Cuentos de Delonna I

By mbelenmcabello

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«Una sombra amenaza con corromper el mundo tal y como lo conocemos; extrañas criaturas emergen de las profund... More

Bienvenid@
Capítulo 1: La Gema Misteriosa
Capítulo 2: El Despertar del Dragón Helado
Capítulo 3: La señora de la llama
Capítulo 4: Guardiana
Capítulo 5: Partida
Capítulo 6: Brodain
Capítulo 7: Monstruo
Capítulo 8: La búsqueda del guardián despierto
Capítulo 9: Xiafang
Capítulo 10: El Templo de la Luz
Capítulo 12: Revelaciones
Capítulo 13: El ejército de Iluminación
Capítulo 14: El Santuario de Huoyan
Capítulo 15: Lutthellbard
Capítulo 16: La maldición de Icla
Capítulo 17: Testamento
Capítulo 18: La Puerta de Delonna

Capítulo 11: La ofrenda

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By mbelenmcabello

Para cuando Bernoz abrió los ojos, la completa comprensión sobre el mundo que le otorgaba aquella mujer de cabellos plateados se había esfumado. Sintió su cuerpo seco, vacío y pesado sobre el suelo blanco de mosaico. El intenso olor a incienso aún era más potente que cuando perdió momentáneamente el conocimiento. Frente a él observó un  impoluto altar blanco iluminado con velas del mismo color y adornado con rojas flores de la montaña.

Alrededor del altar se habían situado ordenadamente una multitud de extraños que cubrían su rostro con máscaras de cerámica. Sus hábitos eran los de unos monjes, pero  cubiertos por las máscaras a la luz de las velas ofrecían una imagen fantasmagórica. Cada máscara de cerámica era única y a cada cual más tétrica, resaltaban los rasgos humanos convirtiéndolos en negros fantasmas o diablos pálidos de aspecto desfigurado. A través de las máscaras podían verse sus ojos; algunos oscuros, otros eran claros, ocultos tras el disfraz de la noche.

Cerca del altar una gran esfera de cristal era guardada por el monje cuya máscara resultaba la más inquietante de todas, representaba la testa de un zorro blanco cuyo hocico parecía impregnado en roja sangre. La gran esfera adornada con finas filigranas de plata contenía un líquido denso de color rojo el cual el oficiante de la extraña ceremonia se disponía a verter. El zorro blanco se dio la vuelta para hacer girar la esfera, su cabello blanco le caía sobre su espalda. La esfera giró hacia abajo dejando un orificio en la parte inferior desde donde se vertió el rojo fluido. A primera vista parecía sangre, el fluido cayó lentamente sobre una estela de piedra cuyas formas espirales comenzaron a distribuir lentamente el líquido hasta que fue cayendo sobre las manos esculpidas que se disponían  a nivel del suelo y alededor del templo, aquellas manos parecían anhelar el rojo producto. Posiblemente su finalidadad solo fuera decorativa, sin embargo, con la sangre impregnada en cada pálido dedo hacía pensar que había sido diseñado para aquel extraño espectáculo.

Los presentes se inclinaron venerantes ante aquel acto; Bernoz apenas podía levantar su pesado cuerpo del suelo. Era una gran multitud la que se congregaba allí aquella noche. Bernoz giró lentamente sobre sí mismo, a su lado se encontraba el elfo y unos pasos más allá Elianne reposaba sobre el suelo junto con el aprendiz que los guió hasta allí, todos seguían inconscientes. Seguía atado de pies y manos al igual que sus compañeros, lo que sea que tramasen aquellos monjes, no podía ser nada bueno. El dulce sonido de un flautín y unos crótalos marcaron el inicio de aquella siniestra ceremonia, el oficiante volvió a colocar la esfera tal y como estaba originariamente y colocó en el altar un gran bol dorado. El bol se apoyaba sobre el altar gracias a cuatro patas reptilianas, de los laterales emergían dos alas anguladas que no parecían imitar las de un ave común. Aquel recipiente parecía contemplar a Bernoz con dos ojos que eran esmeraldas engarzadas los cuales vigilaban la ceremonia. Orientados hacia los cuatro puntos cardinales se encontraban recipientes con carbón los cuales encendieron con fuego mientras los monjes se arrodillaban.

