AMA DE CASA SALE DE COMPRAS D...

By laila100

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En Valladolid capital un matrimonio joven hereda un piso antiguo, propiedad de la madre de él, deciden hacer... More

CAPITULO II
CAPITULO III
CAPITULO IV
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CAPITULO 1

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By laila100

Lunes, 21 de enero de 2013.

En silencio y sin descanso, el teléfono móvil vibraba en el bolsillo del pantalón de Mario. De vez en cuando, con tino certero, el pulgar presionaba la tecla que conseguía acallarlo momentáneamente. Uno, dos, tres segundos..., y ahí estaba de nuevo, pidiendo paso una vez más. Y vuelta a empezar: tiza sobre la mesa, mano derecha al bolsillo lateral del pantalón, pernera embadurnada de arcilla blanca y el pulgar directo al botón que pondría fin al fastidioso traqueteo.

En una de esas, el aparato dejó de reclamar la atención de Mario. Transcurrieron los segundos, Mario respiró profundamente y lanzó un rápido vistazo al cielo plomizo, de invierno, que dominaba el paisaje visible desde la ventana de aquel tercer piso. Acto seguido dirigió su mirada hacia el aula: los alumnos, perfectamente alineados en sus pupitres, no parecían haber percibido el nerviosismo del profesor y sólo le mostraban sus ojos somnolientos, ausentes a aquellas horas de la mañana de un lunes de enero. Mario continuó cubriendo el encerado con números, explicando las ecuaciones al silencio. Poco tiempo después, miró el reloj: faltaban menos de diez minutos para el final de la clase. ¿Quién le estaría requiriendo con tanta insistencia un lunes a primera hora de la mañana? Incapaz de resistir la curiosidad, decidió sacar el teléfono del bolsillo, echar un rápido vistazo a la pantalla y salir de dudas. Entonces vio los restos de tiza desluciendo media pernera de su flamante pantalón negro e intentó arreglarlo pero sólo consiguió entiznar la otra mitad. La risa estalló al unísono en el aula y Mario enrojeció como tomate maduro.

El nombre de Ana se repetía en cada una de las llamadas perdidas, ¡hasta un total de ocho veces! «¿Qué tripa se le habrá roto? ¡Mira que le tengo dicho que no me moleste en horas de clase». Y la verdad es que no acostumbraba a hacerlo. De pronto, la perspectiva de que algo grave pudiera haberle sucedido al niño paralizó su mano derecha en el momento que se disponía a añadir otra cifra más al encerado. De todas formas había que continuar con la lección, acallar las risas de los alumnos e intentar recuperar su atención en la clase. Mario recobró la compostura durante un instante y garabateó el número que encajaba perfectamente en aquella ecuación de primer grado, después volvió a preocuparse por su hijo y de nuevo comprobó la hora: ya sólo faltaban cinco minutos para el descanso, era tiempo de dar por terminada la clase. Dejó la tiza sobre la mesa, se frotó las manos para despegar aquel engorroso polvo blanco y salió al pasillo, teléfono en mano. Marcó inmediatamente el número de su esposa.

―¿Qué ocurre? ―preguntó Mario nada más cortarse la exasperante canción de Marta Sánchez y Carlos Baute cuya hortera letra ya conocía de memoria, acompañada de esa melodía tan repetitiva que le crispaba los nervios cada vez que telefoneaba a su mujer.

―¡Mario! ¡Mario! ―gritó Ana al otro lado de la línea.

―A ver... ¿qué es lo que ocurre? ¡Tengo nada menos que ocho llamadas tuyas! ¿Está bien el niño?

―El niño sí, lo he dejado en la guardería hace una hora...

Ana rompió en sollozos y emitía sonidos guturales parecidos a las cañerías cuando se atrancan. Mario hizo acopio de paciencia.

―Entonces... ¿qué coño te pasa?

―Me han llamado los obreros...

