Tus Secretos - No. 2 Saga Tu...

By Virginiasinfin

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Ana ha llegado a la ciudad junto con su mejor amiga y sus hermanos para cambiar, para ser libre, para mejorar... More

...Introducción...
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...47... Final

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By Virginiasinfin

Llegaron y aún les quedaba un poco de sol que disfrutar. Carlos le prestó un teléfono desde el cual pudo llamar a sus hermanos y preguntarles cómo estaban, ellos, emocionados, le describieron todas las actividades realizadas desde el mismo momento en que habían llegado. Ana los escuchaba feliz. Cuando Silvia pasó al teléfono, no hizo más que reírse e insinuarle que lo pasara todo lo bien que pudiera, y que hiciera todo lo que ella haría en su situación.

—¿Y qué harías tú, señorita? —rezongó Ana en modo mamá protectora— ¡Te recuerdo que aún eres una niña!

Pero no lo era, ya pronto Silvia cumpliría su mayoría de edad, y no era tonta; sabía mucho del mundo.

Mirando el teléfono con ceño, se lo devolvió a Carlos, quien le preguntó acerca de sus hermanos.

El automóvil que Carlos había alquilado los llevó por un sendero desde donde se podía ver la playa, y Ana, al ver el azul del mar hizo tal exclamación que Carlos pidió detener el auto. Bajaron y caminaron hasta la arena de la playa. Como una niña pequeña, Ana se quitó las sandalias y caminó descalza hasta donde la espuma de las olas rozaba la arena; el final del océano.

El sol se ocultaba, ninguna nube obstaculizaba su luz, y pronto el cielo se vistió de tonos dorados y fucsia. Algunas gaviotas alzaron el vuelo buscando tal vez un lugar donde pernoctar, y Ana llenó sus oídos, y su alma, y hasta su corazón de todos los colores, los sonidos, los olores... y luego sintió la mano de Carlos en su cintura, y sus labios en su sien.

—Gracias, Carlos.

—Ah, bueno, pintar este paisaje fue un poco difícil, pero ha sido mi mejor obra de arte —ella se giró en sus brazos riendo.

—Me refiero a todo lo que me das, gracias por... por creerme, aun cuando tu madre quiso hacerme parecer ante ti como lo peor.

—No hablemos de eso...

—Gracias por amarme.

—Eso es muy fácil.

—Y gracias por no pensar en todas nuestras diferencias cuando decidiste luchar por mí —él elevó una mano y retiró un mechón de cabello que la brisa del mar había echado sobre su rostro.

—Sólo pensé que vivir sin la persona a la que mi corazón había decidido amar no sería muy inteligente de mi parte —ella volvió a sonreír. Se acercó más a él y lo rodeó con sus brazos.

—Es que tengo un novio lo más de listo.

—Mmm, eso si no contamos los años que fui tonto mientras traté de huir.

—Ya te lo he perdonado.

—Qué novia tan generosa —y al decirlo se inclinó a ella para besarla, sin importar si el chofer los aguardaba dentro del auto, o si alguien más los veía. Era un momento hermoso para los dos y ninguno quiso pasarlo sin su consabido beso.

—Creo que tenemos un problema —dijo él alejándose un poco y con el ceño fruncido.

—¿Un problema?

—Silvia me dijo que no tienes ropa para clima cálido.

—¿Qué?

Le pedí que te hiciera las maletas a tus espaldas, pero me dijo...

—Esa Silvia...

—Y como no envió ropa exterior, me temo que tampoco tienes...

—¡Voy a matarla!

—Así que tendremos que ir de compras.

—Te prometo que te pagaré...

—¿Quieres que tengamos nuestra primera discusión aquí? Yo inventé el viaje, yo pago los gastos colaterales... si se le puede llamar así. ¿Vamos? Debe haber buenas tiendas por aquí—. Ella lo miró terriblemente seria—. Qué —preguntó él.

—Es sólo que... no me gusta la sensación de que me estoy aprovechando de ti —eso lo hizo reír, pero cuando se dio cuenta de que ella no lo tomaba a broma, tuvo que serenarse también.

—Cariño, no me vas a arruinar si te compro un poco de ropa.

—Pero no soy tu esposa, y no siento que se vea bien...

