Relato: Sangre de mi sangre

By FastFictionPenny

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A Audrey le acaba de cambiar la vida con el nacimiento de su hijo. Su maternidad en solitario discurre parale... More

Sangre de mi sangre

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By FastFictionPenny


1.

Decido no responder. No por ahora. Guardo el móvil en el bolsillo trasero de los tejanos y sigo recogiendo platos sucios, ropa, mantitas. Un cuaderno abandonado junto a la repisa. Como si nada hubiera cambiado. Pero la sonrisa me delata; es la primera vez que da señales de vida en nueve meses. Releo su mensaje: "Menudas tetas se te han puesto. El niño es perfecto, lo has hecho muy bien. Dime cómo se llama." Así que Markus se muere por saber si le he puesto su nombre al bebé. Tan vanidoso como siempre. Pues yo también séhacerme de rogar. Y, desde luego, si quiere que Marcel lleve su apellido tendráque hacer acto de presencia. Quizáretomemos el contacto ahora que nuestro hijo ha nacido. Sólo con pensar en volver a verlo me arden las entrañas: son las hormonas, con su montaña rusa; o será mi piel que aún recuerda cómo me miraba, cuando se dignaba hacerlo. Apoyado en la pared de mi portal, esperando. Brindando conmigo, antes de que me despeñara en el vacío sin fondo de su boca.

Otro mensaje: "Dime cómo se llama". Otro silencio, otra sonrisa. Lo tengo.

Me quito la camiseta, que estámanchada del vómito de Marcel, y la echo a lavar junto al montón de ropa sucia en el suelo. Haréuna lavadora, pero primero voy a comer algo. Rebusco en la cesta que me manda Markus, cada mes, desde que me dejó embarazada: demasiada comida, algo de dinero y ninguna explicación. Cojo un tubo de queso crema y un krakerbrod, exprimo el tubo sobre el pan y lo como sentada en el suelo de la cocina, sin molestarme en untarlo. Recuerdo el reblochonque sacaba mi madre de forma casi religiosa al final de cada cena. Había que esparcirlo con delicadeza para que se deshiciera en la boca.

Creo que oigo al niño. Dejo atrás el pequeño caos que iba a ordenar, la lavadora que no he hecho, y me llevo la tostada. Marcel duerme aún, arrebujado en su manta, sobre el sofá. Södermalm, tapizada de nieve azul, parece en suspenso. La noche sigue ahí, como siempre. Lorraine Desmaines desgrana villancicos sobre fondo de jazz. Los apago y disfruto del silencio, del olor a cera de las velas que titilan en mi apartamento. Es la primera Navidad que paso con mi hijo y quería que fuera hermosa, delicada, como él. Como la foto que le hice cuando se quedó dormido al pecho: el perfil redondeado y suave de recién nacido, su boca entreabierta rozando apenas mi pezón húmedo. Se la hice para dibujarlo aprovechando un remanso de calma; enviarla a Markus fue sólo un impulso. Rescato de la estantería un lápiz y una lámina en blanco y, apoyada en la mesa de café, canturreo a Edith Piaf y me dejo llevar: olvido la foto y la intención para que sea el papel quien me susurre su verdad secreta, la lluvia de trazos que se ordenarán en un rostro, en un paisaje propio. Pero no es Marcel sino Markus quien aparece; su perfil de catedral, tal y como lo vi la primera vez, surgiendo de la nada en el ambiente irreal, de club decadente, de Bern.

Yo estaba con Iró en la barra donde trabajaba, haciéndole compañía, riendo y hartándome de copas gratis. Rematé el último tequila que nos habíamos regalado y me volví hacia la pista de baile, aún con el sabor ácido en la boca. Vibraba en el aire un sonido agudo, parecido a la cuerda de un violín, y la sala entera había quedado a oscuras. Las molduras doradas de los altísimos techos se reflejaban en las grandes arañas de cristal, esparciendo destellos sobre un mar de brazos en suspenso. Contuve el aliento un instante. La música estalló, y con ella, un fogonazo de luz. Los bailarines aullaron y la sala vibróen un baile desbocado. Pero alguien quedó inmóvil: una cabeza que sobresalía sobre todas las demás. Era un vikingo de iris frío y osamenta estilizada, de nariz aguileña y cabello escarchado. Sin embargo, había algo en su rostro –los pómulos altos quizá, los grandes ojos rasgados– que le daba un aire oriental, como salido de las brumas de una pintura de Tohaku.

