La chica de la bicicleta

De JanePrince394

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HISTORIA GANADORA DE LOS WATTYS 2019. La vida de Lucas es un desastre. Después de la muerte de su padre, su... Mais

Sinopsis
Aviso importante
Introducción
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 23(Parte 2)
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 25(Parte 2)
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 30 (Parte 2)
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Capítulo 38
Capítulo 39
Capítulo 40
Capítulo 41
Capítulo 42
1994
Capítulo 43
Capítulo 44
Capítulo 45
Capítulo 46
Capítulo 47
Capítulo 48
Capítulo 49
Capítulo 50
Capítulo 51
Capítulo 52
Capítulo 53
Capítulo 54
Capítulo 55
Capítulo 56
Capítulo Extra #1
Capítulo 57
Capítulo 58
Capítulo 59
Capítulo final
El chico que no olvidé

Capítulo 17

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De JanePrince394

El mes de septiembre es el más lluvioso en Tecolutla. Para nadie era una sorpresa que el cielo se dejara caer con fuerza cada vez que le daba por visitarnos. No eran lluvias pasajeras, la mayoría se convertían en aguaceros, abundantes y de larga duración que nos impedían salir de casa.

El cielo es maravilloso, pero siempre hay que tenerle cierto respeto. Porque es mucho más poderoso que uno.

Para nuestra fortuna nosotros vivíamos a vereda del mar, lado opuesto al que colindaba con el Río Tecolutla, por lo que el golpe llegaba con menos impacto. Aunque al ser un pueblo pequeño lo que pasaba en un lado repercutía en el otro. Mamá solía decir que era como una pequeña familia repartida en diferentes habitaciones.

Yo no podía andar tan feliz como Susana que se tomaría varios días de descanso después de ganarse a mamá bajo el argumento de que la tormenta podría adelantarse y hacerla volar por la ventana. No sabía por qué mamá le había dado el sí, siendo una mujer que detestaba los cuentos, pero el hecho era que yo no correría con la misma suerte.

Ese día tenía que exponer el trabajo que había hecho por mi cuenta. No estaba tan orgulloso, estaba consciente que pude haberlo hecho mejor, pero es que entre el trabajo de los lunes y las locuras que últimamente hacía apenas había tenido tiempo.

Aunque esas eran excusas, estaba distrayéndome. Sabía que debía concentrarme en lo que era importante, en mi meta inicial, pero estaba resultado muy complicado. Las líneas que indicaban el camino se estaban borrando con mis propios pasos. De pronto ya no quería conformarme con ocupar la banca esperando tocara mi turno, quería apostar todas mis monedas a la ruleta por la posibilidad de acertar en el número.

El problema era que mientras más apuestas más es lo que tienes para perder.

Me sorprendió toparme con Bernardo y Azucena en la entrada del colegio, agitando un grupo de hojas de máquina entre sus manos con desesperación. Levantaron las manos apenas me asomé por la calle. Bonita manera de iniciar el día, se respiraba paz y tranquilidad.

—¡Lucas, al fin apareces! Pensamos que no vendrías —me gritó a la distancia para que dejara de caminar como tortuga y me acercara. Debía ser algo importante para se vieran tan intensos, sobre todo Bernardo que era menos histérico.

—¿Por qué no?

—Azucena y yo decidimos algo —me comentó él mientras me tomaban de los hombros y me arrastraban al interior. Qué recibimiento tan efusivo. Les dediqué un vistazo a Bernardo para que se animara a hablar, pero fue Azucena la que me respondió.

—Queremos que estés en nuestro equipo —concluyó, caminaba a mi lado con la confianza que solo ella poseía. No sabía muy bien de dónde sacaba esa faceta de líder, pero tenía tanta convicción que no correspondía a nuestra edad—. Incluso pusimos tu nombre en la portada —me tendió el cuadernillo que hace un rato parecía abanico.

Sí, no mentían. Los tres nombres en el centro estaban plasmados con la bonita letra de ella y el marco nacido del mal pulso de Bernardo.

No supe qué decir. Me quedé en blanco pasando la mirada de la hoja a ellos.

—Nos sentimos mal porque fuiste el único del salón sin equipo, así que pensamos que sería bueno que expusieras con nosotros —me explicó Azucena, ante mi silencio desconcertado. No estaba bromeando, la manera en que lo dijo me lo dejó bien claro.

¿No les pasa que están tan acostumbrado a las cosas malas que cuando son testigos de las acciones buenas de otros nunca terminan de procesarlo?

—Muchas gracias. De verdad se los agradezco, pero no tenían que hacerlo, yo traje el mío. —Mis pies apenas lograron frenar, no quería entrar de un empujón al aula. Abrí el cierre de la vieja mochila para entregárselos.

—¡Te lo dije! ¡Te lo dije! —le reclamó molesta al arrebatarle el cuadernillo—. ¿Ahora cómo vamos a explicarle al maestro los nombres en la portada?

—Tranquila. No puede ser mejor que el nuestro. Es imposible que una cabeza piense más que dos. El dicho lo dice. ¡Y los dichos nunca mienten! —dedujo con sabiduría. Era imposible argumentar sobre ello, pero ella no tenía ganas de escucharlo.

