Xian
—No debiste gritarle —dice Amapola, sentada en el asiento del copiloto.
—Lo sé.
—Tampoco debiste haberla dejado ahí. Está sola y sin comida.
Levanta una patata frita para enfatizar, luego le da un mordisco. No hay nada más desagradable y desabrido que las patatas fritas frías.
—Es una mujer grande, se las arreglará.
Me acomodo en el asiento y cierro los ojos, pero vuelvo a abrirlos al sentir los suyos en mí.
—Volveré por ella, lo prometo. Solo esperaré a que tu papá llegue.
Se le escapa una risita mientras rebusca por más comida dentro de la caja. Es mi turno de mirarla con una ceja arqueada.
—Todos se quejan de que tener niños es difícil, pero tener un adulto es peor —asegura.
Reprimo una sonrisa porque habla de nosotros como si fuéramos mascotas. Las personas de mi edad no suelen caerme bien. Tampoco las más grandes y mucho menos los pequeños. No me agrada nadie al que no esté legalmente obligado a amar, como mis hermanas o Brooke como excepción, pero Amapola goza del privilegio de mi aprobación.
—Me gustaría volver a tener tu edad.
Sus ojos brillan con interés ante mi declaración. Así deben verse los curas en los confesionarios, hambrientos del chisme.
—¿Cómo eras cuando tenías mi edad? ¿Qué hacías para divertirte?
—Leía. —Le robo una papa para inspeccionarla—. Un montón. Me costaba hacer amigos, así que prefería estar solo y evitar la parte del sufrimiento que implicaba ser social cuando no tenía ni una sola cosa en común con los demás niños.
No tuve una mala infancia, aprendí a disfrutar de mí mismo y tenía a mi familia molestando con frecuencia, una verdadera señal de que era amado y un estorbo al mismo tiempo, así que no puedo quejarme.
—Lo que echo de menos es que mi madre resuelva mis problemas por mí. Lo sé, algo patético de decir teniendo mi edad, pero el mundo era bastante sencillo en ese entonces.
Con frustración y disgusto me lanzo la papa a la boca.
—¿Y no puede ser sencillo ahora? Podrías llamar a tu mamá para que solucione tus problemas —ofrece antes de sacar un teléfono último modelo de su abrigo felpudo—. Toma, usa el mío.
La miro entre anonadado y extrañamente enternecido. Uno se percata de que la sociedad está en retroceso cuando ve a una cría con aquella arma de doble filo en la mano. Por otro lado, su creencia de que todo tiene solución parecida a la suma de dos más dos es ingenua pero fácil de apreciar. Acepto el teléfono y estoy a punto de fingir que marco para hacerla sentir bien, pero me detengo y frunzo el ceño frente a mi reflejo en la pantalla.
¿Y si la llamo de verdad?
—¿No te sabes el número? Porque lo puedes googlear.
Se supone que los adultos tenemos que encargarnos de nuestros propios inconvenientes. Nuestros padres nos prepararon para eso las dos primeras décadas de vida, al menos en el caso de los que no malcriaron a sus hijos, pero... ¿Qué si olvidé todo? ¿Qué si mi progenitora me hace ver algo que no estoy viendo? No suelo pedir ayuda, pero no es como si fuera a suceder lo mismo de hace tantos años atrás. Esto no se trata de mí no encontrando un par de calcetines y ella advirtiendo que si subía a mi cuarto y los hallaba me daría una nalgada.
Marco el número. Sé que está despierta porque los viernes por la noche sale a cenar con sus amigas, o el equipo de democotorras, como me gusta llamarlo. En realidad, se parecen más a los demonios que a los animales con pico.
Contesta al segundo timbre.
—¡Hola, hola! ¡¿Quién está ahí?! —grita con risas irritables de fondo—. ¡Hola, hola! ¡Aquí Magda! ¡Si eres un vendedor te estaré colgando amablemente en los próximos dos segundos!
Niego con la cabeza y me rasco la nuca. Amo a mi madre, pero a veces solo basta con oírla para que me arrepienta de haber dejado su útero.
—No, mamá, no soy un vendedor. Soy…
—¡Xian! —chilla emocionada—. ¡Mi hijo está llamando, saluden, señoras! —dice a sus amigas, y las democotorras canturrean al unísono mi nombre, lo que me hace rodar los ojos. Escucho un par de ruidos torpes y sé que se ha golpeado con algo, probablemente una silla o un camarero mientras se aleja—. Ahora sí, mi panecillo —añade con júbilo—. ¿Cómo estás? ¿Cómo está Brooke? No la dejaste embarazada antes del casamiento, ¿no? Porque tendríamos que agrandar su vestido y la modista es una arpía que nos cobrará el doble.
—No la dejé embarazada.