Iróme reclamó, tirando de mi brazo, para presentarme a uno de sus amigos nocturnos: elegante, anodino. Me libréde él tan deprisa como pude y busqué de nuevo entre la marea danzante aquel rostro de esfinge sin nombre y sin raza, hermoso como los paisajes del fin del mundo.

Pero ya había desaparecido.

*****

2.

Por fin se ha dormido. La comadrona dice que el bebé está bien, que los cólicos son normales a los dos meses, incluso antes. Pero a mí este llanto no me parece normal. Desde la ventana de mi cuarto veo los tejados nevados, la oscuridad que no me abandona. Medianoche ya. Cuatro horas tratando de calmar su desesperación, bailando con él, aparentando estar tranquila. Mis lágrimas se descongelan por fin, caen sobre las sábanas como copos de nieve. Todo mi cuerpo ha aprendido a moverse en silencio, a apenas respirar cuando duerme pegado a mi piel. Me necesita tan desesperadamente, y tengo tan poco que darle. No sabía que tener un hijo era así. Aquí, en este invierno negro y azul, que parece engullir Estocolmo, que amenaza con arrastrarme al fondo tintado de su alma. Marcel gorjea en sueños, se remueve, suspira y sigue durmiendo. Lo miro en la penumbra del cuarto y me parece que brilla con luz propia, que la negrura exterior se encoge, se repliega ante la simplicidad perfecta de mi hijo.

Me quito los zapatos con cuidado. Sólo estoy agotada. La mitad del tiempo no recuerdo lo que estoy haciendo. Marcel no me perdona ni una toma, me despierta cada tres horas por las noches. Y los días no son mejores. Quizále sienta mal algo que estoy comiendo. Debería dejar de tomar lácteos. Tendré que tirar la mitad de las cestas de Markus, pero aún me quedarán los embutidos y los dulces. Debería comprar comida más sana, que nos convenga de verdad a mí y al niño. Debería.

Por ahora, me limito a hacer lo mínimo, a mantener en orden el refugio de nuestro cuarto y a conquistar el final de cada día. Parece imposible que hace sólo un año pasara las tardes en esta misma cama, soñando despierta con un desconocido sin nombre, escuchando Waitingde Alice Boman y hundiendo las manos en mi pubis húmedo para contener el desgarrón con que se deshilachaba mi vida.

Quisiera acariciarme otra vez, como entonces. En su lugar, saco el móvil. El mensaje de Markus sigue ahí, esperando. "Se llama Marcel", respondo. Y sé que he perdido.

*****

3.

–¡Pero qué piernas tan gordas! Ya se te está quedando la bañera pequeña.

Marcel chilla, chapotea con fuerza.

–¡Que me estás dejando empapada! –­río.

Termino de enjabonar su cuerpo rollizo, acaricio sus mejillas sonrientes. Esto lo he hecho yo, pienso, con mi cuerpo, con mi leche. Con mi sangre. Y el agotamiento, el dolor de espalda, se desvanecen.

Llaman al timbre.

–¿Quién será? –le pregunto, envolviéndolo con la toalla y cargándolo sobre una cadera.

En la puerta, dos niñas disfrazadas de brujas. La que parece mayor tiene un orzuelo en el ojo derecho. Adelantan unas bolsas llenas de dulces y me miran expectantes, mientras intento darle un sentido a la situación. Finalmente me acuerdo: Blakulla, el Halloween de los escandinavos. Brujas volando a montárselo con el Diablo en la isla secreta de Blockula. Me pregunto si estas niñas son conscientes de que esta tradición va de orgías esotéricas más que de caramelos.

–Voy a ver si tengo algo para vosotras –digo cambiando a Marcel de brazo­–. ¿No tenéis clase a estas horas?

–Las clases se terminan a las cuatro, señora.

Veinticuatro años y me llaman señora. Pues sí que debo hacer mala cara. O será el efecto bebé. Rebusco en la cocina, entre cajas vacías de take away. De la cesta no queda nada, este mes se está retrasando. Espero que Markus no se haya olvidado de nosotros. Por fin, en un armario, unas galletas de jengibre que no están caducadas.