—¿Entonces lo que te preocupa es el cómo se vea? —ella se mordió los labios mirando a otro lado—. ¿Tienes prejuicios, Ana?

—¡Claro que no!

—Entonces acepta mis regalos. Te los doy con amor. Si desprecias mis regalos, sentiré que me desprecias a mí —Ana lo miró con sus ojos entrecerrados.

—¿Me estás manipulando?

—¿Funciona? —preguntó él con sonrisa traviesa, y ella rio al fin.

—Está bien, vamos... Si yo algún día quiero hacerte regalos, no te opongas, ¿de acuerdo?

—Lo prometo—. Él le tomó la mano de nuevo y caminaron de vuelta al auto.


Se detuvieron en un par de tiendas, y entonces Carlos se dio cuenta de que complacer a Ana con ropa era muy fácil. Todo le gustaba, todo estaba hermoso para ella, aunque cuando miraba las etiquetas con los precios, su sonrisa se borraba y trataba de mirar otra cosa más económica. Él tenía que insistirle en que su cuenta bancaria resistiría el gasto.

Cuando llegaron a una tienda de ropa interior, esperaba que él se aislara y la dejara escoger, pero se sorprendió cuando lo vio participar activamente en la elección de las prendas.

—Mmm, encaje... —murmuró con un dedo sobre sus labios cuando Ana levantó un ejemplar para detallarlo mejor.

—Encaje no. Es caro, y demasiado delicado —él la miró de reojo, y Ana tuvo que rectificar—. Por eso digo que encaje está bien—. Lo tomó y se dirigió a la caja.

—¿Sólo un conjunto?

—Bueno... sólo voy a pasar aquí una noche, ¿no? —él meneó la cabeza y le tomó las prendas para mirar las tallas, luego se devolvió a los aparadores y escogió unos cuatro conjuntos más de diferentes colores y tejidos.

—¿Para qué todo eso?

—Para mí, me veo divino con ellos puestos.

—Carlos...

—Silencio. O te obligaré a medírtelos y enseñármelos —eso la dejó callada. No tenía mucha confianza en eso de salir y desfilar para otra persona, para ella su cuerpo estaba un poco desproporcionado: muchas caderas y pocas tetas.

Pero no era así para Carlos, que miraba las prendas en sus manos y la miraba a ella por el rabillo del ojo. Ella tenía las curvas perfectas para enloquecerlo. Cuando caminaba, balanceaba sus caderas de manera tal que él en muchas ocasiones tenía que mirar a otro lado y pensar en la bolsa de valores.

Esta noche se acabaría su suplicio.

—¿Listo? —preguntó ella, y eso sonó un poco extraño, pues parecía que estuviesen comprando ropa para él y no para ella. Carlos iba a asentir, pero entonces vio tras el mostrador donde se hallaba la caja un conjunto con estampado de leopardo. Mordió una sonrisa al pensar que la fiera que tenía detrás era perfecta para lucirlo, pero estaba seguro de que, si hacía ademán de pedirlo, ella se opondría rotundamente. Mejor no provocar a la fiera.

—Listo —contestó, y salieron de la tienda con bolsas y más bolsas. Lo que Ana pensó sería una breve parada para comprar un par de blusas y un sostén, se había convertido en sus compras de navidad. Llevaba por lo menos cuatro vestidos de telas vaporosas perfectos para el clima, trajes de baño, sandalias de diferentes alturas y materiales y ropa interior como para el resto del año. Miró a Carlos que sonreía solo mientras entraban al auto. Entendió entonces la expresión "sonrisa lobuna" que había leído en algunas novelas. Carlos la tenía ahora.

Llegaron al hotel y ya había oscurecido. Johan, como se llamaba el chofer y que hablaba español, les ayudó con el equipaje y las bolsas de compras. En la entrada un botones los esperaba y se hizo cargo. Carlos no soltaba la mano de Ana, así que caminaron juntos a la recepción para hacer el registro. Ana miró en derredor; nunca había estado en un hotel cinco estrellas, y aquél era lujoso hasta hacer doler los ojos... o el bolsillo. Algunas parejas se desplazaban de un lado a otro con rostros sonrientes y bronceados por el sol.

