Tus Secretos - No. 2 Saga Tu...

By Virginiasinfin

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Ana ha llegado a la ciudad junto con su mejor amiga y sus hermanos para cambiar, para ser libre, para mejorar... More

...Introducción...
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...47... Final

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By Virginiasinfin

Carlos bajó de su auto en la zona de parking de un enorme edificio del estado, y alguien que lo esperaba lo guio hasta la oficina misma de Octavio Arbeláez, el senador.

Cuando estuvo dentro, Octavio le tendió la mano saludándolo con una sonrisa, y lo invitó a sentarse.

—Debo decir que me quedé muy sorprendido con tu llamada, y luego, con tu petición de venir a verme. Creo que no me equivoco si digo que todo este milagro se lo debo a Ana, tu novia—. Carlos sonrió.

—No te equivocas, pero he venido aquí más para pedirte un favor y abusar de tu amistad que para otra cosa.

—Vamos, Carlos, tu abuelo fue como mi hermano, así que pide lo que quieras—. Carlos elevó ambas cejas.

—Tal vez lo que te pido es... un poco inusual, pero de ayudarme, estaré en deuda contigo eternamente. Se trata precisamente de mi novia, Ana—. Octavio lo miró uniendo la yema de sus dedos, pero sin decir nada. Carlos continuó—: Ella no es como nosotros, me refiero al estrato social, de hecho, ella es...

—De clase trabajadora —Carlos lo miró intrigado, preguntándose por qué él lo sabía, si tal vez ya había escuchado algún rumor. Octavio sólo se encogió de hombros—. Ella misma me lo dijo. No le avergüenzan sus orígenes; eso la hace una gran mujer—. Carlos sonrió.

—Y lo es, te lo aseguro. Para mí no es un problema su origen, pero para ella sí; me refiero a que todo el tiempo está cuidando lo que los demás puedan decir de ella y sobre todo de mí. Cuida mi reputación más que yo mismo.

—Eso sólo eleva su estima ante mis ojos.

—Sí... pero en cierta manera... quiero liberarla de eso. Quiero que se dé a conocer, que poco a poco en nuestro círculo la conozcan y, tal vez como tú, empiecen a apreciarla por lo que es.

—¿Me estás pidiendo ayuda para introducir a tu novia en la sociedad?

—En pocas palabras, sí.

—Mmm —Octavio apretó sus labios mirando a Carlos analíticamente. Luego de unos segundos en silencio dejó salir el aire y lo miró un poco serio—. No estoy dispuesto a hacer algo así por alguien que hoy es tu novia, pero mañana podría ser otra vez una donnadie para ti.

—Me conoces, Octavio, desde que era niño. No soy enamoradizo, y nunca he alimentado las esperanzas de una mujer en vano. Pienso casarme con Ana en cuanto ella fije la fecha—. Octavio sonrió.

—Vaya. Enhorabuena.

—Gracias.

—Tal vez deba hablar con mi esposa de esto. Ella y sus amigas serán perfectas para esto.

—Te lo agradezco inmensamente.

—Es posible que en las próximas semanas esté de un lado a otro y de fiesta en fiesta.

—Ah, lo odiará un poco, pero estoy seguro de que, por mí, lo hará.

—Qué seguro estás de ella.

—Sí, lo estoy. Fue difícil conseguirla, pero ahora que la tengo, no pienso soltarla fácilmente—. Octavio meneó su cabeza sonriendo.

—Suenas muy enamorado, eso es bonito. Está bien, déjame hablar con mi mujer, estoy seguro de que ella puede ayudarte mucho—. Carlos se puso en pie, se acercó a él y le tendió la mano.

—Parece que quedo en deuda contigo.

—Las elecciones aún están lejos, pero tal vez para entonces me acuerde de ti y tus promesas—. Carlos rio y estuvieron hablando relajados otros minutos, básicamente recordando viejos tiempos y hablando de la fábrica y la prosperidad que había tenido últimamente.


—¿Y ahora éste es nuestro nuevo centro de reuniones? —preguntó Eloísa caminando con su usual paso elástico y entrando a la sala que sin querer se había convertido en la favorita de Ana: la sala encristalada que daba al invernadero.

—Es para que nos vayamos acostumbrando —dijo Ángela, que se recostaba a uno de los muebles casi con pereza—. Pronto ésta será oficialmente la casa de Ana.

Ella sonrió negando. Por más que todo el mundo alrededor se lo dijera, no sentía como suya esta casa. Todavía no se hacía a la idea de que, si se casaba, recibiría a sus amigas aquí siempre.