Las niñas parecen contentas.

–¿Puedo tocar al bebé? –me pide la del orzuelo.

–Tócale los piececitos sólo, que es muy pequeño.

–Qué mono...

–Venga, iros a buscar más caramelos.

Cierro la puerta, Marcel tiene los pies fríos. No debería haberlo sacado en toalla. Mientras lo visto, me pregunto cómo puede ser que ya sean las cinco de la tarde. Si hace tan poco que nos hemos levantado. Fuera ya debe ser de noche. Imposible saberlo, con las persianas siempre bajadas.

Era la noche de Blakulla, también, cuando soñé por fin con Markus. Apareció en mis sueños tras meses buscándolo por las noches y llamándolo desde mis fantasías, cuando ya me había resignado a olvidarme de él. No sé por qué. Quizá yo hubiera encontrado en mis sueños la isla de Blockula. Quizá él siempre había estado allí, esperando.

Seguía inmóvil, de perfil en medio de una lenta marea negra. La enorme araña de lágrimas parecía reflejar el brillo de su piel de luna, romperla en miles de centelleos que resbalaban por los dorados de las molduras, por la decoración anacrónica del techo, e inundaban la sala de una luz difusa, irreal, cuyo centro era aquel hombre de quien no sabía el nombre pero conocía el rostro a la perfección. Él miraba a mi izquierda, escrutando el fondo de la sala. De repente, en aquella faz de esfinge algo se movió, y el iris casi fluorescente se deslizó por el contorno modernista de su ojo. Hacia mí. Despacio. Hasta que me encontró y se detuvo otra vez. La sala, la fiesta, habían desaparecido y sólo quedaba su mirada en la mía, mi corazón de invierno que se deshacía en borbotones espumeantes de agua hirviendo que empujaban las paredes blandas del músculo e hinchaban mi vientre como el de una rana muerta. Me quedé allí, inmóvil, escaldándome viva, sintiendo las ampollas inflarse en mis dedos y estallar, la piel desollarse poco a poco. Tampoco me moví cuando mis huesos se licuaron como si fueran de leche y se mezclaron con el agua y con la sangre y los otros líquidos de mi cuerpo, incluido el cerebro como queso pasado, los ojos pegajosos resbalando sobre el rostro, la cera derretida de la carne, hasta que de mí sólo quedaba un charco de agua rosada, burbujeante y espumosa.

Me sentía extrañamente feliz.

Aún espero volver a verlo en sueños, como esa noche, porque significará que él me ha encontrado a mí.

*****

4.

Aprovechando la llegada del buen tiempo, con Marcel colgado de la mochila, rebusco por el mercadillo de Hornstulls. Es la primera vez que salgo en meses, y al azul del anochecer, las guirnaldas de luces multicolores y los toldos rosas de los tenderetes le dan un aire de feria de cuento.

Coño, Audrey, ¡pero si eres tú!

Reconocería esta voz en cualquier lugar. Miro a mi alrededor, buscando a Iró entre los paseantes, pero la encuentro detrás del mostrador de un tenderete donde se exhiben gafas de estilo setentero y delicados colgantes de formas redondeadas: tigres y elefantes tallados en la gama de los verdes azulados. Ella está igual como la recordaba, salvo por el pelo, que ahora es rosa pálido.

–¡Iró! ¿Qué haces aquí?

–Yo también me alegro de verte, bruja. Déjame ver a este renacuajo. Pero, ¡cuánto pesa! –exclama, y me lo devuelve al instante–. Qué grande está, ¿no? Vaya brazos se te habrán puesto de cargarlo.

–Tengo la espalda tan agarrotada que ya no la siento. Pero no hablemos de cosas aburridas. ¿Estos colgantes los has hecho tú?

­–¿Te gustan? Se me ocurrió la idea en la clase de arte oriental clásico. Deberías volver al Konstfack, este semestre es cojonudo. Las gafas son de una amiga, pero trabaja los domingos y le echo un cable. He dejado de hacer bolsos y otras mierdas de tela: los collares se venden solos. Eso sí, las piedritas cuestan una pasta, pero para eso está Bern, ¿no? –añade con un guiño..

