La casa de escamas

Oleh Jampier64

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Simone Bernhard confía en que nada sucede nunca en el tranquilo pueblo de Lacerty Hills. Poco se imagina que... Lebih Banyak

Prólogo: Con demasiado poco
Capítulo 2: Una nueva chica en la ciudad
Capítulo 3: Con buenos ojos
Capítulo 4: La casa en la colina
Capítulo 5: Silencio del Sepulcro
Capítulo 6: Sabias palabras
Capítulo 7: Desaparecido en la noche
Capítulo 8: El pozo de los huesos
Capítulo 9: Ojos en la penumbra
Capítulo 10: Sin Rostro
Capítulo 11: Mirada al vacío
Capítulo 12: Lucha o huida
Capítulo 13: Sombras en la oscuridad
Capítulo 14: Torpor
Capítulo 15: La promesa
Capítulo 16: El hombre de fuego
Capítulo 17: De sangre fría
Capítulo 18: Confesión exaltada
Capítulo 19: Progenie de las tinieblas
Capítulo 20: Salamandra
Capítulo 21: Arrepentimiento agridulce
Capítulo 22: Ante el fulgor enemigo
Capítulo 23: Madre
Capítulo 24: Desaparecido entre las llamas
Capítulo 25: Una amenaza a Dios
Epílogo: Sin ti

Capítulo 1: No puedo dejarte marchar

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Oleh Jampier64

Lo único que sentía en la oscuridad de su universo era el desgarrador ardor de sus tripas que se veían doblegadas ante el hambre indomable. Tenía tanta hambre que casi no podía sostener su frágil cuerpo en pie, pues le faltaban las fuerzas necesarias para escapar de su purgatorio personal. En la oscuridad de su prisión de metal, solo podía dejar que sus uñas ya bastante largas arañaran la superficie indestructible para que al menos el chirriante sonido le permitiera no perderse en sus débiles latidos.

—Mamá... —susurró medio ensoñada. Se encontraba aún aturdida debido al efecto de la última bebida que le habían traído—. ¿Mamá? ¿Dónde estás?

Mientras su pequeña cabeza se balanceaba de lado a lado debido al cansancio, notó que su cuerpo se había debilitado más de lo habitual, y ahora sus brazos se veían demacrados, más que de costumbre. Y al no tener nada con lo que divertirse, ningún peluche al que abrazar, ningún juguete amigo al que dedicarse, su estado fue lo único que le permitió conservar la cordura en un pequeño rincón de su mente.

—¿Cuánto más...? —sollozó tumbándose sobre el frío suelo de metal—. ¿No es suficiente?

Fue entonces cuando las tiras metálicas que se aferraban a su cuerpo como frías lenguas tintinearon de una manera extraña, y eso pareció ser objeto de toda su atención. Volvió a incorporarse con dificultad, pero con el poder de la curiosidad renovando sus fuerzas como por arte de magia. Decidida a investigar aquel suceso, dio otro tirón para ver cómo reaccionaban aquellas sierpes de acero y, para su sorpresa, volvieron a moverse más de lo necesario. Sus pesadas captoras se movían de forma diferente en sus muñecas. ¿Sería esa la salida?

—¡Ahora! —chilló con todas sus fuerzas.

Dio un tirón y pudo ver como la parte que sujetaba sus muñecas vencía y sobresalía levemente.

—¡Es posible! —gimió triunfante mientras se abrazaba el cuerpo en su llanto, protegiendo la estabilidad de su espíritu—. Puedo salir de aquí.

Pensaba que con la suficiente maña podría zafarse de aquella prisión. Tiró con energía, lacerándose la piel en el proceso, hasta que las anillas de metal pasaron de la muñeca y llegaron a su mano.

—No voy a poder —gimoteaba—. Pero no puedo quedarme aquí y morir de hambre.