La música comenzó a tomar un matiz más enérgico en cuanto el oficiante levantó una de sus manos hacia el cielo. Bernoz distinguió una máscara que se aproximaba hacia él, era un rostro burlesco dorado y provisto de dos cuernos diminutos. Pasó de largo, Bernoz trató de incorporarse cuando contempló cómo dos de aquellos diablos ataviados de blanco sostenían a Elianne. La joven no reaccionó, y Bernoz apenas tenía fuerzas para deshacerse de sus ataduras. El humo comenzó a nublar la escena, el cuerpo de Elianne yacía ahora laxo en el aire, sostenido por las manos de aquellos sacerdotes que la exhibían como un trofeo. Casi podía olerla. Los monjes arrojaron sobre ella flores rojas y coronas fabricadas a mano en su tránsito hacia el altar. Las huesudas manos de Bernoz temblaban de furia ¿Qué demonios iban a hacerle a su amiga?

El director de la ceremonia fue retirando despacio las vestiduras de la chica, el bronceado cuerpo de la joven estaba quedando a la vista de aquellos espectros que no se dignaban a mostrar su verdadero rostro. Como estatuas, los espectadores de aquel ritual se mantenían arrodillados a la espera de que algo ocurriera. En cuanto el busto de Elianne quedó a la vista, Bernoz  experimentó verdadera furia, una furia animal que contaminó su cuerpo. Casi sin darse cuenta los huesos que componían sus brazos se habían desprendido de sus ataduras que raídas habían caído al suelo. Sin esfuerzo desató las que vedaban sus extremidades inferiores.

Bernoz no sentía la energía de aquella mujer, la energía que le había posibilitado derrotar a un ejército sin ayuda de nadie. El enmascarado que dirigía la ceremonia tomo un brillante puñal que levantó amenazante sobre el cuerpo de Elianne. Bernoz no pudo pensar aquello que se disponía a hacer. Se levantó desde donde yacía junto a los demás y sin tardanza se irguió ante la atenta mirada de todos los presentes. El sacerdote retiró el puñal y señalando hacia el espectro ataviado de negro ordenó que le atacasen.

Una nube blanca de sacerdotes armados se abalanzó sobre él. Una  cuchillo fino fue a clavarse entre sus costillas, el dolor le paralizó y la sangre comenzó a manar de la herida inmediatamente. Con su brazo apartó fuertemente a uno de los monjes que habían perpetrado aquel ataque. Uno tras otro, fue apartándolos con sus aristados huesos que conservaban algún que otro resquicio de carne humana. Una lluvia de armas arrojadizas cayeron sobre él, tenían forma de estrella y viajaban a una velocidad pasmosa. Ciego de furia Bernoz ignoró el dolor que sentía mientras contemplaba a su indefensa amiga que yacía en el altar. El camino hacia su destino fue un rastro de sangre que brotaba de su cuerpo. Los monjes impotentes se miraban los unos a los otros tratando de adivinar a qué tipo de monstruo se enfrentaban.

Su rostro quedó expuesto a la mirada atónita de cada alma que presenciaba la siniestra ceremonia. Quizá lo más carnoso que quedaba de su rostro eran sus ojos que gelatinosos se mantenían sobre un lecho de carne casi corroída,  no había rastro del cabello negro que el muchacho una vez tubo, su cráneo había quedado desnudo, una final capa de piel protegía algunas zonas, el hueso ya había emergido al exterior en algunas partes del área occipital. Era como si el proceso de putrefacción correspondiente a un cadáver se estuviera llevando a cabo desde que falleció físicamente.