–¿Sigues ahí?

–¡A tope! Pero sin ti en la barra, me muero del aburrimiento. Tampoco he vuelto a ver al capullo, por cierto.

–Dejemos este tema, ¿vale?

–Pero, ¿cómo puedes?...

–¡Que lo dejes ya! No quiero saber nada de él. Me da igual a dónde vaya, ni con quién. Soy más feliz con Marcel de lo que lo he sido en mi vida. Y para lo que me daba este tío, yo sola me basto y me sobro.

–Vale, vale, relájate, no quiero que te cabrees conmigo como la última vez que nos vimos, que te has pasado meses sin hablarnos. Tengamos la fiesta en paz. Oye, ¡qué pulmones tiene el niño! ¿Siempre llora así? –pregunta mirándolo con recelo.

–El niño se llama Marcel, y sólo tiene hambre. Se me ha hecho tarde: a veces salir de casa es imposible, y ahora se le juntan la toma de la noche y el sueño. O igual son los dientes, creo que están a punto de romper...

–Dale teta aquí detrás, así se está calladito y podemos ponernos al día.

–Mejor me vuelvo a casa ya. Sólo vine a por algo de ropa: la del verano pasado se me cae. Ya verás como se calma en cuanto empiece a andar, le encanta que me mueva. ¿Sabes que hubo una época en que sólo se dormía si bailaba con él?

–¿Sí? Oye, pásate por ese food truckrojo antes de irte. Estás en los huesos y Ben me fía, dile que vienes de mi parte y te pondrá doble de salsa. Hace unos turnbrödsrulletan buenos como los que nos tomábamos de madrugada al salir del Trädgarden, ¿te acuerdas?

El verano pasado, bailando bajo el puente de Skanstull, embarazada, bañada en la luz mágica de la medianoche. Recordar duele.

–Lo que pasa es que no te hace ninguna gracia que vuelva a estar más flaca que tú –la pincho.

Me saca la lengua.

–Llévate este collar, es para ti y el niño. Y trae tus láminas, que te las venderé también.

–Ya no tengo tiempo para dibujar –otra punzada, un dolor distinto.

–De las de antes, da igual: tus dibujos son mejores que la mayoría de mierdas que hay por aquí.

–Bonito pelo –cambio de tema.

–Del color de los cerezos en flor. Me he vuelto romántica –sonríe–. Tengo que contarte.

–Sí, eso, te llamo esta semana y me cuentas.

–No te dejaré desaparecer otra vez. Si hace falta, acamparé frente a tu casa hasta que salgas.

–Eres capaz de eso y más. Me marcho ya, o te ahuyentaré la clientela y te dejaré sorda.

Le tiro un beso y la dejo con la palabra en la boca. Camino, casi corro, por las calles oscuras hasta llegar, por fin, a casa.

*****

5.

Aquel sueño tenía que haber significado algo. A la noche siguiente, lo busqué en el bosque de cuerpos de Bern, convencida de que lo encontraría, pero sólo conseguí perderme. Salí del local cuando ya cerraban, colocada y derrotada, llevando de la mano un lobo cualquiera.

De perfil contra la noche, encendiéndose un cigarrillo con los guantes puestos, estaba él. Lo había encontrado.

Solté al otro tío sin despedirme y me planté en cuatro zancadas frente a él; le aparté el cigarrillo de la cara, me puse de puntillas, le agarré la nuca con mis manos heladas. Sin saludar, sin preguntar, sin pedir permiso, lo besé. Medevolvióel beso con naturalidad, como si me estuviera esperando. No sé cuánto rato estuvimos así, con sus manos en mi cintura, estrechando poco a poco el espacio entre los dos, deslizándonos por los meandros del río que éramos nosotros. Se separó de repente: llamó a un taxi y me abrió la puerta.

Sin mirarme.

Unas horas después me desplomaba de rodillas sobre el suelo del cuarto, aún boqueando con los últimos coletazos del orgasmo, incapaz de hablar, y lo oía salir de mi casa y de mi vida con la misma velocidad con la que había entrado. No me sorprendí. Pensé que nos entendíamos, que estaba bien así. A la mañana siguiente encontré una nota en la cocina, un pósit con su número de teléfono y su nombre. "Llámame si me necesitas. Markus" Cuánta vanidad. De nuevo, pensé que comprendía. Pero no había entendido nada, porque había decidido ignorar el detalle más importante, más aún que el brindis que jamás debí haber hecho.