Apartó la mirada e intentó zafarse de nuevo, lo primero que oyó fue el crujido de su dedo al romperse, cómo se desencajaba la mano por unos instantes y el dolor invadía su diminuto cuerpo como una corriente. Se hizo el silencio mientras ahogaba un grito y, tras un instante, todo el ardor del sufrimiento la quemaba por dentro. Se estiró sobre el suelo, rodando levemente para paliar los terribles pinchazos que ahora sentía en su mano, que cada vez le respondía menos y empezaba a quedarse inmóvil.

—Vamos, aguanta —se dijo a sí misma apretando los dientes.

El brazo se le había quedado dormido casi por completo, por eso le costó más dar el tirón final y sacar la mano de aquella prisión de metal. Se frotó la mano herida con la sana mientras se preparaba para morderse el brazo con más fuerza de la que ya lo había intentado con las esposas y tirar ahora de la pierna izquierda que también se hallaba encadenada al suelo.

—Solo un poco más —dijo resollando por el esfuerzo.

Con más maña que fuerza consiguió que las placas metálicas abandonaran su carne, no sin antes dejar como regalo un reguero de sangre que empezó a gotear hasta el suelo. El olor a hierro empezó a invadir toda la estancia y pronto pudo sentir como aquel invasor aroma a sangre fresca la mareaba y le provocaba un ardor en el estómago que la revolvía por dentro. No vomitó, pues los consiguientes siseos y silbidos que empezaron a sonar por todo el lugar le indicaron que era el momento de huir. Le atemorizaba proferir cualquier ruido que alertara a los privadores de su libertad.

—¡Callaos! —chistó ella, y para su sorpresa las siseantes alarmas cesaron por un momento.

Se levantó y corrió hacia donde su memoria le decía que estaba la puerta. Cojeaba levemente por el tobillo lesionado, pero su hambre de libertad le daba las fuerzas que había perdido todo aquel tiempo.

—Es mi momento —susurró levantándose como podía y apoyándose en la pared hasta llegar a donde ella sabía que le esperaban las escaleras.

Con algo de miedo, empezó a bajar peldaño tras peldaño, intentando no caer debido al esfuerzo. El tobillo le dolía y le fallaba en algunos tramos, pero logró superarlos asiéndose de los huecos que encontraba en la pared. Pese a estar en la más completa oscuridad, sus ojos, ya acostumbrados a su nueva vida, podían ver como si allí hubiera luz solar. Se encaramó a la puerta e intentó abrirla. Tiró, pero calculó mal y tropezó con el peldaño cercano y fue su mano la que se asió al pomo para no caer sobre el acero de nuevo.

—¡Luz! —masculló emocionada.

Sus piernas siguieron avanzando por el angosto pasillo. Sus pies descalzos, húmedos por la sangre derramada, se afianzaron al suelo de madera y pronto sus dedos notaron que la salida estaba cerca. No pudo reprimir un pequeño grito de triunfo, sabiéndose salvada, cuando sus piernas echaron a correr hacia la puerta, pese a que uno de sus pies la hiciera trastabillar a cada pocos segundos.

—¡Libre! —gimió a pocos pasos de la puerta.

Tenía claro cuál era la salida, soñaba con ella desde hacía ya tiempo, por eso pudo escuchar el ruido de la madera al crujir bajo un peso ajeno antes que unas manos conocidas hicieran girar el pomo de la puerta de entrada. Resbaló en plena carrera y cayó al suelo, consciente de que la habían oído. Sin pensar siquiera que la sangre delataría su presencia, dejando un rastro como el que ya había dejado en su vestido blanco, se incorporó y se dio la vuelta. Su cabello, antaño dorado como los rayos del sol que tanto ansiaba, ahora se veía oscuro y húmedo debido a la sangre.

—No, no, no, por favor —gimoteó mientras echaba a correr en dirección contraria.

