Tus Secretos - No. 2 Saga Tu...

By Virginiasinfin

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Ana ha llegado a la ciudad junto con su mejor amiga y sus hermanos para cambiar, para ser libre, para mejorar... More

...Introducción...
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...47... Final

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By Virginiasinfin

—¿Señor Soler? —Preguntó Andrea Domínguez asomando su bonita cara a la oficina de Carlos, que tenía la vista perdida entre los papeles que tenía en las manos. Él alzó la cabeza y se enderezó quitándose los lentes que usaba para leer. Andrea era una de las candidatas a presidir Jakob.

—Ah, sigue —le dijo, y Andrea avanzó sonriendo. Se sentó y cruzó las piernas a la vez que le pasaba a Carlos unos documentos y hablaba con soltura acerca de presupuestos y proyectos. Carlos tomó el papel tratando de seguirle el hilo a todo lo que decía, pero era difícil concentrarse. Si Ana no se hubiese ido, ellos en muy pocos días estarían cumpliendo cuatro meses de novios. Él hubiese estado ahora planeado una cena, una salida, o cualquier otra cosa, y la habría mimado tal vez en exceso para luego terminar haciendo el amor en su cama...

—¿Me estás escuchando? —preguntó Andrea, y Carlos parpadeó.

—Ah, sí. Claro, claro...

—Si quieres —dijo ella descruzando la pierna— vengo en otro momento—. No había momento en el día que fuera menos malo para él, pensó Carlos haciendo una mueca.

—Te debo una disculpa. No te estaba prestando la debida atención —Andrea lo miró estrechando sus ojos.

—Me parece que lo que tú necesitas es distraerte un poco. Estos días te he visto trabajando en exceso. Mira, esta noche hay un concierto de Jazz, y sé de buena fuente que te gusta. Podrías ir conmigo y un grupo de amigos...

—¿Diga? —dijo Carlos a su teléfono celular, pues este había timbrado mientras Andrea hablaba. Ella lo miró mordiéndose el interior de la mejilla, molesta porque su invitación había quedado en el aire.

—¿Es usted el señor Soler? —escuchó Carlos a través de su teléfono.

—Yo mismo —contestó él pidiéndole disculpas silenciosamente a Andrea. No tenía modo de decirle que desde que Ana se fuera tomaba todas las llamadas, así fueran de números desconocidos—. Soy Carmenza Salinas —dijo la voz al otro lado—. Le hablo de Renta Car. Nos comunicamos con usted para pedirle que venga por los efectos personales que dejó en el auto que alquiló hace unos días en nuestra empresa.

—¿Qué? —contestó Carlos en voz baja, poniéndose en pie y dándole la espalda a Andrea—. No he rentado ningún auto.

—Señor, los papeles están a su nombre, y está su teléfono. ¿No es usted Carlos Eduardo Soler? —Carlos miró su teléfono aún con el ceño fruncido.

—Sí, soy yo... ¿puedo enviar a mi chofer a buscarlo? —propuso, no queriendo alargar demasiado la conversación delante de uno de sus empleados.

—Lo sentimos, tiene que venir personalmente. Son políticas de nuestra empresa.

—Claro, claro —Carlos tomó los datos de la oficina, y cortó la llamada pensando en que el mundo se estaba volviendo loco. Él no había rentado ningún auto, y mucho menos había dejado en él objetos personales.

Luego un frío le recorrido la espalda. ¿Y si había sido Ana quien lo rentara?

El investigador había determinado que Ana no había salido del país, ni ninguno de los chicos. Si habían viajado, lo habían hecho por tierra, pero entonces, tampoco su nombre aparecía en las empresas de transporte terrestre. Recordó también que Ana había tomado las clases para conducir y tenía su licencia desde hacía bastante poco. ¿Por qué, si no quería que nadie la encontrara, había dejado objetos personales en el auto que había usado para huir?

Si es que era ese el auto.

Miró a Andrea con una sonrisa de disculpa.

—Podemos mirar esto después —dijo, señalando los papeles. La invitación, al traste, pensó Andrea poniéndose en pie y ajustándose su mini falda.

—Claro, no hay problema. ¿Vengo más tarde? —y así tal vez lo pillaba a la hora de salida...

—No, tal vez mañana —contestó Carlos—. En última instancia, reúnete con Susana, ella está al tanto de todo.

—Ya...

—Surgió algo importante —dijo él mientras recogía sus cosas y tomaba de nuevo el teléfono. Viéndose despachada, Andrea no tuvo más remedio que salir de la oficina.