Fue aún en el taxi, medio dormida, al llegar al portal de mi casa. Estaba acurrucada a su lado, con la cabeza sobre el amplio pecho como si fuera mi novio de toda la vida, y él me rodeaba con un brazo indolente mientras perdía la mirada en el exterior. El coche se detuvo, el motor se apagó y me desperté sobresaltada: faltaba algo. No sonaba un latido en el interior de aquel hombre. No había respiración. Sólo un mullido silencio de pisadas en la nieve.

Cuando conseguí recomponerme lo suficiente para salir del coche, él ya había pagado y me esperaba junto al portal, apoyado en la pared con los brazos cruzados, mirándome con una media sonrisa. Me detuve un instante, atrapada en su mirada, y las manos me empezaron a arder. Detrás de mí, el taxi se fue. Tenía los pies clavados en el suelo, y sentí que si me quedaba quieta más tiempo me derretiría sobre la nieve que aún salpicaba la calle. Me estaba mirando, como en el sueño, y yo me perdía dentro de mí. Me forcé a caminar y aparté la mirada con la excusa de buscar las llaves en el bolso. Él se acercó algo más, sin tocarme, su boca cerca de mi oreja: se me erizó el vello de la nuca. Olía a humo de leña; me pregunté qué sabor tendría. Por fin encontré las llaves, pero me temblaban las manos y se me cayeron al suelo. Las recogió con un movimiento rápido, casi felino. No me las devolvió: abrió la puerta y se me quedó mirando. Con las rodillas líquidas, crucé el vestíbulo y subí los tres pisos hasta mi rellano. Podía sentir sus ojos en la nuca, en las piernas. Me detuve frente a la puerta de mi estudio y adelanté la mano, desafiante: quería mis llaves. Él contempló mi rostro con curiosidad y me apartó un mechón de la cara de un modo casi tierno.

–Déjame pasar.

Era la primera vez que hablaba. La única, en realidad, que oiría su voz grave.

Me hice a un lado, contemplando hipnotizada cómo aquel desconocido entraba en mi casa, dejaba caer las llaves en un cuenco de la estantería e iba directo a la cocina. Cuando lo alcancé, estaba ya preparando dos whiskiescon hielo.

–No me gusta el whisky–protesté.

Añadió un chorro de limón a cada vaso y me ofreció uno. No hice ademán de cogerlo. Tras unos instantes lo dejó en la encimera, a mi lado. Delicado y serio, me quitó la gruesa parka y la dejó, bien doblada, junto al vaso. Se quedó mirando mi cuerpo como si atravesara la fina tela de mi vestido rojo. Siguiendo el juego del silencio desabroché su abrigo, deslicé la mano por su abdomen y tiré de la hebilla del cinturón: llevaba tres meses de preliminares, no me hacían falta más. Él me apartó, dejándome confundida; se quitó los guantes y cogió de nuevo los vasos. Me puso uno en la mano y levantó el suyo, con una ceja arqueada y de nuevo aquella media sonrisa que no llegaba a mostrar los dientes. Quiere que brindemos, pensé, y no me pareció absurdo, sino peligroso. Comprendí que, si quería estar con él, sólo podría ser a su manera. Pero el incendio de su mirada había reducido mi ego a cenizas. Quería que me tocara con los ojos, con las manos, con la boca. Que ardiera conmigo y se derritiera en mí. Alcé mi vaso, sosteniendo su mirada. Ya no estaba nerviosa, ya no tenía miedo. Me zambullí en el lago helado de sus ojos y brindé con él, sellando un pacto antiguo que jamás llegaría a comprender del todo. Me sentía capaz de todo, capaz de devorarlo a él antes de que me devorara a mí.

Dejó las bebidas a un lado, se quitó el abrigo con calma y se acercó a mi, bajando desde las alturas para atrapar mi rostro a punto de alzar el vuelo, capturando entre sus labios mi corazón desbocado que intentaba escapar.

*****

6.