—Eres tan cómico, Bernardo —soltó sin una pizca de gracia. Acomodó su mochila que estaba resbalando por su hombro y respiró profundo para calmarse, aunque no le funcionó—. Tú vas a arreglar el lío que se arme —lo amenazó con su dedo, acusadora.

Bernardo lució lo suficientemente despreocupado para ponerla de peor humor y encaminarse sin nosotros al salón, pero yo sabía que por dentro estaba rezando para salvar su alma si ese mismo día moría. Porque hablaba en serio cuando decía que Azucena era de armas tomar.

—Qué carácter —murmuró para mí, pero por el resoplido de Azucena pude deducir que no había modulado su volumen.

—Oye, gracias por incluirme y querer ayudarme —le agradecí en voz baja abochornado por haberlo metido en líos con ella y al final haber rechazado su apoyo. Era un malagradecido, pero no podía abusar de ellos, ya suficiente tenía con cargarle la mano a mi familia como para hacerlo con mis amigos.

—Ni me agradezcas que tuviste el cinismo de despreciarme —dramatizó porque eso de reconocer su buena obra no era una costumbre adaptada. Negué divertido antes de toparme con el semblante molesto de Azucena custodiando la entrada.

No entendía qué era lo que la ponía así de tensa, pero decidí no darle mucha importancia. Ya se le pasaría. Esperamos unos segundos a que se animara a entrar, pero como era claro que no pensaba hacerlo, Bernardo y yo nos encogimos de hombros y decidimos adelantarnos. O al menos ese era mi deseo, hasta que el brazo de Azucena tiró de mí antes de cerrar la puerta de golpe.

—¿Quién te entiende? —me quejé. Ella solo levantó una ceja disgustada, señal que indicaba que lanzaría un discurso eterno.

—Lucas, Bernardo está muy preocupado por ti. ¿Lo sabes? No me des una respuesta porque está claro que no lo sabes. Mira, todo esto del proyecto es solo una de las cosas que Bernardo quiere hacer para que mejores. —No sabía que decir, pero no hacía falta, Azucena no deseaba que la interrumpiera—. Siempre le has preocupado, desde lo de tu papá. —Eso último lo dijo con el mayor cuidado, sabía que era un tema que se tocaba con pinzas—, pero ahora te ha visto más raro, más distraído que de costumbre. Teme que te vuelvas loco.

—Estoy bien —le aseguré para que se comentara a él, quizás debería hacerlo yo—. Aún no pierdo el único tornillo que me queda... —Por la cara que puso concluí que no me creyó, pero ignoré eso para remarcar lo realmente importante—: Solo dile a Bernardo que no se preocupe por mí, ¿de acuerdo? Estoy superando todo a mi paso. Y si tengo cara de loco es porque estoy ocupado con un montón de cosas.

—Sí, lo entiendo —cedió más comprensiva—, lo único que te pido es que dejes de pensar un segundo en ti, en todo lo que te abruma para concentrarte en las personas que se preocupan por ti, Lucas. No puedes vivir solo pensando en tu dolor. Ese es tu problema.

Esperaba se tratara de una broma de mal gusto. Azucena y yo no éramos amigos de toda la vida, hablábamos lo necesario y su cercanía con Bernardo no era suficiente para que conociera mi vida. Entendía que se mortificara por su bienestar, así como asumía ella entendiera que yo intentaba construir el mío.

Traté de ocultar mi molestia ante su recomendación, aunque siendo tan inexperto relacionándome, dudé tener éxito. Asentí por compromiso, porque dentro sabía que su intención era buena o quizás no quería problemas con la novia de Bernardo, e ingresé al aula fingiendo ignorar que aún tenía deseos de hablar.

Ocupé el mismo sitio de siempre mientras escuchaba a Bernardo, que se había mudado al asiento trasero, preguntarme si no tenía alguna hoja blanca que me sobraba. A duras penas había costeado las mías, pero por si los milagros existieran, la revisé removiendo las bolas de papel arrugado que la convertían en un basurero portátil.

—Da igual, nadie se dará cuenta.

Bernardo desengrapó la portada, le dio la vuelta y anotó con más fuerza el dúo de nombres que estaban a su espalda.

Recordé las palabras de Azucena, dejar de pensar por un segundo en mí, para pensar en las personas que se preocupan por mí, cuestionándome qué tanta razón tenía. Todos estos años había ignorado qué tanto cambiaría la historia eliminado el pronombre yo.

Bernardo era mi mejor amigo. No había dejado de serlo, pero de manera involuntaria conjugaba el verbo en pasado. Después de la muerte de papá mi manera de ver el mundo se transformó. Me he guardado durante años lo que ocasionó que cambiara, algunos tenían sospechas, pero nadie acertaba del todo. La historia estaba a medio contar, había un par de datos que había guardado bajo llave. Sabía qué pasaría si los destapaba.

Las únicas personas que lo sabían cambiaron su forma de tratarme, o tal vez estuve equivocado todo ese tiempo y yo cambié con ellos. ¿Yo lo hice? La duda era cruel, sabía que tenía respuesta, sin embargo, dudaba de estar listo para escucharla porque ignorarla me protegía de manera inconsciente.