No pudo evitar volver la vista atrás, aterrada por la sombra que las luces del exterior proyectaban sobre la entrada. Allí se hallaba su némesis, altísima e imponente. Apoyada en el marco de la puerta, dirigiendo la mirada hacia abajo en señal de desaprobación.

—Sabes que no puedes hacer esto —suspiró el hombre algo cansado mientras negaba con la cabeza.

—No, no —contestó la niña a gritos mientras las lágrimas resbalaban de sus mejillas para crear pequeños agujeros en el río de sangre que dejaba tras de sí.

No fue una persecución larga, pues apenas había tenido tiempo de abrir la puerta que daba al jardín cuando sintió la presencia de su perseguidor a su espalda. No había podido siquiera salir por la puerta cuando los guantes del individuo se aferraron a su vestido como tenazas de acero. Ella luchó, gritando y sollozando mientras su perseguidor se arrodillaba para asegurarse de que la había capturado.

—¡No, no y no! —gritó ella zafándose de su perseguidor con toda la fuerza que pudo.

El vestido se rasgó debido al encuentro de ambas fuerzas y el cuerpo de la niña salió despedido hacia delante, para ir a aterrizar sobre el pequeño jardín. El hombre se sentó sobre los escalones del porche y esperó a que ella se levantara.

—Mira lo que le has hecho a tu vestido... —suspiró molesto.

La pequeña, sin embargo, no tenía atención para prestarle. Pese a su desnudez, solo le importaba la hierba sobre la que se revolcaba con una cara de felicidad que el hombre no podía comprender. Sus dedos se entrelazaban con las briznas de hierba y gozaban de la inocencia de juguetear con ella, bañarse en su presencia y dejarse llevar por su aroma. La niña ya no lloraba, había aceptado su destino.

—Tienes que volver dentro, cariño —aconsejó el hombre—. Si alguien te viera.

—¿Lo dices por esto? —preguntó la niña mirándole directamente a los ojos mientras sus diminutas manos tocaban su nívea piel manchada de oscuros colores aquí y allá.

Algunos moratones todavía eran recientes y su piel blanquecina estaba cubierta de pequeños cortes. Sin embargo, ella se mantenía firme, consciente de lo que había aprendido en aquella oscura morada.

—A veces cuesta controlarse —dijo ella sentándose sobre sus pequeños pies—. ¿No te pasa?

—Cielo, tienes que volver dentro.

—¡No! —gritó ella dando patadas a la hierba en la que todavía se hallaba tumbada—. Quiero ver a mamá.

—No puedes —dijo él cansado mientras ella empezaba a llamar a su padre y él se veía obligado a interrumpirla—. No, papá no está.

—Odio todo esto —dijo levantándose mientras obedecía y se acercaba con la cabeza agachada.

Levantó la cabeza para que sus ojos conectaran con los del hombre, pues ahora, bajo la capucha que este llevaba, las brillantes pupilas se encontraban rodeadas de un dorado brillo únicamente perceptible tras la máscara de metal que el extraño portaba.

—Lo siento, pero no puedo permitir que sigas haciendo esto.

—Quería pisar la hierba.

—Podías haberlo pedido. Pero ahora me obligas a reforzar la verja de tu habitación.

—Y tenía hambre —se quejó ella—. Tengo hambre.

—Tienes que aprender a...

—¿Y comer una vez al mes? —interrumpió ella con sorna.

El enmascarado suspiró, incómodo ante todo aquel asunto, y levantó a la niña para llevarla en brazos adentro.

—Dijiste que me querías —se mofó ella mientras lo abrazaba con fuerza, aún incómoda y con algunas lágrimas sobre las mejillas.

—Y te quiero, pequeña mía, por eso lo hago.

La niña se dejó vencer y cerró los ojos, sometida ante el cansancio y sabiéndose derrotada de su intento de huida. Esperaba pues que los sueños resultaran más benevolentes que la vida que le había tocado sufrir.

—Te quiero demasiado, por eso no puedo dejar que te marches.

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