Estoy en Lyon, bajo un cerezo de botones rosados: sé que cuando las yemas se abran dejaré de temblar. La luz del ocaso lo tiñe todo de carmesí y el árbol florece con un ruido sordo, como de papeles al caer. En el centro rojo de las flores se forman gotas de sangre, a miles, caen sobre mí en una lluvia tibia que me empapa la ropa, el pelo, me cubre los ojos y los oídos, me impide respirar.

Me despierto con sabor a hierro en la boca. Marcel, a mi lado, llora. Debo de haber gritado. Mierda. Con lo que me cuesta que se duerma. Desde que le empezaron a salir los dientes está siempre irritable: sólo quiere estar en brazos y ni aún y así se calma. He dejado de ducharme, de vestirme, de comer. Sólo existe Marcel: cambiar a Marcel, calmar a Marcel, dormir a Marcel. Lo pongo al pecho con brusquedad y aprieto los dientes para no gritar de dolor. Mama con ansia, mordiéndome como si no me quedara leche; nada que ver con la lactancia plácida de los primeros meses. Me clava los dientes, que ya han empezado a romper, y reabre en cada toma las mismas heridas, bebiendo a grandes tragos la mezcla de sangre y leche, acariciando con su lengua mi piel abierta. "Tomad y bebed, porque esta es mi sangre." ¿Era así? Sangre de la alianza nueva y eterna...

El eco del sueño vuelve a mí. El cerezo en flor. Eran almendros de flores blancas, y no cerezos, los árboles que había en el parque donde jugábamos mi hermano y yo. Donde me hizo jurar que no se lo contaría a nadie. ¿Estaba Jules en este sueño? Había un rostro, sí, que amaba tanto como temía: justo antes de que me quedara sola, temblando bajo el árbol, había alguien. Pero no era mi hermano.

Acaricio los rizos dorados de Marcel, que sigue mamando, por fin tranquilo.

–Papá está a punto de llegar –le cuento. Mi voz suena ronca, quebrada. ¿Cuánto tiempo hace que no hablo?

Marcel alza los ojos, que serán azules. Tiene la misma mirada de su padre.

*****

7.

Zarandeando al niño, que berrea con el cuerpo agarrotado. Yo grito aún más fuerte que él, hasta quedarme sin aire. Alguien golpea la pared. ¿Qué hora es? Las dos, ¿de la tarde o de la madrugada? Marcel hipa, en mis brazos. ¿Por qué le estaba sacudiendo de esta manera? Me paso la mano por la frente helada. Creo que tengo fiebre. Le pido perdón, me lo como a besos, lo pongo al pecho. Las paredes se inclinan sobre nosotros.

Me escondo tras mis manos y él suelta un chillido de gozo. Salgo: ¡cucú!, y se carcajea conmigo. Su risa resuena en volutas doradas, y la felicidad disipa las sombras.

Tengo una llamada perdida de Markus. Llamo y salta el buzón de voz. Lo vuelvo a intentar; me tiemblan las manos. Buzón. "Llámame si me necesitas", me dejó escrito. Menudos huevos. Estampo el móvil contra la pared y cae al suelo partido en dos.

Quizá esté en un avión. Quizá esté volviendo. Quizá me devuelva la llamada.

Pero ya no tengo modo de saberlo.

Huele a crema de guisantes. Los vecinos. Debe de ser martes.

Tengo la vejiga a punto de estallar. Si me muevo, lo despertaré. Aprieto el esfínter, trato de apartarlo a un lado. Con cuidado. El líquido caliente empapa las sábanas. Marcel se remueve, vuelve a mamar en sueños.

Tarde o temprano se secarán.

¿Ha dicho mamá? ¡Ha dicho mamá! Soy Mamá, mi amor. Soy tu mamá.

Golpean a la puerta una y otra vez. La voz de Iró. Me quedo quieta hasta que los golpes cesan. De nuevo, silencio.

Tengo la cara mojada. Será la lluvia.

Si sólo pudiera hacerlo callar por un momento.

Detrás de la cabeza granate de mi hijo, la almohada: blanca, mullida. Silenciosa. Dejaría de sufrir. Marcel me golpea con sus puños. Se está muriendo de hambre, y yo, huesos y piel. Un instante, y luego silencio. Volvería a existir, a ser persona. Libre. Viva.

