helando los huesos de los presentes.

Pero en mí, su belleza sobrenatural más que asustarme lo único que hacía era fascinarme, despertar una profunda curiosidad, que ni las más extrañas historias que había escuchado hasta ahora lograba despertar. Me parecía más un ángel que un enviado de Lucifer; siempre habían puesto a los demonios como seres horripilantes y horrorosos, cubiertos de putrefacción y muerte, pero si este era un demonio no me lo parecía, al menos no en la apariencia.

Solo hubo silencio, el miedo comenzó a hacer su efecto en el pueblo hasta que el pánico se apodero de ellos, corrían en tumultos hacia las tres enormes puertas de entrada a la catedral, pero estas se cerraron fuertemente de repente dejándolos encerrados a todos, incluyéndome.

Este joven había cerrado las puertas con solo extender su blanca mano y mantenía cierta sonrisa de satisfacción oscura entre sus pálidos labios delgados.

—Humanos, siempre guiados por el miedo ¿No se tienen miedo a ustedes mismos? Solo mírense, egoístas pensando sólo en su supervivencia individual y aun así se hacen llamar hijos de Dios, ese ser misericordioso que tanto veneran. Ustedes se llenan las bocas profesando un credo de amor al prójimo y replican una y otra vez que él los ha hecho a su imagen y semejanza. Entonces si son sus hijos ¿Por qué nunca han sido como él? ¿Dónde está su benevolencia heredada?

Una sonrisa apareció en él mientras avanzaba hacia el sacerdote, quien se encontraba congelado, atrapado por aquellos ojos carmesí de infierno de los que no podía librarse. Se detuvo a escasos centímetros y fijo su mirada hacia la fila en la que me encontraba, hasta chocar con mi mirada. Me sentí atrapado por ese infierno, fascinado con lo que ocurría, tan fascinado que el miedo parecía haberse esfumado; tan solo me encontraba ahí inmóvil, deseando sumergirme en ese infierno que eran sus ojos.

A mi alrededor las personas se alejaban con temor, se peleaban por salir primero, mientras él se acercaba cada vez más y más a mi posición. Se detuvo frente a mí y se quedó mirándome con esos hermosos ojos de infierno, reflejando curiosidad hacia mí. Me ofreció su mano en un movimiento sutil, pidiéndome que fuese con él y sin dudarlo logre mover mi mano lentamente hacia él, mientras temblaba en la más fina emoción. Al estrechar su mano de mármol me sentí aún más fascinado y me perdí en su textura, olvidando por un momento en donde estaba.

—El bastardo si era un hijo del diablo...— Le escuche decir a una de las hijas de la dama Corbeau y se refería a mí con terror, aquel que me torturaba siempre, pero que en ese momento no causaba en mí más que felicidad.

Todo ello pareció llamar la atención de aquel ser, quien fijo su mirada en aquella mujer. Sosteniendo mi mano entre la suya comenzó a guiarme hacia ella, llevándome a su lado como si yo fuese su "pequeño protegido".

Vi como tomó a la mujer por el cuello y, con un poco de presión, lo partió, dejándola asfixiada y sin vida en tan solo segundos. La soltó como si se tratara de un pedazo de basura y el cuerpo sin vida cayó fuertemente al suelo.

El silencio en el lugar era sepulcral, nadie se atrevía a lanzar alguna oración, y él me llevó hasta el altar, pasando de largo el terror en todos los demás. Se volteó hacia mí, poniéndose a mi nivel, observándome como nunca antes nadie lo había hecho.

— ¿Cuál es tu nombre?

—...Ca...Cal...Calcifer.

Me sorprendió mi balbuceo, estaba más fascinado que atemorizado en ese momento, por lo que me moleste un poco con mi torpe hablar. Su presencia me ponía nervioso, me llenaba de fascinación, más que de temor.

Él cerró sus ojos por un momento, parecía estar meditando algo, luego los abrió y vi cómo se quitó un medallón que tenía colgado al cuello y lo puso en mi pequeño cuello. Aquel objeto estaba helado, lo que me llevó a deducir que él no producía calor corporal. El medallón tenía una extraña serpiente en medio y un pentagrama de nueve picos atrás de esta con unas extrañas e ilegibles letras. Lo tome entre mis pequeñas manos infantiles y lo aprecie con fascinación, tanta que él la noto con gusto.

Luego él regresó de nuevo a su anterior labor, se puso de pie y fijó su mirada en el resto de esculturas que estaban en el templo. Empuño la espada de nuevo y me dejo en aquel altar lleno de escombros a mis espaldas. Su extraña mirada reflejaba una demencia aterradora, que infectó de pánico a los demás. Y allí mismo un par de alas demoniacas e imponentes surgieron de su espalda, haciendo trizas su traje negro. Escuche gritos de pánico en la multitud y observé como se agolpaban en las puertas, como intentaban salir sin éxito alguno, golpeando las enormes puertas de la catedral; las personas se alejaban lo más posible de él, con el pánico en los ojos, mientras él seguía su camino entre las estatuas; él no estaba fijo en ellos, su interés era otro y sin más espera comenzó a decapitar a todas las estatuas y a destruir los murales y pinturas.

—Ustedes son bastante cortos de imaginación, resignados a la vida que tienen sin intentar ver más allá de sus narices. Creen tener la verdad entre sus manos cuando esta jamás se les será otorgada, no a seres como ustedes que no visionan, no luchan... Sigan aferrados a sus creencias y perezcan con ellas, ¡Perezcan como la raza inútil que son!