Carlos no perdió el tiempo y marcó el número de Juan José. Mientras éste timbraba, pensó en todas las cosas que podía descubrir o deducir yendo a esa oficina, y se dio prisa en salir. Olvidó su propósito de no investigar más, de dejar todo así. Olvidó que incluso se había peleado con Ángela porque ya no estaba haciendo nada por encontrarla. Ángela le juró que ella sí la encontraría. La veía bastante desmejorada desde la desaparición de Ana. Había bajado de peso y lloraba fácilmente. Juan José estaba preocupado, y de vez en cuando se enojaba con Ana por dejar a quien la consideraba su hermana en ese estado.

—Incluso ha dejado de lactar —le dijo su hermano en confidencia—. Y eso la pone peor.

Ahora iba hacia una oficina donde tal vez encontraran algo que les ayudara a saber dónde se encontraban.


Antonio estaba riendo a mandíbula batiente sentado en el mueble del despacho de su casa frente a una botella que contenía whiskey y que ya estaba por la mitad. Cuando sus abogados le dijeron que Jakob volvía a pertenecerle a Carlos Soler, había llegado a casa y hecho de todo un poco, como, por ejemplo, embriagarse. Jakob ya no le pertenecía, ni siquiera a Ana, alguien tan vulnerable para presionar y hacer que se la devolviera otra vez. No, pertenecía a Carlos.

Había una figura financiera que por más que los abogados le habían explicado en qué consistía él no había logrado comprender que indicaba que ella realmente no tenía, todavía, la potestad para traspasar la empresa, ni hacer con ella lo que le diera la gana, así que él, al redactar ese contrato e ir a la notaría, sólo había perdido el tiempo.

Lo peor es que la seguridad sobre ella y esos mocosos se había triplicado. Había mandado por ellos al colegio, y los chicos ya no estaban asistiendo, tal vez les tenían tutor en casa con tal de no exponerlos al mundo. Había mandado por ellos a la misma mansión Soler y no se les veía ni por los jardines, ni asomarse a una ventana, nada con qué poder asustarla para que colaborara, ni a ella ni a Carlos.

Él era intocable, no sólo estaba constantemente escoltado, sino que no servía de nada tocarlo, pues era quien tenía el poder y con quien, en últimas, podría negociar. Y ahora lo había vuelto a perder todo.

Necesitaba encontrarla, la causa de todos sus males.

O no, la causa de todos sus males era su mujercita, la que supuestamente no le había abierto las piernas a ningún hombre, y resultaba que sí lo había hecho, y nada menos que para parir a cuatro críos. En su círculo era el hazmerreír, siempre lo había sido por culpa de ella, pero ahora peor. Lamentablemente, Lucrecia estaba en cama por culpa de sus excesos y no podría seguir vengándose en su persona o la mataría, y luego se quedaría sin a quien mortificar.

Su risa se convirtió en llanto como una tarde pasa de ser soleada a lluviosa en pocos segundos. Estaba acabado. Estaba acabado y no sabía cómo recuperarse. Había ido a visitar a su padre en la clínica en la que estaba, luego de tanto tiempo, pero él ni siquiera lo reconoció cuando lo vio. Ni se moría ni se mejoraba, y él necesitaba de su consejo para recuperar la empresa.

Estaba endeudado, había vendido cosas valiosas que siempre habían pertenecido a su familia, y pronto perdería la casa. Isabella no encontraba un hombre rico al que echarle el lazo y todo estaba empeorando. Nunca un hombre había sido tan traicionado, tan defraudado, tan ridiculizado. Nunca un hombre había estado tan solo como él. Estaba al borde del abismo, al borde de la locura, y el viento no hacía sino empujarlo a ella.

—Señor, lo busca Diego Álvarez —dijo una muchacha del servicio, de las pocas que le quedaba, asomándose a su despacho.

—¿Quién? —preguntó Antonio con la lengua un poco pastosa y secando sus lágrimas.

—Diego Álvarez. Asegura que trabaja para usted.

—Ah, sí. Dieguito. Hazlo pasar—. La muchacha salió conteniendo la respiración. El señor llevaba tanto rato en esta habitación y con las ventanas cerradas que se había concentrado el olor de su humanidad y el alcohol. Tras ella apareció Diego. Un hombre de baja estatura y que iba quedando calvo, pero que en sus ojos se veía un brillo astuto.