Pronto ella también se fue contagiando por el ambiente. Llevaba la chaqueta jean plegada en el brazo, pues desde que bajara del avión había sentido el impacto del cambio de clima, y ahora le apetecía vestir como alguna de esas mujeres tan hermosas y confiadas en su propio atractivo.

—Ven —le dijo Carlos, y volvió a tomarla de la mano para llevarla al ascensor. Ella llevaba una sonrisa tonta, y no paraba de mirar a un lado y a otro, observando, aprendiendo, absorbiendo—. ¿Te gusta?

—Todo es precioso aquí.

—Me alegra —dijo él, y le apretó un poco más la mano.

Cuando llegaron al piso donde estaba su habitación, Ana empezó a sentirse nerviosa. ¿La tomaría en sus brazos y la llevaría directo hasta la cama? ¿Empezarían ya?

Él abrió la puerta y un botones los esperaba dentro indicándoles la distribución de la habitación. Ésta era enorme, parecía más que una habitación de hotel una casa pequeña; sus paredes estaban pintadas en la gama del naranja dándole un toque cálido, combinado con muebles y cortinas blancas que ondeaban al viento; había flores frescas y una pequeña cocina en un extremo, sala de estar y comedor; un mirador daba directo a la playa y allá se fue Ana como llamada por las sirenas. La brisa marina llegaba suave y deliciosa, y el sonido de las olas del mar.

—¿Tomarán la cena en el restaurante, o pedirán servicio a la habitación? —les preguntó el botones. Carlos la miró dejando que fuera ella quien decidiera.

Deseaba mucho estar a solas con él, pero en esta ocasión en donde la rodeaba tanta belleza y lujos y atenciones, quería también conocer y disfrutar. Además, si él hubiese querido sólo sexo en una habitación, la habría llevado a un hotel en Bogotá y pare de contar, pero no había sido así; él había hecho toda esta inversión y ella quería recibir su regalo como se debía.

—Bajaremos al restaurante —contestó ella. El botones entonces les dio el horario de las comidas y luego de que Carlos le diera su propina los dejó solos al fin. Él caminó hasta el mirador y se recostó al barandal al lado de ella.

—¿Quieres estrenarte tu primer vestido para la cena? —ella sonrió mirándolo. Había un traje de noche entre la ropa que habían comprado, muy corto y escotado, perfecto para el clima, pero que a todas luces indicaba: cena romántica.

—Sí.

—Entra tú primero al baño, y no te tardes, o no resistiré la tentación y entraré detrás de ti —riendo, ella rebuscó entre las compras que habían hecho y sacó las cosas que necesitaba.

Luego de la ducha revisó todas las partes de su cuerpo, el depilado estaba perfecto, ni un pelito en ninguna zona, cremas hidratantes para después de la ducha, y el cabello limpio y seco. Ni rastro del desastre de Judith y su té, aunque la piel le escocía un poco por la quemadura, pero no era nada grave.

Salió envuelta en la salida de baño y lo encontró sentado en la cama cambiando los canales de televisión. Caminó en puntillas de pie, sabiendo que él se estaba conteniendo para no saltarle encima. Saber eso la llenaba de cierto orgullo y satisfacción.

Él, sin muchos movimientos, simplemente entró al baño para darle la privacidad que necesitaba. Ana suspiró cuando se encontró sola en la habitación, se sentó en la enorme cama con un poco de susto, expectativa, ansiedad, pero a la vez, con la tranquilidad de quien sabe que todo al final saldrá bien. Sus sueños se cumplían siempre, para bien o para mal, y sabía que esta vez era para bien.


Menos de una hora después estaban siendo ubicados en una mesa en el gran restaurante. Era todo al aire libre, con la enorme piscina a la vista, y decenas de otras pequeñas mesas. Ana vio que también había niños allí; había pensado, en cierta manera, que estos lugares eran sólo para parejas.

—Esto es precioso —dijo ella admirando las luces sobre la piscina y la actividad en general.