—Por una vez, que sean ustedes las que se muevan a través de la ciudad; siempre soy yo, y no tengo auto ni sé conducir.

—A propósito, ¿cuándo piensas aprender?

—No lo digas muy alto —sonrió Ana—. Si Carlos te escucha, me comprará un auto e insistirá en enseñarme él mismo.

—Eres la única que se quejaría de algo así —dijo Eloísa blanqueando sus ojos—. Yo fingiría que no sé ni para qué sirve la caja de cambios con tal de tenerlo allí al lado mío—. Ángela se echó a reír, y Ana sonreía negando—. ¿Dónde están Caro y Alex? —preguntó Eloísa.

—Con Judith. Me había dicho Juan José que estaba muy baja de ánimo y se los traje. Son su droga contra la depresión.

—¿Qué tiene? —preguntó de nuevo Eloísa, curiosa.

—Ni idea —contestó Ana—. Desde ayer está así.

—¿Será la menopausia? —Ángela no lo pudo evitar y se echó a reír—. ¿Qué tiene? —protestó Eloísa—. Todas pasamos por allí. Mi madre se puso insoportable en esa época.

—Pues no lo sé, tal vez sí —contestó Ana. Luego de unos minutos charlando, les comentó que tenía planeado irse de la mansión a otra casa con sus hermanos. Eloísa y Ángela intercambiaron miradas y Ana frunció el ceño—. Qué —les preguntó—, ¿no están de acuerdo?

—Sabíamos que no durarías mucho aquí —dijo Ángela agitando su cabeza—. Te preocupa demasiado el qué dirán, Ana. Tus hermanos no estarán más a salvo en otro lugar como aquí en esta casa.

—Sólo no quiero que me miren como la mantenida de Carlos.

—Lo harán, así vivas en otro país —sentenció Eloísa—. El sólo hecho que tú seas digamos...

—¿Pobre? —completó Ana. Eloísa aceptó la palabra con un encogimiento de hombros.

—Hará que todo el mundo hable, siempre será así.

—No estoy segura de querer entrar en esta sociedad en donde todo son las apariencias.

—Pero lamentablemente, el roce social es lo que hace a la élite. Los hombres de negocios buscan mujeres que les ayuden a alcanzar sus metas, no que se las trunquen, y Carlos es un hombre de negocios, al fin y al cabo. De un modo u otro, tú repercutirás en su trabajo—. Ana apoyó su cabeza en una mano negando.

—Es su culpa, él hizo que me enamorara de él.

—Sí, él se lo buscó —rio Ángela. Siguieron hablando, esta vez de Sebastián. Ángela tenía muchas ganas de hablarle de sus sospechas, pero había acordado con Juan José que lo mejor era esperar a que todo el embrollo pasara. Cuando se descubriera quién era el culpable y estuviera encerrado, no dudaría en decirle que era altamente probable que Sebastián fuera su medio hermano.


Carlos y Ana asistieron al evento al que los habían invitado el senador y su esposa. Él había dicho que era una soirée, y seguido, empezó a explicarle qué se hacía en una, y cómo debía ir vestida. Ana lo miró ceñuda y le dijo:

—Carlos, sé qué es una soirée—. Él quedó en silencio, y luego le pidió disculpas. Para distender el ambiente, ella tuvo que reír y pedirle que no se preocupara, que, al contrario, amaba que cuidara de esos detalles.

Como era algo más bien informal, Ana sólo usó un vestido un poco más arriba de la rodilla, una chaqueta jean y botas. Carlos también iba vestido muy casual con una chaqueta en pana, pantalón dril, y sus mocasines favoritos.

Llegaron y encontraron que las demás personas también estaban vestidos muy informales, algunos hombres incluso con gorros y sombreros, y ya varios sostenían en sus manos bebidas.

—¡Hola, Ana! —la saludó Rubiela, la esposa de Octavio Arbeláez. Las mujeres que la rodeaban giraron de inmediato sus cabezas para ver a quién saludaba ella con tanto entusiasmo. Al ver a Carlos, empezaron a cuchichear—. Mira, te presento unas amigas —dijo Rubiela, y Ana las miró de una en una. Eran de diversas edades, pero todas por el mismo corte. Había algo en las niñas de buena familia que las hacía parecidas, tal vez era su mirada displicente, o la lentitud de sus gestos, de quien no tiene que afanarse por nada, o su ropa cara...

Ana no le tendió la mano a ninguna, sólo inclinó un poco su cabeza y dijo:

—Mucho gusto, Ana—. Ellas dijeron su nombre, algunas en voz muy baja, pero Ana no se molestó en pedirles que se lo repitieran.