—Si te has arriesgado a venir aquí, es que descubriste algo bueno —dijo Antonio por todo saludo, caminando a un aparador para servirle un trago a Diego.

—Sí, señor. Estuve en la casa una semana tal como me dijo.

—¿Una semana fue? Vaya, ya lo había olvidado.

—No fue fácil entrar —siguió Diego, recibiendo el vaso de buen whiskey de la mano de Antonio y bebiéndoselo de un trago—. Ponen muchos problemas para entrar a trabajar en esa mansión —dijo haciendo una mueca por lo fuerte de la bebida—, me tocó inventarme mil referencias. Pero entré.

—¿Y?

—La mujer y los niños que me mandó mirar, no viven en esa casa.

—¡Mierda!

—Pero pregunté al personal, y al parecer ella sí vivió antes allí, pero un día tomó la maleta y se fue con ellos—. Antonio miró a Diego con ojos entrecerrados.

—Entonces no están. ¿Has averiguado dónde podrían estar?

—Al parecer, ni el mismo señor Soler sabe.

—¿Tú lo has visto? —Diego asintió—. ¿Y qué tal lo ves? ¿Se ve tranquilo, como si su mujercita estuviera en un sitio seguro? —Diego sonrió.

—No, por el contrario, parece bastante preocupado.

—Mmm... —murmuró Antonio, rascándose su barba crecida—. ¿Qué debemos hacer ahora?

—Yo seguiré sacando información, no se preocupe. Tal vez averigüe primero que ellos el paradero de la muchacha.

—Me gusta que seas eficiente. Ya sabes lo que tienes que hacer cuando la encuentres, ¿verdad?

—Claro que sí, señor.

—Quiero un trabajo limpio. Ahora más que nunca. Que no te relacionen a ti, y luego que no me relacionen a mí contigo.

—No tiene que decírmelo, señor.

—Bien, vete, vete. Mira que te den buena comida en las cocinas, a ver si creces.

—Gracias, señor.

Diego salió del despacho y Antonio se sirvió otro trago más. Había tenido que buscar a alguien como él luego de la chapuza de su mujer. Había echado todo a perder fallando en el incendio. Si las cosas hubiesen salido bien, él le hubiese aplaudido, pero no. Las dos personas que había contratado para incendiar la casa ahora estaban muertas. Diego era un hombre eficiente, limpio y rápido.

Sonrió. Tal vez ya no recuperaría Jakob; no tenía el dinero para pagarle a los abogados y dar una buena pelea, pero le quitaría a él lo que más quería, que era esa mocosa.

Una india de quinta no le iba a quitar todo y quedarse como si nada.


Los objetos personales de los que hablaba Carmenza Salinas eran dos teléfonos móviles y una memoria USB. Carlos reconoció los teléfonos, pues eran los de Silvia y Paula, y la memoria no sabía de quién, bien podía ser de cualquiera de ellos.

Había ido con Juan José a reclamarlos, para que le ayudara a pensar en qué habría sucedido dentro de ese auto, a dónde podría haber ido. A hacerle a la secretaria que los había llamado las preguntas correctas.

Ella había dicho que no era política de la empresa preguntar a dónde se dirigían con el auto que rentaban, que las personas simplemente lo utilizaban y luego del tiempo pactado lo devolvían en las mismas oficinas. Había estado rentado por una semana, el tiempo que Ana llevaba fuera, y el pago lo habían hecho por adelantado en efectivo. Lo había venido a buscar un joven, que había firmado como Carlos, y luego lo había devuelto, como era normal. Como el pago había sido por adelantado, ellos no habían molestado mucho con el papeleo, y al parecer, ni se habían fijado en que el documento de identidad que habían usado era falso.

Lo que impresionó a Carlos fue toda esa red que Ana tejió para que nadie sospechara lo que estaba haciendo, tal vez los teléfonos se habían quedado por las prisas, o eran Silvia y Paula haciéndole llegar un mensaje de auxilio. Conociendo a Silvia como la conocía, estaba seguro de que sería la que menos de acuerdo estaría con esta locura, e intentaría por algún medio escapar.

—Silvia entraba a exámenes la otra semana, debe estar enloqueciendo —sonrió Carlos cuando ya regresaban en su auto—. Y Sebastián tenía la esperanza de jugar en el campeonato en que concursaba su equipo, se sentía bastante recuperado—. Frunció el ceño, tratando de evitar que la tristeza se notara en su rostro—. Paula se fue sin sus libros, debe estar bastante aburrida.