Las armas arrojadizas continuaban clavándose en su anatomía pero no podían detener su avance, aún sentía dolor, pero sin ella, aquella voz cálida que le acompañaba y le hablaba desde su pecho no tardaría en convertirse en una cadáver inanimado. Bernoz podía sentir su propio olor a muerte. Sintió como un sable ligero perforaba su cavidad abdominal, apartó al espadachín con la rabia que le quedaba. Debía poner a salvo a Elianne. No podía ver ahora sus rostros a través de las máscaras, pero sin ellas, de seguro que la mayoría mostraría una mueca de terror ante el no muerto que avanzaba hacia el zorro blanco. Bernoz llegó al altar. Los monjes habían detenido su ataque atónitos ante aquel muerto en vida. Bernoz permaneció frente al monje que cubría su rostro con la máscara del zorro, había quedado como paralizado en cuanto aquel cadáver subió  a la plataforma. Bernoz se percató de cómo le temblaban las piernas a aquel sujeto, fue rápido y arrebató el puñal ceremonial mientras lo empujaba hacia el suelo. Los escasos pliegues de piel que quedaban junto a su boca se movilizaron estirándose, casi parecía que aquella huesuda mandíbula trataba de esbozar una sonrisa. Una vez desató las cuerdas que amarraban a su amiga volvió su mirada al oficiante de la ceremonia, se había situado delante de la esfera de cristal que antes estaba llena, por el olor el cual ahora distinguía sin duda se trataba de sangre. Querían renovar existencias a costa de la pobre Elianne. Después de aquel momento de furia su cuerpo volvía a apagarse poco a poco. La gema incrustada en su pecho parecía solo una pieza de cristal corriente, su particular brillo azul había desaparecido.Aquel monje enmascarado defendía la urna de cristal. Para cuando fue a percatarse más de cinco monjes le forzaban a retirarse del lugar donde se encontraba aquella esfera que aún guardaba algo de líquido escarlata. Antes de que le retiraran y perdiera las fuerzas que le quedaban, decidió arrojar el puñal con el que había liberado a su amiga, apuntó precipitadamente al pecho del zorro blanco. Bernoz perdió el dominio de su cuerpo, lanzar aquel proyectil había sido el último hálito de vida que le quedaba. Cayó al suelo sobre un charco de sangre ante la mirada de aquellos monjes cuyas vestiduras ahora lucían del rojo del líquido vital derramado. El puñal impactó contra la urna de cristal. Solo una brecha bastó para desencadenar algo que ni el propio Bernoz esperaba...

Los monjes cayeron postrados de rodillas, algunos incluso se desmayaron, al igual que el monje de la máscara de zorro que junto a la esfera yacía boca arriba inmóvil. Elianne, que hasta hace tan solo unos instantes no respondía a ningún estímulo, había abierto sus celestes ojos y contemplaba aquel espectáculo horrorizada. Su labios temblaban mientras contemplaba la escena que tenía a sus pies. Bernoz, o lo que quedaba de él, reposaba sobre un charco de sangre.

—¡No!— Los músculos torácicos de Elianne comenzaron a contraerse y expandirse a gran velocidad. Un amargo llanto se avecinaba. Se levantó del altar y rauda acudió donde se encontraba el cuerpo de su amigo.

La capucha negra ya no le cubría y había dejado ver aquello que tanto pudor le producía al muchacho. La túnica estaba abierta, los huesos del costillar podían contemplarse fácilmente. Elianne sintió dolor, sintió pena y también sintió miedo al ver lo que había hecho esa bruja con su amigo Bernoz.

—¡Juro que la mataré! ¡Te juro que la mataré con mis propias manos!— dijo la muchacha entre sollozos.

Elianne continuó apoyada sobre los decrépitos huesos de su amigo cuando un potente brilló azul la hizo reincorporarse. Se levantó sobresaltada. Los monjes enmascarados se levantaban poco a poco, la mayoría se despojaron de sus máscaras dejando ver su rostro visible a la luz de las fogatas. Entonces, fue junto al verdadero zorro blanco cuando Elianne contemplo a aquella joven por primera vez. Ella acariciaba las suaves colas del pequeño zorro cuyos ojos no perdían de vista la escena del moribundo. Elianne jamás había visto una joven tan bella, la hizo sentir vasta y primitiva. Sus cabellos eran plateados como los rayos de luna, brillaban con su propia luz. Su piel era pálida y tersa , sus ojos parecían un reflejo de la gema que portaba su amigo en el pecho. La joven abandonó al zorro, se despidió con suaves y cariñosas caricias. Sus delicados pasos se aproximaron a Elianne. El hielo parecía haber adquirido una nueva textura para fabricar el manto que cubría sus formas femeninas.

—¿Quién eres?— logró vocalizar la joven.