—Estamos esperando a la poetisa —Dijo Rubiela—. El recital empezará dentro de poco. ¿Quieres vino?

—Yo se lo traeré —dijo Carlos, y luego las saludó. Algunas se acercaron para darle un beso en cada mejilla, y Ana sonrió viendo cómo le coqueteaban aun en frente suyo.

—No es una poetisa quien vendrá, realmente —dijo Manuela, una de las mujeres que le había presentado Rubiela, y que era de las más jóvenes del grupo—. En realidad, sólo declama. Estamos haciendo tributo a Meira Del Mar. Pero imagino que no sabes quién es.

—La amo —dijo Ana con ojos brillantes, pasando por alto su suposición de que era tan ignorante que no sabía quién era una poetisa en concreto—. Amo toda su poesía... lamentablemente, perdí el libro de la compilación de sus obras.

—Oh, ¡entonces vas a disfrutar mucho la velada! —exclamó Rubiela, y parecía de verdad feliz.

—Puedes recitar alguno de sus versos? —volvió a preguntar Manuela.

—Venía de tan lejos, como de un recuerdo —empezó Ana, casi sin dar tregua. Rubiela la miró asombrada, pues el rostro de Ana se había transfigurado; ahora parecía incluso más joven—. Nada dijiste. Nada. Me miraste a los ojos—. Carlos llegó con el vino, y al ver a su novia recitar la poesía, se la quedó mirando con el orgullo y la admiración a flor de piel—. Y algo en mí, sin olvido, te fue reconociendo—. Siguió Ana. Tuvo que detenerse, pues no sería ella quien iniciara el recital, pero se había emocionado tanto que casi lo había olvidado.

—Ese es su poema más popular... —Sabiendo que la estaban retando, y en el fondo, menospreciando, Ana se giró a Carlos con una sonrisa, le recibió la copa, y sin dejar de mirarlo a los ojos empezó:

—Éste es mi corazón. Mi enamorado

corazón, delirante todavía.

Un ángel, en azul de poesía

lo tiene para siempre traspasado.

—Habla de sus ojos azules —dijo un hombre gordo y canoso, señalando a Carlos con su copa.

—¡Meira es tan romántica! —exclamó Rubiela—. Le insistí mucho a Octavio para que organizara esta velada.

—Debiste llamar a esta chica —dijo el mismo hombre gordo y canoso de antes—. Lo hace muy bien. Tiene fervor.

—Gracias, señor —dijo Ana, haciendo la misma inclinación de cabeza.

—¿Señor? Nada de eso. Llámame tío Armando...

—En realidad, es Armando Meneses —dijo Carlos sonriendo—. Es un industrial muy reconocido en el sector del cuero...

—Mucho gusto, Ana —se volvió a presentar ella.

—Ya quisiera yo que mis nietas tuvieran esa sensibilidad ante la poesía. A los hombres nos llaman maricones si nos emocionamos mucho, pero sin poesía, ningún hombre podría sobrevivir a esta vida tan burda...

—Algunos dicen amar la poesía por la misma supervivencia, tío Armando—. Insistió Manuela, y Ana se preguntó por qué el afán de la chica en hacerla quedar mal—. Meira es conocida porque es colombiana, pero si habláramos de...

—Conocido es Neruda, Shakespeare, o Benedetti —interrumpió Ana—. Meira, lamentablemente, no es tan internacional. No recuerdo que en la escuela me enseñaran su poesía.

—Entonces, ¿cómo la conoces?

—La descubrí por mí misma, una vez que husmeaba en la sección de poesía en una librería.

—Lamentablemente, es verdad —se quejó Rubiela—. Pero vamos, sentémonos; el recital ya va a empezar. Quiero sentarme cerca de ti, Ana —pidió ella, y miró a Carlos como disculpándose.

—No pasa nada —dijo él a ambas, y Ana fue a sentarse en medio de las mujeres que eran sus nuevas conocidas. Tal vez Octavio le había hablado de su conversación con él y estaba haciendo todo esto por eso. Respiró profundo y buscó otro asiento, deseando que todo saliera bien.

—Muchas gracias —le dijo Carlos a Octavio en voz baja, cuando vio a Ana hablar muy animada entre varias personas, entre ellos Rubiela y el viejo Armando.

—¿Por qué?

—Por ayudar a Ana, claro.

—Eso no es producto de mi ayuda, se lo ganó tu novia solita —él lo miró interrogante. Octavio respiró profundo—. La puse a prueba hoy, si te soy sincero. Si no le agradaba a Rubiela, no la ayudaría, por más que tú me insistieras.