Carlos la miró un poco serio; estaba en problemas. Cuando ideó el viaje, se imaginaba a Ana tal como ahora, asombrada, mirando todo con avidez mal disimulada, feliz, pero no se había imaginado a sí mismo; había creído que él estaría tranquilo, haciendo de anfitrión, guiándola cuando se sintiera perdida y disfrutando del tiempo a solas con ella. Pero la verdad era otra, ahora deseaba haberla tumbado en la cama en cuanto el botones los dejó solos. Ser caballero debía tener sus límites, y él estaba al borde de portarse como un cavernícola.

—¿Habías venido antes? —preguntó ella con mirada radiante.

—No. Pero había oído hablar.

—Hiciste una excelente elección. Me encanta—. Él estiró la mano por encima de la mesa deseando decirle algo que calmara sus propias ansias, pero no había palabras que lo consiguieran. Ana estaba preciosa con su traje blanco de tirantes, que escasamente le llegaba a la rodilla, y el cabello suelto. Estaba exponiendo bastante piel, pero eso había sido idea suya. Quería besarla, olfatearla, morderla.

Un mesero los interrumpió trayéndoles vino, y en adelante, Carlos intentó concentrarse en la cena y no pensar en lo que venía después. Era una tortura autoimpuesta, pero ya pronto saciaría su hambre.

Y otra vez se decía: no pienses en eso.

Ella miraba constantemente hacia el mar, así que cuando hubieron cenado, se levantó de la mesa, la tomó de la mano y la llevó hasta la playa. Ella se quitó las sandalias y anduvo descalza por la arena, sonriendo constantemente, sin soltarle la mano. Ella estaba feliz, y él lo era sólo de verla así.

—Nunca en toda mi vida me imaginé algo así —susurró ella. Él la miró atentamente, y con disimulo, empezó a dar la vuelta para regresar al hotel.

—La verdad, yo tampoco —ella lo miró de reojo—. Es verdad —aseguró él—. Hasta ahora, mi vida sólo ha sido estudiar y estudiar, luego de eso, trabajar y trabajar—. Ana guardó silencio por unos instantes, pero algo rondaba su cabeza.

—¿Es decir que nunca viajaste así con tus novias?

—Ana, ellas ni siquiera llegaron a ser "novias".

—¿Yo lo soy? —él sonrió.

—Sí. Tú lo eres—. Y deseaba pronto empezar a llamarla "prometida".

—Bueno, yo sí que menos pensé alguna en vez venir a un sitio de estos. Demasiado lejos de mis posibilidades—. Él guardó silencio. Ana miró el mar negro y las estrellas en el firmamento—. Tal vez si papá y mamá no se hubiesen separado, yo de todos modos no habría tenido las facilidades para viajar y conocer, pero definitivamente mi vida podía haber sido diferente.

—No conozco al completo tus circunstancias —dijo él—, pero sean cuales sean, te han traído todo tu camino hasta aquí, a mi lado. No pudo ser tan malo... o tal vez debas tomarte esto como una recompensa de la vida —ella elevó su rostro a él sonriendo.

—Visto de ese modo, ya hasta deja de doler.

—¿Aún te duele tu pasado? —la sonrisa de ella se borró, pero Carlos señaló una fogata en la playa, donde unos jóvenes se congregaban para cantar y contar historias. Él aún respetaba el acuerdo de dejar que fuera ella quien dictara el ritmo.

Minutos después estaban de vuelta en el hotel, Ana se puso de nuevo sus sandalias y cuando se encaminaron al ascensor para subir a su habitación empezó a sentirse nerviosa. Rodeó la cintura de Carlos con su brazo, y él le besó el cabello.

No podía derrumbarse ahora, esto era para lo que había venido, para lo que se había preparado desde que él le avisara que luego del almuerzo con Judith irían a algún sitio. Tenía que serenarse.

—Carlos —dijo ella cuando él abrió la puerta de su habitación y juntos la traspasaron. Él la miró esperando a que hablara—. Hay algo que debo decirte—. Él sólo pestañeó y alzó sus cejas—. Yo no soy virgen.

Carlos estuvo en silencio por largos segundos, y en el transcurso, Ana sintió que los nervios empezaban a dominarla. Se retorcía los dedos de una mano con la otra a la vez que miraba el suelo de madera de la habitación.

—Bueno... Yo tampoco —dijo él. Eso le hizo alzar la cara. Él había bajado una de las comisuras de su boca y la miraba meneando la cabeza.