Marcel tose, se pone púrpura. Lo pongo boca abajo y le palmeo la espalda hasta que vuelve a respirar. Lo calmo en brazos, tarareo su canción favorita:

Non, rien de rien, non, je ne regrette rien,

Sigue llorando, tiene espasmos. Está muy asustado.

Ni le bien qu'on m'a fait, ni le mal,

Me lo pongo al pecho. Marcel suspira, va dejando de hipar. Se me nubla la vista y me invade una modorra extraña.

Tout ça m'est bien égal...

Oscuridad.

*****

Fin.

Markus llega por la mañana. Se entretiene un rato en la cocina antes de entrar en el cuarto. Abre las ventanas y coge a Marcel, que llora sobre la cama. Le cambia el pañal hinchado de pis, localizando con sorprendente facilidad el recambio y las toallitas entre la amalgama de ropa y juguetes que hay en el suelo. Lo coge en brazos, le canturrea al oído y el niño deja de llorar, apoya la cabeza sobre el hombro ancho de su padre, suspira y se empieza a chupar el pequeño puño. Markus le va palmoteando el trasero sin dejar de cantar, mientras me busca con la mirada. Finalmente, me encuentra en el suelo, desparramada entre la mesita de noche y la cama: un bulto que parece ropa arrugada, pero que soy yo, o lo que queda de mí. "Esta casa está hecha un asco", me reprocha mientras me recoge del suelo con la mano libre. Yo no le respondo.

Vuelve a la cocina, que estámás limpia y ordenada de lo que nunca la vi. Deja mis restos en el fregadero. Va a buscar la hamaquita, sienta al niño y le habla mientras saca de los armarios la tabla de cortar, el cuchillo, la batidora:

–Quégrande te has puesto, hijo mío. Sabía que esta chica te cuidaría bien. Mamaste hasta que se terminó, y ahora necesitas comida de mayores.

Nuestro hijo le responde con una de sus cantinelas. Markus pone mi mano aún tibia sobre la tabla y empieza a cortar, desde la punta de los dedos hasta el codo: primero a lonchas, luego a cubos. Le es fácil porque no me quedan huesos, como si yo sólo fuera carne licuada envuelta en piel. Rezumo sangre, por supuesto, pero no tanta como sería esperable, porque la posición inclinada del brazo la drena hacia el resto de mi cuerpo en el fregadero. Se nota que sabe lo que se hace. Marcel estámuy excitado –por el olor, quizá– y se balancea en su hamaquita lanzando grititos de gozo. Markus pone los cubos, mis cubos, en el vaso de la batidora y la enciende al máximo unos segundos, hasta que no queda resistencia y el sonido es suave. Vierte el purécarmesíen un bol y se mancha los dedos, que se lleva a la boca mientras busca una cuchara. Anuda un trapo de cocina al cuello de Marcel y le sigue hablando. El niño le regala una de sus enormes sonrisas, que le achinan los ojos y le suben los mofletes. Con la luz de la cocina puedo ver sus dos hileras de dientes afilados, muchos más de los que debería tener un bebé. Sabía que tenía algunos, pero no tantos, ni tan grandes. Claro que estábamos siempre casi a oscuras, y en los últimos días apenas podía fijar la mirada. Ahora, en cambio, veo con claridad.

Markus le da a nuestro hijo su primera cucharada de papilla. Marcel trata de coger la cuchara y derrama parte del puré. Su padre le limpia la mejilla, paciente, coge una nueva cucharada y logra esquivar las manos torpes del niño, arrullándolo con palabras:

–Tranquilo, mi amor, esta comida no se va a acabar, esta comida viene a nosotros y sólo hay que tener paciencia, lo sabrás cuando seas mayor. ¡Menudas ansias! –ríe–. Sabía que te gustaría. No volverás a pasar hambre, de eso me voy a ocupar yo. Ahora abre la boca que aquí viene mamá, la rica mamá.

Mientras, yo me diluyo en las entrañas de mi hijo, me fundo con él.


No, nada de nada, no me arrepiento de nada/Ni el bien que me han hecho, ni el mal/Todo esto me da igual... (extracto de la canción Non, je ne regrette rien, de Edith Piaf; traducción de la autora).

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