Ana tartamudeaba entre gemidos y él no daba crédito. ¡Tanto alboroto por una simple llamada de los obreros! Quizá hubiera surgido algún pequeño problema con la obra, ¿y qué?, siempre surgen, pero eso no era motivo para tanta alarma. Mario resopló largo y tendido.

―¡Han encontrado un cadáver en nuestra casa! Mario... ¡en nuestra casa hay un muerto!

Tan brutal fue la sacudida en el pecho de Mario que el teléfono se le despegó de la oreja y la comunicación se cortó instantáneamente. Meneó suavemente la cabeza, tratando de concentrarse, de encontrar lógica explicación para aquel absurdo asunto. No había escuchado bien, simplemente se trataba de eso: había interpretado erróneamente las palabras de Ana. El alboroto en los pasillos era constante durante los cinco minutos que duraba el cambio de clase: profesores que iban y venían, que comentaban y recomendaban, puertas abiertas de par en par soltando incesantes bocanadas de ruido desde el interior de las aulas, alumnos corriendo hacia los lavabos con miedo a que el tiempo no alcanzara, esto y lo otro... Mario intentó atenuar el problema refugiándose en un recoveco que formaba la escalera en su descenso hacia el segundo piso y desde allí volvió a establecer comunicación, con la esperanza de que el ruido pasase de largo por el pasillo de arriba y así no obstaculizase en su conversación con Ana.

―¿Cómo dices? Creo que no te entendí bien... ―manifestó, retomando el hilo de la deshilvanada conversación.

―¡Que han encontrado un cadáver en nuestro piso! ¡Que tenemos que ir inmediatamente para allá!

Si los niveles de sorpresa dispusieran de medida propia, el de Mario habría alcanzado valores alarmantes en ese preciso instante.

«¡Un cadáver en casa! Esas cosas nunca ocurren en la realidad, sólo en novelas baratas. No puede ser verdad. Necesariamente tiene que haber un error. ¡Vete tú a saber...! Ésta es algo corta de entendederas, está en el mundo porque en el mundo tiene que haber de todo, y lo mismo le dijeron que había surgido un entuerto y ella entendió que había un muerto», determinó Mario enseguida, apartando de un codazo el agobio que le estaba ocasionando tan descabellada conversación.

―Ana, de no ser porque sé que no bebes, diría que estás completamente borracha.

Desaparecieron los sollozos y hubo un largo silencio al otro lado de la línea. ¿Se habría tratado de una broma? ¿Habría contactado Ana con alguno de esos programas de radio que se divierten embarcando a incautos en todo tipo de bromas molestas? No le parecía posible: ese tipo de chanzas no encajaban en la personalidad tímida y seria de su esposa.

―¡Haz lo que quieras! A mí me han llamado los obreros para comunicarme que han encontrado un cadáver al derribar el armario empotrado y yo me voy para allá ahora mismo, para comprobar lo que está ocurriendo y dar aviso a la policía si es necesario.

Ana insistía en lo mismo una y otra vez, y no aparecía por lado alguno la confirmación del locutor de radio, tranquilizándolo porque sólo se había tratado de una pesada guasa.

―¡Tú y tu armario empotrado! Te empeñaste en deshacerte de ese dichoso armario, ¿y ahora qué?, ¿cuánto espacio vas a ganar para la habitación del niño?, ¿quizá un metro cuadrado, o dos con un poco de suerte? ―recriminó Mario, incomodado por el hecho de empezar la semana con semejante engorro.

―Pues mira, suerte que yo tuve esa idea o viviríamos con un cadáver en casa para los restos.

―¡Tonterías! ¡Qué cadáver ni qué ocho cuartos!

De momento, Mario prefería aferrarse a la posibilidad de que se tratase de un ridículo error. O de una broma agria. Lo que fuera, pero cualquier cosa mejor que arruinar los planes de todo el año que acababa de comenzar. ¡Menudo embrollo! ¡Un cadáver en casa, ni más ni menos! En aquel endemoniado piso, los problemas no paraban de surgir, como las malas hierbas. Primero las obras y ahora un muerto, casi nada.