—¿Qué? —preguntó ella—. ¿No te importa?

—Bueno, sí. Ahora sí. Si hubiese sabido que te conocería y me enamoraría de esta manera, te habría esperado, aunque eso me hubiese costado un... ya sabes —Ana estaba aturdida.

—No me refiero a lo tuyo, ¡me refiero a lo mío! ¿No te importa que yo... que yo no lo sea? —Carlos sonrió y se acercó a ella, tomó su rostro entre sus manos y besó su frente.

—¿En qué siglo crees que estamos, Ana?

—Bueno, ya sé, pero es que por mi historia todo el mundo supone que yo... que yo no...

—¿Fue importante? —preguntó él cuando ella empezó a titubear. ¿Importante? Se repitió Ana y se echó a reír.

—Más bien es algo que quisiera olvidar.

—Entonces no hay problema, al menos para mí —él se inclinó a ella y besó su oreja muy dulcemente—. Y sé que en algún momento me lo contarás —siguió diciendo, a la vez que tomaba en sus pulgares los tirantes de su vestido y los bajaba por sus hombros—. Pero si te soy sincero, lo que menos quiero ahora es imaginarte en brazos de otro—. Él besó su barbilla, y Ana notó que poco a poco él había ido envolviéndola en sus brazos hasta que estuvo totalmente atrapada—. A menos que sea demasiado significativo para ti e insistas en contármelo —dijo él separándose un poco para mirarla a los ojos. Ella tenía los suyos humedecidos, Carlos iba más allá de toda imaginación. Ella, sabiendo que tendría que decírselo, se había imaginado esta escena muy diferente.

—No importa ahora —dijo, y elevó su boca hasta la de él para besarlo.

Carlos la encerró entre sus brazos, y Ana supo que no había mejor lugar en el mundo que ese que ella ocupaba ahora. Él fue dejando besos suaves por la piel de su cuello y su hombro y Ana empezó a sentir aquello mismo que sintió cuando tuvo ese sueño. Algo despertaba dentro de ella, algo hirviendo, líquido y fuerte se estaba derramando en su interior.

—Carlos... —susurró. Tenía que decir su nombre, sentirlo entre sus labios era como comérselo a él. Carlos la alzó hasta su cintura y ella le envolvió las caderas con sus piernas, caminaron sin dejar de besarse hasta llegar a la alcoba. Cuando la depositó sobre el colchón, Ana abrió sus ojos y lo observó atentamente, aunque él estaba muy ocupado quitándole el vestido, y terminando de desnudarla.

—Dios, Ana, ¡eres tan hermosa! —exclamó él al verla sin ninguna prenda encima, y ella sólo lo miró fijamente, sonriendo por dentro, analizando todo lo que juntos habían tenido que pasar para terminar aquí. No se arrepentía más que de haber perdido tanto tiempo. Si ella hubiese sabido que este sería el hombre de su vida, lo habría seducido en la misma sala de aquel hospital. Había algo en él que la atraía irremediablemente, tal vez era su timbre de voz, o su aroma característico, o la expresión de su mirada, y ese algo la conectaba a ella, lo hacía suyo, y la hacía a ella de él.

Lentamente, elevó las manos hasta los botones de su camisa de lino y los fue desabrochando uno a uno. Ya conocía su torso por aquella vez que lo viera ebrio en casa de Ángela y Juan José, pero en ese entonces no sentía por él lo que ahora, y no había podido tocarlo; ahora sí, así que no desperdició el tiempo. Paseó sus manos por sus costados, tocando, acariciando la piel suave y cálida, y él atrapó una de sus manos lanzando un suave gemido.

—¿Sabes cuánto tiempo he deseado esto? —preguntó él mirándola a los ojos, ella guardó silencio esperando a que él continuara—. Tenerte así, desnuda entre mis brazos, Dios, Ana, ha sido una tortura.

—¿De verdad?