Sus palabras se incrustaron en mi cabeza con dolor, dando vueltas una y otra vez, mientras intentaba develar el verdadero significado que llevaban. Él, por su parte, caminó hacia la única escultura que le faltaba por destruir, hacia la fuente de agua bendita con forma del Arcángel Gabriel. Le miró con desprecio absoluto y empuñó la espada con fuerza, le observaba con tanto odio y desprecio como había observado a la ya inexistente estatua de San Miguel y noté como tensaba su mandíbula en un gesto tan humano.

—Que molesto que estés en todas partes— Luego de ello enterró la espada en la mitad de la escultura, creando una intensa grieta de la que prontamente surgió una intensa caída de agua que le empapó todo su cuerpo.

Las personas allí pensaron que el agua bendita lo destruiría y muchas comenzaron a celebrar, calmando su terror; pero nada ocurrió y él soltó unas leves carcajadas, impregnadas de un toque oscuro, mientras un par de colmillos fueron notables en su dentadura.

Su cabello húmedo caía por el rostro ahora frívolo y resaltaba de nuevo sus ojos infernales. El momento tenso parecía haber llegado y de forma inmediata le vi alzar vuelo sobre los demás; a gran velocidad se lanzó hacia todos, con sus garras destruía al que se cruzara en su camino, desgarrando cuerpos, cortando extremidades, arrancando cabezas y dejando rastros de cuerpos mutilados por todas partes, creando una extraña y macabra danza sangrienta, que pintaba los azulejos del templo en carmesí.

No pude cerrar mis ojos que recolectaban toda esa información, la procesaban a tal velocidad que buscaba no omitir nada, ni un solo golpe, ni un solo cuerpo; pedazos de cuerpos que caían de aquí para allá, sangre que salpicaba todo a su alrededor y aquel veloz ser que los destruía a todos marcaban un caos armónico; gritos, llanto, golpes, desesperación, pánico, dolor, terror puro... Todo mezclado en una perfecta y turbulenta sinfonía de caos. Él parecía disfrutar lo que hacía, transformándose en el pintor de una nueva obra maestra.

Yo estaba ahí, inmóvil, sin darme cuenta que la sangre también me salpicaba, de que mi piel había palidecido y que ya no tenía control sobre mí. Lo vi detenerse junto a una mujer y morderle el cuello succionándole la vida hasta dejarla vacía, como un cuerpo esquelético y desechable; supuse que él sabía cuáles eran las mujeres vírgenes entre las demás por que fue a las únicas que no despedazó y solo les dejo sin una sola gota de sangre, al igual que a los demás niños. Al final solo había cadáveres y sangre por todas partes, mientras algunas personas aún parecían agonizar, implorándole piedad a un ser que obviamente parecía no tenerla.

Noté como mis piernas desfallecieron y caí de rodillas aun sobre aquel altar y con ese extraño medallón en el cuello. La respiración se me hizo defectuosa mientras todo mi cuerpo temblaba, cerré los ojos por fin retomando el control sobre mí mientras vomitaba.

El estómago se me revolvía intensamente y no podía evitarlo, era la segunda vez que presenciaba un evento tan traumático en el que no pude hacer más que mirar; cuando abrí los ojos note que mis manos por más que lo desease no dejaban de temblar, mientras sentía esa extraña y fría sensación por todo mi cuerpo. Temí alzar los ojos, no deseaba vomitar más, quería salir de allí lo más rápido posible, correr hasta desfallecer pero con la certeza de estar a salvo, dejar de lado la masacre, respirar aire limpio.

—Calcifer.— Al escuchar mi nombre ser pronunciado por él alcé la mirada con dificultad, mientras mi respiración seguía siendo inestable y el corazón me latía fuertemente.

Todo el descontrol eso se borró al verme contemplado por esos extraños ojos infernales. De sus finos labios una delicada línea de sangre hacia su recorrido hacia el suelo gracias a la gravedad y aquel cabello humedecido le adornaba; aquella perfecta creación de las tinieblas estaba allí frente a mí, observándome fijamente luego de haber consumado su deseo, de haber despedazado a todos allí.

—Tu eres... Diferente.— Sus palabras se grabaron en mi mente de tal forma que dolían, estaba atrapado por sus ojos como una presa hipnotizada ante una serpiente de belleza incomparable.

Por alguna razón que desconozco pude ponerme de pie y tomarle la mano a aquel enviado de la oscuridad. Este se atrevió a llevarme en sus brazos y de igual forma sacarme de allí, mientras yo cerraba los ojos para no tener que ver los cadáveres despedazados alrededor, cadáveres pertenecientes a personas que por toda mi vida hasta ahora me habían humillado.

No entendía por qué me había escogido entre todos los presentes ese día en la catedral y mucho menos porque jamás intentó hacerme daño. Abandonamos ese pueblo desolado una vez este encontró algo mejor que ponerse para pasar desapercibido en otros lugares, ocultar su maravillosa naturaleza. Había tomado unas prendas oscuras para mí de la desolada sastrería del pueblo; era la primera vez, después de la muerte de mi madre, que usaba prendas que no fuesen rojas y no dude en no esconder toda aquella felicidad que comenzaba a desbordar de mí ser. No sabía cómo agradecerle a ese ser de las tinieblas, que había decidido no matarme y había preferido mantener mi corazón con vida, sin tomar un solo soplo de vida. Él me tomó en brazos y atravesó los cielos a gran velocidad con aleteos certeros, alejándome del infierno en el que había estado toda mi vida.


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