Si ella estuviera al tanto de la situación actual, sé que apostaría por Brooke. Es la nuera perfecta. Incluso con pruebas mamá seguiría estando escéptica.
—Tengo un problema en el trabajo —miento a medias, yendo directo al grano.
—¿Ese Arbeen volvió a tapar las tuberías? Porque tengo el número de un gran instalador sanitarista y también de un gastroenterólogo para él.
—No, no tiene nada que ver con el sistema digestivo de Arbeen, mamá. —Paciencia, Jesús, dame mucha paciencia—. Es... es con una clienta. Su manuscrito es muy bueno, de verdad. —Preswen tiene pruebas, pero no son enteramente consistentes—. Le conseguí un buen contrato editorial, disponible para firmar cuando quiera. —Podríamos hacerle frente a nuestras parejas otra vez, pero juntos, de forma rápida, sencilla y sin escapatoria para ellos—. Sin embargo, ella quiere más. Dice que necesita una editorial más grande, pero sé que se vendrá abajo en cuanto nos rechacen. —¿Y si los vemos besarse, abrazarse o tomarse de la mano? Dolerá el doble—. La decisión tendría que ser fácil: ir por el pez pequeño sin certeza de grandes ganancias o por el gordo sabiendo que puede haberlas aunque costará. El problema es que nos atascamos en... en problemas personales, opiniones, en nuestra relación de cliente-profesional. —Miro a la niña que aguarda en silencio a mi lado y levanta el pulgar con ánimo para que siga hablando—. Y si no lo solucionamos no podremos volver al tema principal.
Mamá se queda muda por unos segundos. Es un hecho memorable, como el día que encontré Netflix. Gran inversión.
—¿Quién tiene razón respecto a estos pequeños problemas?
—Depende a quién le preguntes. Ella cree tener razón, al igual que creo tenerla yo.
—¿Y cómo se resuelven los problemas de subjetividad?
—Tratando de verlos objetivamente entre las dos partes, de forma cooperativa.
—No, idiota —reprocha, perdiendo el rol maternal por un segundo y mostrando lo que heredé de ella—. La objetividad no es algo con lo que los seres humanos nos llevemos bien. ¿Miles y miles de años de historia no te enseñaron nada? Las opiniones que tenemos no pueden hacerse invisibles. Si pretendemos que lo son terminamos pagando caro no solo nosotros, sino también otros. Si tienen un problema intercambien zapatos pensando cómo se siente el otro en la situación, no cómo reaccionaría uno mismo si le pasara aquello. Solo cuando hayan hecho eso, se ponen juntos a pensar en una solución teniendo en cuenta las opiniones de cada uno como un todo al que hay que cuidar e intentar lastimar lo menos posible.
Lo medito un rato mientras veo a través del parabrisas autos ir y venir. Es verdad que tenemos que hablar. No podemos seguir en la estúpida misión de espionaje si nos estamos desviando por problemas como lo sucedido con Amapola. De otra forma nos estaremos guardando disgustos y explotaremos cuando menos lo esperemos y más necesitemos estar concentrados en Brells Quimmers.
Jamás me había planteado hacer de problemas ajenos míos y que el resto hiciera los míos suyos, pero no es mala idea en este caso.
—Es un buen consejo —susurro—, y fue lindo oír tu voz, mamá.
Hace un sonido empalagoso en respuesta.
—También te extraño y amo mucho, mi panecillo de choco... —Le corto.
Sabe que la amo, pero no toleraré oír ese apodo ni una vez más.
—¡Hey, ese es el coche de mi papá! —chilla la niña, señalando por el espejo retrovisor un vehículo azul que acaba de estacionar detrás nuestro—. Te recomiendo que te vayas antes de que se dé cuenta que no eres mi supuesta niñera. Vio que Preswen manejaba este auto por la tarde, así que no creo que sospeche a menos que se acerque.
Le devuelvo el teléfono. No puedo perder tiempo explicando al hombre cómo su hija de diez año terminó yendo a cenar a McDonald's con un desconocido que casi la triplica en edad ni tengo tiempo para ir a la cárcel y gastar dinero en una fianza que no le agradará a mi plan económico del año.
—Buena idea, pero promete que le dirás que Pretzel es pésima y no quieres que te cuide nunca más.
Enciendo el auto cuando se baja.
—¿Y tú me prometes que volveremos a vernos?
Le guiño un ojo.
—Es un trato, panecillo de chocolate —acuerda al cerrar la puerta de golpe mientras abro la boca para replicar, confundido y avergonzado—. ¡Estaba en altavoz, idiota!
Corre a los brazos de su papá, quien la reta pero trata de disimular la risa al saludar en mi dirección, creyendo que soy el gnomo.
Los vidrios polarizados son un regalo de Dios.
Según mi madre, tendré que ponerme en lugar de ese gnomo para avanzar, así que me pongo en marcha para ir por él.