—Oh, sí. La peor de todas—. Él bajó su morena cabeza hasta su pecho, pero antes de besarla, o lamerla como había hecho en el sofá de su casa aquella vez, él paseó sus dedos tan delicadamente que de inmediato su piel reaccionó, sintió que dolía, sus pezones endurecidos dolían, su piel hormigueaba y su pecho empezó a subir y bajar, pues su respiración se había agitado. Su serenidad empezó a irse al traste, y él lo sabía. Paseó la yema de sus dedos suavemente por toda su piel y se dedicó a observar sus reacciones. Cuando bajó hasta el ombligo se detuvo. Se ubicó entre sus piernas y se enderezó para terminar de sacarse la camisa, volvió a ella de inmediato y la besó sin poder contenerse más. Ana lo rodeó entre sus brazos y aceptó sus besos, tan profundos y hambrientos, y una exclamación se le escapó cuando sintió en su entrepierna la dureza de él. Se había ido familiarizando con esta sensación en estas dos semanas pasadas, incluso había participado muy alegremente antes frotándose contra él cada vez que lo sentía, pero ahora las cosas no acabarían aquí y Ana no sabía si sentirse nerviosa o no.

Metió sus dedos en la cinturilla del pantalón buscando el broche y él se quedó quieto de repente, con la respiración tan agitada como si acabara de trotar hacia la cima de una colina, dejándola hacer. Ana bajó poco a poco los pantalones ayudándose también con sus piernas. Cuando se quedó en ropa interior, él la tomó en brazos y la sentó sobre sus muslos, dejándola a horcajadas sobre él. Se miraron a los ojos largamente, sin decir nada, sólo con el sonido de su respiración. Carlos movía sus manos a lo largo de sus muslos, hasta que se quedaron quietas sobre sus nalgas, abarcándolas con sus manos.

—Ana... —susurró a la vez que la acercaba más y más a él—. Te deseo tanto... —Ana lo rodeó con sus brazos. Se sentía plena, febril, a la vez que vacía y pobre. Su centro estaba húmedo, y él lo frotaba contra su erección a través de la tela de su ropa interior.

Dios, aquello dolía, ¡era excesivo!

—Por favor... —susurró, pero él empezó a dejar un reguero de besos en su pecho, sin dejar de guiar los movimientos en su cadera. Ella empezó a besar también, a lamer el lóbulo de su oreja, meter los dedos en su cabello, a morder sus hombros. Luego se dio cuenta de que ella sola balanceaba sus caderas al ritmo que él había iniciado, mientras él se sacaba lo que restaba de su ropa y quedaba totalmente desnudo. Tuvo miedo de mirar, así que cerró los ojos y se dedicó sólo a sentir.

Carlos la tomó suavemente y la depositó otra vez de espaldas sobre el colchón, ella no abría sus ojos, como si de repente fuera a encontrarse con algo que no le fuera a gustar.

—Tengo que hacerte una pregunta incómoda —dijo él, con voz pausada, tragando saliva y muy cerca de su oído. Ella abrió los ojos al fin—. Cariño... estás... ¿estás usando algún método para evitar el embarazo? —¿qué? Quiso preguntar ella; ¿qué idioma era ese? Ella estaba ida, en otro mundo, deseando más que pensando—. Oh, lo sabía —exclamó él, y tuvo que separarse de ella, dejar la cama, rebuscar en su pantalón y volvió a sus brazos como un cohete. En esos cortos segundos Ana alcanzó a verlo desnudo. ¡Dios querido, del cielo y de la tierra! ¡Él era esplendoroso!

Lo vio llevarse algo a la boca, un sobre plateado con letras, y abrirlo con sus dientes. Cerró sus ojos de nuevo. No quería ver, aunque ya había visto. No quería saber, aunque sabía lo que estaba sucediendo.

—Hey —susurró él, y ella abrió de nuevo sus ojos. Lágrimas salieron de ellos y resbalaron por sus sienes—. Cariño, ¿estás bien? —ella negó.

—Eres hermoso —susurró ella, y eso lo dejó un poco descolocado—. Eres un hombre hermoso, perfecto —él sonrió.

—No, no lo soy —se acercó mucho más a ella, uniendo sus frentes, a la vez que muy hábilmente se acomodaba de nuevo entre sus muslos.

—No puedo creer lo mucho que te amo —dijo ella de nuevo, y Carlos cerró sus ojos.

—¿Eso son lágrimas de emoción entonces? —preguntó él delicadamente, dejando suaves besos sobre su mejilla y la curva de su mandíbula.