—¿Entonces tu esposa no sabe que te pedí ayuda?

—Claro que no. Todo habría salido muy ficticio y habría sido peor. Esta noche, en cambio, podré hablar con ella y Rubiela aceptará encantada—. Carlos se echó a reír.

—Es decir, que Ana hizo todo sola.

—Por hoy. Hay gente mucho más difícil a la que habrá que convencer para que la acepten, y cuando sepan de dónde viene, y que actualmente vive contigo...

—No por mucho tiempo —se quejó él—. Se irá pronto a su casa. Estos días fueron... una necesidad.

—Y tú no pareces muy feliz.

—No, pero ella insistió.

—Eso quiere decir que te ama, y cuida de ti.

—Sí, lo sé.

—Bien. Te llegarán muchas más invitaciones a eventos como estos, y luego a otros de mayor envergadura.

—¿Los organizas todos tú?

—No, claro que no. Pero puedo pujar un poco para que se te invite a ti.

—Gracias...

—De allí en adelante, todo dependerá de ti y esa chica. Pero algo me dice que lo hará bien—. Carlos sonrió.

—Gracias por el voto de confianza.

—¿Te gustó? —le preguntó Carlos cuando ya iban de vuelta, en el auto. Ana sonrió perezosa. Sólo habían repartido aperitivos y vino, pero se sentía relajada.

—Mmm, sí... deberíamos asistir más seguido a reuniones como estas.

—Algunos opinarán que es aburrido.

—La poesía no es aburrida. Y quien diga lo contrario, nació sin sensibilidad.

—Amor, a muy poca gente le gusta en verdad la poesía. Habrá gente a la que le desespera.

—Pues lo siento por ellos—. Él sólo sonrió.

—¿Por qué te gusta a ti? —Ana lo miró de reojo—. Admito que estoy un poco sorprendido. Sé tu historia, así que supuse que alguien como tú no tendría tiempo para... leer poesía, y memorizarla—. Ana hizo una mueca.

—Es verdad. Cuando estás doblada sobre un lavadero, con un bulto de ropa que no te pertenece ni a ti, ni a tus hermanos, no tienes tiempo ni ánimo en pensar en palabras que riman. Cuando tienes el estómago vacío, y corres de un lado a otro tratando de ganar una moneda, porque también tus hermanos tienen hambre, en lo último que piensas es en palabras bonitas. Cuando tus zapatos están rotos, pero al fin puedes comprar un nuevo par, y entonces tu hermano te dice que los suyos le quedan apretados, no quieres saber nada de metáforas...

Carlos apretó sus labios, arrepintiéndose de haber tocado el tema. Ana suspiró y siguió.

—Pero cuando, también, de repente llega a tu vida un hada madrina, vuelves a creer en la magia, en la vida. Cuando ya tus lágrimas no son de desesperación, sino de alivio y agradecimiento, te das cuenta de que las rimas, las metáforas, las palabras bonitas, concuerdan contigo. Descubrí la poesía de casualidad, en un libro de texto del colegio de Paula. Ella tenía que hacer un análisis y estaba luchando sola, porque asumía que yo no sabía nada de eso... Y tenía razón; yo no sabía nada. Pero me senté a ayudarla y... descubrí a Meira del mar. Compré su libro, y luego el de otros... Ya no tenía mi espalda doblada sobre un lavadero, ni andaba de un lado a otro ganando monedas, ni me preocupaban los zapatos rotos o apretados... Mi mente ya tenía tiempo para disfrutar... y me enamoré de la poesía—. Carlos sonrió, y extendió su mano a la de ella para apretarla suavemente.

—Tienes un corazón muy sensible.

—Y una buena memoria —rio ella—. ¿Le viste la cara a esa Manuela cuando le recité varios versos? ¡No se lo podía creer! —siguió riendo— Me encanta cuando soy capaz de callarle la boca a esas niñas estiradas—. Carlo hizo una mueca.

—No se esperaba que alguien como tú sea entendido en ningún arte, y eso habla de sus propios prejuicios. Pero bueno, ¿qué puedo decir yo? También estaba sorprendido.

—Sí, ¿verdad? Pero a ti te perdono, porque tenemos sexo —él soltó la carcajada, y se estuvieron riendo y bromeando por un rato.

—¿Quieres que vayamos a cenar a algún sitio? —le preguntó luego. Ella miró su reloj, era temprano.

—¿Está bien que deje a los chicos solos?