—¿Es una buena idea, no?

No recuerdo con exactitud qué le respondí, supongo le di la razón porque lo último que me viene a la mente es su imagen poniéndose de pie para mostrárselo orgulloso a Azucena. Su mirada chocó con la mía, con la fuerza de un tren que no se detiene. Volqué con mis antiguos pensamientos que se mezclaron y golpearon entre sí, algunos se agrietaron, pero ninguno se rompió del todo, me pregunté en silencio si la maquina había abandonado los rieles o yo había cruzado ignorando su silbato.

Caminé aletargado a la salida arrastrando los pies. De haber corrido un maratón conservaría más energía. Tenía la cabeza llena de humo, que pesaba como kilos de cemento. Iba tan distraído que me costó reconocer el nombre a mi espalda.

Frené de golpe al percibir que era Isabel la dueña de esa voz. Pensé que había perdido un tornillo porque pese a conocer su tono de memoria, jamás hablábamos en el edificio. Hasta ese día yo no había tomado el valor para hacerlo suponiendo que le avergonzaría que la vieran por ahí con el fantasma del colegio, no quería volver a cometer el error de su cumpleaños.

Pero pese a la sorpresa al girarme encontré a una rápida Isabel que se ataba el cabello y daba largos pasos para alcanzarme.

—¡Oye, Lucas! —Isabel se apoyó en mi brazo, jadeando y llevándose una mano al corazón—. Eres rápido.

En realidad un caracol podía superarme sin complicaciones, pero sonreí al oírla. Estaba embobado de poder compartir un momento fuera de Bahía Azul, que me resultaba una alucinación estar en medio del patio charlando con ella cuando tantas veces me había bastado con verla a lo lejos. Verla había logrado que mejorara mi día, aunque el dolor de cabeza seguía latente en mi sien me esforcé por ignorarlo.

—¿Cómo te fue en tu clase hoy? —me cuestionó recuperando el aliento. Sabía lo del trabajo que debía exponer.

—Pues no creo que me llamen para conducir siempre en domingo.

La presentación frente a mis compañeros había resultado un verdadero fiasco. Había perdido la mitad de mi peso de tanto que me sudaron las manos entre titubeos y evasivas. Prefería olvidarlo aunque estaba seguro de que el resto lo recordarían un par de semanas más.

—¿Pero al menos te dieron calificación?

—Un ocho.

—¡Un ocho! ¡Eso campeón! —Su puño golpeó mi hombro con exaltación robándome una sonrisa genuina—. No puedes quejarte, eh.

—Sí, supongo que sí —reconocí porque ella lograba que todo se viera mejor—. El maestro pasó por alto mi desempeño en clase, creo que solo contó el trabajo escrito.

—Odio cuando hacen eso —confesó provocando que riera por su franqueza—, porque yo soy buena inventándome cosas, pero la investigaciones se me dan del asco. Ahora lo odio un poco menos porque sé que a ti te favorece. Un poco, solo un poco —especificó al verme negar divertido.

—¿Vas para el local? Porque si quieres podemos ir juntos —me atreví a proponerle.

—De hecho quería avisarte que no podré ir hoy porque mi madre quiere que preparemos unas cosas antes de que se venga el aguacero —me explicó despistada. Saludó a lo lejos a un grupo de personas y luego volvió su atención a mí—. Dicen que viene fuerte así que tiene que cubrir tuberías, limpiar las coladeras, cerrar ventanas, preparar ropa y todas esas cosas. Además de atender la tienda. Es un lío.

—Lo imagino. En Bahía Azul también habrá trabajo —conté—. Debemos apilar las sillas y guardar unas cosas para que no se rompan. Es lo malo de no tener paredes.

La puerta estaba llena de personas, apenas logramos sortearlas para llegar a mi bicicleta. Isabel llevaba sus cosas en la mano, así que con la que le quedaba libre se las ingenió para ayudarme a desatarla. No se lo había pedido, pero agradecí el gesto con una sonrisa cuando ambos quedamos de cuclillas. De cerca Isabel, con su piel tostada y sus grandes ojos oscuros, parecía poseer un imán que te obligaba a observarla a detalle.

—Entonces nos veremos cuando las lluvias paren, Lucas.

—Sí, así será —contesté con seguridad, como si se tratara de una promesa oculta.

Esperé que no fueran muchos días.

Ella se puso de pie y yo la imité aletargado. Nos despedimos con un ademán y partimos en distintas direcciones. Se detuvo cuando había dado unos pasos para volver a sonreírme. Clavó sus ojos oscuros en los míos con esa expresión que gritaba que todo estaría. Ella no lo sabía, pero necesitaba esa paz en medio de mi tormenta.

Y así, cuando la perdí de vista, una utopía visitó mi cansada mente: una realidad donde pudiera sincerarme sin temer perder a las personas que me escuchaban. Sabía que Isabel y yo jamás llegaríamos a ese tipo de conexión, pero me gustaba imaginar que ella sería la excepción a la regla.

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