—No quiero a nadie más que a ti —siguió diciendo ella. Era como si de repente un borbotón de palabras se estuviera escapando de su alma—. No quiero que nadie me toque como me tocas tú, ni que nadie me bese, y no quiero besar a nadie más. Sólo tú; Carlos y sólo Carlos— Él hizo un sonido gutural con su garganta, le tomó nuevamente la cadera con una mano, y se puso en su entrada. Ana elevó sus muslos para recibirlo, como haciéndole un camino, y él se fue deslizando dentro tan suavemente que Ana lanzó un gemido que duró todo el trayecto hacia su interior.

Ella lo rodeó con sus brazos y sus piernas, encerrándolo como un capullo, y así se sentía también en su interior. Dolía un poco, estaba estrecha y un poco desadaptada, pero conforme fueron pasando los segundos fue deseando más que sólo apretarlo en su interior como un puño. Y él, bendito sea, empezó a moverse. Primero suavemente, tan despacio que ella dudaba que en verdad se estuviera moviendo. Pero esto hablaba tanto de él como nada más podía hacerlo; cuando él estaba quieto y callado, en realidad estaba amándola, deseando estar a su lado, planeando viajes, o sufriendo por amor... o ayudando a su hermano con la tarea de matemáticas.

Ana lo apretó en su interior más fuerte que antes, y él gimió, sin embargo, no aceleró el ritmo. Puso sus manos sobre sus mejillas, quería urgirlo, que hiciera algo pronto, que la llevara a ese lugar en cuyo camino estaban, pero él llevaba más experiencia que ella en esto, y a pesar de sus toqueteos, no se dejó vencer.

Todo hombre tiene un punto débil, se dijo, todo ser humano lleva dentro un botoncito que, al hacerle clic, podemos llevarlo hasta el borde de la locura. ¿Cuál era el de Carlos?

—Soñé contigo —dijo de repente, y él la miró fijamente con sus ojos claros, que ahora parecían negros—. Era de mañana, estábamos en tu cama y desnudos—. Ella puso sus manos en sus caderas, imitando el toque de él antes: con sus manos abarcaba las nalgas prietas de él—. Y tú me besabas, y yo era feliz... En ese entonces te odiaba —reconoció ella—, pero a partir de ahí, tuve que lidiar con el odio y el deseo juntos, porque te veía y sólo pensaba en... —ese era el botón de Carlos. De repente hizo un movimiento tan fuerte que Ana vio estrellas, y no paró allí, sino que se fue intensificando.

Poco a poco Ana fue quedando presa de sus propias sensaciones, no fue consciente de si lloró o gritó, sólo sabía que algo se estaba formando dentro, algo grande y sublime, y pronto sería demasiado para contenerlo. Lo que había sentido aquella mañana que soñara con él era sólo una parte de lo que estaba sintiendo ahora.

Además, ahora lo tenía por todas partes alrededor y dentro de ella, lo sentía en sus manos, en su boca, en su piel, y más allá. Una película de sudor cubrió sus cuerpos, y escuchó la voz de Carlos decirle cosas hermosas al oído, cosas que si le preguntaban luego no atinaría a enlazar, tan sólo sabía que estaba siendo amada de una manera que jamás creyó posible, y eso era más hermoso que cualquier cosa que pudiera tener en el mundo.

Al pensar en eso su cuerpo se tensó. Carlos la besó entonces, ahogando sus gemidos en su boca, empujando duro y fuerte en su interior, en movimientos tan rápidos que parecía un baile fuera de control. Estaba allí, haciendo parte de ella, rozándola con su cuerpo, colmándola, vaciándola, y quedándose allí en lo que supo, fue un orgasmo. Interminable, sublime, brillante, como las lucecitas que estaba viendo ahora.

Tembloroso, él se derrumbó a su lado, boqueando por aire y cuidando de no aplastarla bajo su cuerpo; y tal como había hecho en su sueño, él la rodeó con un brazo y puso una mano posesiva sobre su pecho.

Este de aquí era su hombre, el único que podía tocar su cuerpo a su antojo. Este de aquí era quien, definitivamente, le había enseñado a amar.



N/A: Esto apenas empieza xD

Hurras y sonrojos en los comentarios :)

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