—Los extrañas, ¿verdad? —preguntó Juan José, poniendo una mano en el hombro de su hermano.

—Fueron los hermanitos que no tuve.

—Ah, ¿yo estuve pintado? —él se echó a reír, y Juan José miró a otro lado cuando vio que los ojos de su hermano estaban humedecidos.

—Llenaban la casa de ruido, y Ana siempre estaba peleando con ellos por algo; por dejarse el uniforme mucho tiempo, por pedirle demasiadas cosas al personal de servicio, por comer en los muebles... Pasabas por la habitación de Silvia y siempre había música, y si mirabas a Paula, siempre estaba leyendo. Sebastián, en cambio, siempre estaba en el jardín, con su pelota practicando sus pases. Y Ana peleándole porque no estaba del todo bien para practicar deporte. Ellos habitaban esta casa y eran la familia que nosotros nunca fuimos, ¿te das cuenta? —Juan José sonrió.

—Sí, fuimos una familia muy rara. Mamá de compras, papá de viaje, tú estudiando y yo en cualquier parte menos en casa—. Luego de decirlo, Juan José comprendió algo que hasta entonces nunca quiso ver. Carlos siempre había estado solo en esa casa, sin escapatoria, sin opciones. Solo allí, en esa casa tan inmensa, de innumerables habitaciones y salas, leyendo, memorizando, mirando tal vez por el jardín y preguntándose cómo sería tener una familia normal.

Y ahora que la había encontrado, la había perdido. Deseó tener a Ana en frente para sacudirla un poco.

—Vamos a investigar qué hay en los teléfonos —dijo, tratando de cambiar el tema y distender el ambiente—. Tal vez los chicos nos dejaron algo.

—Sí, vamos. Tu casa o la mía.

—La mía.

—Ah, mejor no; Ángela me odia ahora.

—No te odia, no seas tonto. Dile que encontraste algo de Ana y volverán a ser amigos—. Carlos sonrió.

—Esperemos que sí.

Ángela cambió su actitud frente a Carlos tal como había vaticinado Juan José, y con Alex en brazos se fue tras ellos a la oficina a ver qué encontraban en los aparatos.

—Los teléfonos están sin batería —dijo Carlos, mirando el de Silvia por un lado y por otro.

—Yo tengo cargadores que pueden servirles—. Juan José salió de la estancia, y Carlos se quedó a solas con Ángela y Alex, que se mordía su puñito y lo miraba con sus ojos grises.

—Siento haber sido tan grosera contigo el otro día —susurró Ángela—. Sólo estaba enojada porque creí que de verdad habías abandonado la búsqueda—. Carlos negó haciendo una mueca.

—Yo te entiendo. Y lo dije sólo para tratar de convencerme a mí mismo —se puso en pie y extendió sus brazos a Alex, que lo miraba como estudiando la posibilidad de dejar los cómodos y conocidos brazos de su madre para irse a los de su tío—. Ven aquí, bribón —lo obligó Carlos y lo tomó. Ángela dejó que lo cargara mirando la memoria USB que estaba sobre el escritorio.

—Eloísa tiene una igual —dijo—. Graba audio. ¿Es tuya? —Carlos la miró fijamente.

—¿Graba audio?

—Sí, a Eloísa le viene perfecto cuando necesita estudiar, odia tomar apuntes... —sin soltar a Alex, Carlos encendió el Pc que estaba sobre el escritorio y en los cortos segundos que le tomó iniciar, no hizo sino rezar por la posibilidad de que fuera lo que él quería que fuera, o lo que necesitaba que fuera: una prueba contundente contra Lucrecia y Antonio Manjarrez.

Cuando Juan José volvió a la oficina con el cargador en la mano, los encontró al frente del Pc y en silencio. Carlos le explicó lo que estaba pasando, pero pasaron los minutos y en el dispositivo sólo se escuchaba ruido de ambiente.

—Por aquí —dijo de repente la voz de una mujer. Afortunadamente, se escuchaba fuerte y claro. Sospecharon entonces que el silencio de antes no era sino un lapso de tiempo en el que habían estado caminando en silencio—. Sube —dijo la misma voz. Se escuchó el sonido de una puerta cerrarse y el ruido de la calle cesó.

—Vaya, eso fue rápido —Carlos reconoció la voz como la de Antonio Manjarrez y a punto estuvo de hacer una exclamación.