La joven del cabello plateado se sentó junto a ella, tomó la mano de Bernoz y sonriendo a Elianne le contestó:

—Me llamo Brigg

No había mal que pudiera esconderse tras aquel inocente rostro. Elianne se tranquilizó, sintió paz por primera vez después de mucho tiempo. Brigg se aproximó hacia el cuerpo de Bernoz  como tratando de cubrirlo, el brillo de su pálida piel se perdió, sus cabellos desaparecieron con aquella luz que se extinguía. Tras unos instantes la gema azul era el único rastro que había quedado de la muchacha, aquella piedra ahora parecía tener vida propia. Los tejidos musculares de Bernoz comenzaron a regenerarse, el brillo volvió a sus globos oculares, nueva carne crecía rellenando las oquedades que la muerte dejaba a su paso.

—Gracias Brigg— dijo Elianne comprendiendo lo que aquel espíritu estaba haciendo por su amigo.

Elianne levantó de nuevo la mirada. Los monjes habían liberado a Felfalas y al aprendiz de sus ataduras. Ahora todos y cada uno de los responsables de aquel oscuro rito se arrodillaban, tocaban con su frente el suelo. La energía vital parecía regresar a Bernoz, se incorporó y violentamente se retiró de Elianne cuando se percató de que su repulsivo rostro había sido contemplado por todas aquellas personas. Como una sombra su cuerpo se perdió en la oscuridad de las cercanías del templo.

—¡Espera!¡Ber!— Elianne no tuvo tiempo de levantarse y perseguirle pues casi se había esfumado como si fuera el humo de aquellas fogatas.

Felfalas enseguida acudió donde Elianne se encontraba.

—Ese orbe de sangre, debía de ser el culpable de esto...— Tomó las ropas de la joven y cubrió su desnudez—.Dejé de sentir el flujo de energía, como si estuviera bloqueado.

Elianne miraba a Felfalas como ausente. Despertar junto a su amigo de nuevo moribundo entre sus brazos la había minado moralmente. Casi sin prestar atención a los cuidados del elfo que la guardó de nuevo entre sus pieles de zorro, se desplomó sobre el altar ya sin energías ni ánimos.

El blanco zorro de siete colas se adelantó hacia el centro de la plaza donde se había celebrado el rito. La materia de la que estaba hecho no parecía pertenecer a aquel plano de existencia. Sus ojos rasgados eran verdes, su pigmentación y forma correspondían a unos ojos humanos. El zorro contempló a los presentes desde el altar, junto a la muchacha que se había desmayado. Los monjes se arrodillaban avergonzados, algunos lloraban e incluso babeaban el suelo impotentes.

—¡Oh Maestro! ¡Me quitaré la vida aquí ahora pues no la merezco!— declaró uno de los monjes con los ojos inyectados en sangre.

El zorro se mantuvo firme con la testa altiva ante el drama de aquellos monjes.

—¡Oh Maestro! ¡Tú que nos has otorgado con la gracia de tu presencia! ¡Arrebátanos la vida aquí ahora !— continuó otros de los monjes, sus venas del cráneo ahora eran más notorias debido a la frustración.

—¡No sabíamos lo que hacíamos Maestro! — lloró amargamente una joven monje.

El zorro de un saltó se situó frente a una de las fogatas. El pequeño animal parecía examinar sus adeptos a cada paso que daban sus finas patas. Las llamas de la fogata crecieron poco a poco, la luz anaranjada que prendía se tornó dorada. El zorro se introdujo en las mismísimas llamas ante la estupefacta mirada de todo aquel que se encontraba en el Templo de la Luz.

—¡No! ¡Maestro!

—¡No nos dejes ahora!

—¡No nos abandones!

Las flamas crecieron, crecieron altas y a un son lento que difería con el ritmo al que el fuego prendía. Desde el interior de las llamas comenzó a apreciarse una silueta humana. Primero se vislumbraron unos brazos no muy robustos, un torso de dimensiones más bien reducidas y unos ojos esmeralda como los del zorro blanco de siete colas. La figura de carne y hueso descendió de la fogata  y desnudo se aproximó hacia sus adeptos. Sus formas aún parecían estar delimitándose, su cráneo parecía arder. El rostro de fuego comenzó a presentar facciones humanas, aquellas facciones al principio duras reflejaron pronto el rostro de alguien que había encontrado la paz, la verdadera paz.

El Templo de la Luz volvió a arrodillarse ante el Maestro.

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