―Mira, tú haz lo que quieras. Yo me voy para allá.

Ana fue tajante y después cortó la comunicación en seco; y él, completamente trastornado por la inusitada noticia y por los graves problemas que ya imaginaba le acarrearía caso de ser cierta, se dirigió a la Secretaría para comunicar que un grave incidente doméstico lo obligaría a ausentarse durante una hora, aproximadamente.

Dada la cercanía a la que se encontraba el piso que estaban reformando, decidió desplazarse a pie y, ya de paso, rumiar los acontecimientos por el camino, bajo la escarcha de aquella gélida mañana de enero.

Ya en el portal, optó por subir a pie, pese a no ser esa la alternativa más cómoda ni tampoco su preferida; pero sin duda era la forma más rápida de llegar, ver qué estaba ocurriendo allí, disolver rápidamente el problema, fuera el que fuera, repartir unas cuantas instrucciones claras y zanjar aquel lío cuanto antes. Miró hacia arriba, se encaró al oscuro hueco de la escalera con total decisión y el convencimiento de haber hecho una buena elección pues los ascensores, como todas las cosas, se retrasan cuando de verdad se los necesita y con toda probabilidad estaría en el sexto, u ocupado, o puede que incluso averiado. Mejor ir a lo seguro. Dos, cuatro, seis, ocho, doce peldaños; y así tres veces hasta alcanzar el segundo piso.

Encontró la puerta entreabierta y la empujó sin contemplaciones, dispuesto a solucionar aquel entuerto en apenas un par de minutos y regresar al aula cuanto antes, pero se vio obligado a frenar su avance en seco y a maniobrar despacio a través del recibidor y del pasillo que lo seguía, sorteando bártulos varios: herramientas por doquier, una maltrecha escalera, un par de cubos desbordando cemento, pedazos de madera, una puerta desmontada y el polvo como alfombra. «¡Menudo desbarajuste! A ver quién adecenta esto luego, cuando se marchen los albañiles». Sin embargo, a pesar del desorden provocado por la reforma, en la casa reinaba un silencio extraño; podría decirse que inusual, tratándose de un lugar en obras; también imposible, de hallarse dentro varias personas, como era de suponer. Carcomido de inquietud, Mario soltó un bufido para ahuyentar el olor a polvo húmedo que se imponía a todo lo demás y siguió los pasos que, dibujados sobre el suelo, guiaban hacia el largo pasillo, primera puerta a la izquierda.

Ana y los dos albañiles, como tres pasmarotes inmóviles, taponaban la entrada a la habitación en cuestión y ni siquiera se percataron de su llegada. Los tres miraban, pasmados, hacia el lateral derecho, justo allí donde estaba ubicado aquel armario encastrado en la pared y disimulado bajo un enorme espejo dividido en tres lunas. Ana se había empeñado en eliminarlo porque, según ella, así el niño dispondría de más espacio donde jugar pero, sobre todo, porque Ana detestaba el anticuado decorado que en su día la madre de Mario había elegido con tanto esmero.

Antes de entrar para enfocar los ojos hacia aquello que acaparaba completamente la atención de los otros tres, reparó en que las lunas de espejo habían sido retiradas y descansaban apoyadas contra la pared del lado izquierdo; después tosió sin necesidad, para anunciar su comparecencia.