—No estarán solos, están madre y todo el personal de ayuda.

—Está bien...

—Y seguro que ya habrán cenado. Leti los está malcriando.

—Seguro —rio ella.

Entraron a un restaurante, y entonces ocurrió lo que Carlos menos planeó. Se encontraron casi de frente con Lucrecia Manjarrez, que cenaba con su nueva familia en una de las mesas.

Carlos sintió la fuerza de Ana al tomarle el brazo. Lucrecia la miraba fijamente, de pies a cabeza, como si no se pudiese creer lo que estaba viendo. Cuando Ana hizo ademán de girarse para huir, él la detuvo.

—¡Por favor! —rogó ella.

—¿Así es como vas a reaccionar cuando te la encuentres en una fiesta? —la retó él. Ana cerró sus ojos con angustia. Hacía más de diez años no veía a su progenitora, encontrársela así de sorpresa era demasiado.

—Repón fuerzas, debes enfrentarla.

—No estoy preparada...

—No estás sola. Sostente en mí... —Ana abrió sus ojos y se concentró en normalizar su respiración. Tenía que serenarse, ella estaba donde estaba porque la vida le había trazado un camino que ella no había tenido más remedio que andar. No había engañado a nadie, ni mentido, ni robado. El hombre que la sostenía era auténtico, sus amigos, ella misma era auténtica. La que debía avergonzarse era otra— ¿Mejor? —le preguntó Carlos. Ana asintió en silencio. Caminaron hacia la mesa donde se hallaban Antonio Manjarrez, su mujer y su hija, pero estaban de pie como si se fueran a ir ya.

—Señor Manjarrez, pláceme saludarle —dijo Carlos con voz sonriente.

—Lamentablemente —dijo Antonio, un hombre levemente parecido a Luis Manuel—, no puedo decir lo mismo de ti—. Carlos elevó sus cejas.

—Qué placer encontrarte aquí, Lucrecia —siguió él, como si nada—, reunida, con tu familia...

Lucrecia fue la primera en abandonar la estancia, ni siquiera miró una vez a Ana luego de la sorpresa inicial. Ana la siguió con la mirada, sintiendo aguijones despedazar su corazón.

—¡Mamá, espérame! —dijo Isabella, y Ana se giró a mirarla. "Mamá", le decía, y ella, que era su hija legítima, no podía ni dirigirle la palabra.

Antonio quedó solo en la mesa, puso dinero en el sobre de la cuenta y cerrando los botones de su saco miró a Carlos y a Ana de arriba abajo.

—Has elegido a esta pueblerina en lugar de mi hija... Tus elecciones hablan por ti; has perdido todo mi respeto...

—Y usted sí que debe saber de lo que habla —dijo Carlos, ponzoñoso—. Perder el respeto es algo de lo que usted sabe mucho, ¿no es así?

—No seas insolente, niño.

—Nunca me quedo quieto cuando alguien ataca lo que es mío. Si alguien le toca un solo cabello a la gente que amo, se lo haré pagar diez veces más caro—. Antonio lo miró un tanto confundido, preguntándose por qué le decía esas cosas, pero no se quedó para preguntar de qué hablaba, y se fue detrás de su mujer y su hija.

Cuando se quedaron solos, Ana parecía seguir en shock.

—¿Te sientes bien? —le preguntó él.

—Ella... ella simplemente no me dio la cara.

—Tuvo miedo de que soltaras la lengua aquí, entonces ya sabemos que su peor miedo es que abras la boca.

—¿Cómo pensó ella que cuatro hijos se iban a poder ocultar eternamente?

—Es tonta —dijo Carlos, guiándola hacia la salida.

—¿No vamos a cenar?

—Sí, pero no aquí.

—¿Por qué?

—No es seguro, amor. Si ella perpetró el daño a tu casa y luego intentó matar a Sebastián con cianuro, nada la detendrá de llamar un par de matones para que nos intercepten en el camino —se detuvo cuando vio los ojos de Ana humedecidos—. Cariño, no estás sola en esto.

—Lo sé... pero no deja de aterrarme el hecho de que mi propia madre podría querer matarme—. Respirando profundo, Carlos la guio a la salida. Cenaron en casa, junto con los chicos. Silvia le hizo muchas preguntas acerca de cómo había estado la soirée, pero era Carlos quien daba las respuestas. Al levantar la mesa, ella fue la primera en irse a la cama. Carlos no veía la hora de librarse de esta incertidumbre, el que Lucrecia huyera esta noche decía mucho, pero no la señalaba como la culpable.



N/A: Hoy toca doble voto :D

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