—¿Usted está metido en esto? —preguntó la voz de Ana, y Ángela soltó un gemido. Juan José se puso en pie para tranquilizarla, como si en cualquier momento se fuera a desmayar, aunque su mujer no era de desmayos.

—No, no, no —contestó la voz de Antonio—. No me metas en el mierdero que hizo esta estúpida. Lo del incendio no fue idea mía, ni estaba enterado.

—¡Bien! —exclamó Ángela—. ¡Ya con eso tenemos!

—No lo creo —susurró Carlos—, no es suficiente. Sigamos escuchando.

—¡Entonces es verdad! —escucharon decir a Ana— ¡Mandaste incendiar mi casa cuando todos estábamos dentro para matarnos! ¡A tus propios hijos! —Carlos cerró sus ojos reconociendo la intención de Ana de sacarle una confesión. Empezó a golpetear en el piso cuando Lucrecia no decía nada—. ¿Y lo del cianuro en el hospital? —insistió Ana— Vamos, ¡niégalo, por favor!

—Yo sólo quería seguir viviendo de la misma manera como lo había hecho en estos últimos diez años —contestó al fin la voz de Lucrecia.

—Maldita —susurró Ángela.

—Sin pobreza —siguió la voz de Lucrecia en la grabación—, sin tener que preocuparme por qué comer mañana. Pero la estúpida de tu hermana me encontró. Aún no entiendo cómo lo hizo.

—Creo que eso es suficiente —dijo Juan José. Carlos asintió, pero no detuvo el audio, quería escuchar hasta el final. Era increíble el cinismo de Lucrecia, su sangre fría.

Cuando llegaron al momento en que al parecer Antonio quiso golpear a Ana, Carlos se puso en pie como si no pudiera soportar seguir escuchando, pero como si, a la vez, no pudiera parar.

—No le puedes hacer nada, Antonio —dijo la voz de Lucrecia. Carlos no se engañó, sabía que si la defendía no era por su preocupación de madre, sino por su mezquindad.

—Ya lo sé. Pero si le pego sus golpes en otras partes del cuerpo nadie notará los moretones...

—Mientras lo tengas en mente...

—¡Te lo dije! —exclamó Ángela—. Ella fue a esa notaría bajo amenaza. Lo sabía, ¡lo sabía! —de fondo, se seguía escuchando la conversación que tenían en el auto.

—Ya sé que lo dijiste...

—Y tú no me querías creer.

—Cariño —la interrumpió Juan José—. Carlos ya sabe que se equivocó.

—Nunca dudé de Ana en ese aspecto —dijo él. La grabación ahora era silencio otra vez, sólo se escuchaba el ruido del motor del auto donde iban—. Alguien como ella, que prefiere morir de hambre que pedir, no haría algo así... —elevó su mirada a Ángela y Juan José. Alex seguía en sus brazos mordiéndose su puño y babeándole la camisa—. No es eso lo que me separa de ella. Fue su decisión de irse de mi lado.

Ángela quedó en silencio mordiéndose el interior del labio y mirándolo con el corazón un poco roto. Él se veía tan triste, y tan dolido que no tuvo manera de decirle algo que justificara a su amiga. Sabía que debía haber una razón, pero ahora mismo, no le venía a la mente ninguna.

—Debemos llevar esto a la policía —dijo Juan José interrumpiendo el silencio—. Con esto, podemos meter a Lucrecia y a Antonio a la cárcel.

—Sí.

—Los acompaño —dijo Ángela.

—No, amor. Tú quédate aquí.

—Pero...

Juan José la convenció, y Ángela recibió de vuelta a su hijo y los vio tomar de nuevo los aparatos electrónicos y salir directo a la oficina del oficial que había estado ayudándoles con este caso desde el principio.

Ya estaba próxima a finalizar esta pesadilla, se dijo, pero lamentablemente, aunque Ana volviera, las cosas con Carlos no serían las mismas. La ilusión de ver a su hermana unida a su cuñado podía no hacerse realidad, y sería duro. No quería ni pensar en cómo serían Ana y Carlos en medio de sus cenas y fiestas luego de haber vivido una historia como esta. Uno de los dos no lo aguantaría y se iría lejos, y ella sospechaba quién tomaría esa decisión.

No quería perder a ninguno, pero ya no dependía de ella que se unieran. Había sido así en el principio, pero esta vez sólo Ana podía ayudarse.


N/A: Queda poco para el final, hagan sus apuestas :)

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