Al captar su presencia, Ana y los dos albañiles, los tres al tiempo, se replegaron rápidamente hacia la zona donde estaban los espejos; y ella, sin mediar palabra, apuntó con el dedo índice hacia el armario ya desvencijado. El olor a polvo húmedo era insoportable y Mario se quedó paralizado bajo el marco de la puerta, atrapado en el horror que desprendía la cara de su esposa: boca abierta, párpados que no pestañeaban, la piel del color de la luna... Miró a los dos albañiles: su expresión en nada difería de la de Ana. Y luego dudó entre acercarse para comprobar con sus propios ojos qué era lo que había causado tanto estupor en aquellos tres, o directamente llamar a la policía y así evitar el susto. Mario sabía que su propio nivel de tolerancia a la crueldad sucumbía ante unas pocas gotas de sangre, chorreantes, rojas y calientes, manando de cuerpo propio o ajeno; y temía provocar un lamentable espectáculo. Quizá se desmayase a causa del susto, podría hasta perder el habla temporalmente, e incluso arrastrar graves secuelas para el resto de sus días; pero sobre todo quedaría como un miedica ante los albañiles que ya habían mirado y habían visto cuanto allí hubiera que ver, les defraudaría sin remedio si no actuaba como de él se esperaba: como actual propietario de aquel piso sabía que resolver aquella contrariedad, fuera la que fuera, era una obligación que le correspondía a él en exclusiva.

Inspiró hondo varias veces, desplazó hombros hacia atrás, sacó pecho, encajó escápulas, apretó abdomen y, dispuesto a todo, se aproximó lentamente hasta situarse al lado de Ana, ya en el interior de la habitación. Una vez allí, volvió a inhalar profundamente y se armó de valor para enfrentarse al armario y a las vistas que pudiera ofrecer.

El suelo estaba alfombrado con restos de ladrillos y cemento; y el ropero, ya casi descuartizado y completamente despojado de su vestimenta de espejo, mostraba un hueco vacío en sus partes izquierda y frontal, pero en el lado derecho, sobre lo que quedaba en pie de un muro de ladrillo revestido de madera, asomaba el busto de una persona, disecada, expuesta la cara y el torso. Mario sintió que un dedo helado le recorría la columna vertebral y paralizaba su respiración. Sintió también que se ahogaba. Reaccionó apartando la mirada durante un par de segundos. Aquel espectáculo necesariamente tenía que formar parte de una pesadilla, de ninguna manera podía estar sucediendo en la realidad, pensó durante esos breves momentos en que mantuvo la mirada dirigida hacia el exterior de la ventana, al cielo gris que arropaba la ciudad. Respiró hondo por tercera vez y volvió a enfrentar sus ojos con el armario, reparando esta vez en el trozo de tabique que aún quedaba sin derribar, el que ocultaba el resto del cuerpo, el que los salvaba de contemplar el espeluznante cuadro en su totalidad.

―¡Santo Dios! ―exclamó Mario, tapándose la boca inmediatamente después, como si temiera ofender a la momia.

Después corrió a abrir la ventana para que se fugase aquel olor a polvo viejo, a humedad, a pelo, a ceniza...

―Al armario le robaron cincuenta centímetros de capacidad, luego metieron el muerto dentro, después levantaron una pared de ladrillo y finalmente la forraron con madera ―explicó uno de los albañiles, el alto y calvo.

―Parece mentira que nadie se percatara de que el ropero había sido reducido ―añadió el otro, el más bajo.

Y Ana, recién salida del trance, aconsejó, dirigiéndose a Mario:

―Yo creo que deberíamos llamar a la policía cuanto antes.

Mario estuvo completamente de acuerdo: la prioridad en ese momento era poner al muerto en manos de expertos. Sus manos temblaban mientras buscaba el teléfono allá por el fondo del bolsillo. Finalmente consiguió sacarlo y, a la primera, acertó a marcar los tres números mientras en su mente bailaban muchas otras cifras. Ahora resultaría imposible habitar aquel piso; aunque con mil capas de pintura lo cubrieran y mil reformas acometieran, serían incapaces de borrar aquel macabro espectáculo de su memoria. Además, la noticia coparía páginas y más páginas en todos los periódicos, la ubicación del hallazgo correría por todo Valladolid como torrente ladera abajo, y se verían obligados a malvender el piso porque nadie en su sano juicio lo compraría a un precio justo. En pleno mes de enero, Mario sudaba chorros de preocupación mientras abandonaba su mente al precipicio de las conjeturas.

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