El fantasma de la ópera

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La Ópera de París se convierte en teatro de horrores en la más célebre obra del periodista y escritor de nove... More

Prefacio
I
II
III
IV
V
VI
VII
VIII
IX
X
XII
XIII
XIV
XV
XVI
XVII
XVIII
XIX
XX
XXI
XXII
XXIII
XXIV
XXV
XXVI
XXVII
EPÍLOGO

XI

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HAY QUE OLVIDAR EL NOMBRE DE «LA VOZ DE HOMBRE»


A la mañana siguiente del día en que Christine había desaparecido delante de sus ojos en una especie de deslumbramiento que aún le hacía sospechar de sus sentidos, el señor vizconde de Chagny se dirigió en busca de noticias a casa de la señora Valérius. Cayó sobre un cuadro conmovedor.

A la cabecera de la anciana dama, que tejía sentada en su lecho, Christine hacía punto. Nunca óvalo más encantador, ni frente más pura, ni mirada más dulce se inclinaron sobre una labor de virgen. A las mejillas de la joven habían vuelto los colores frescos. El cerco azulado de sus ojos claros había desaparecido. Raoul no reconoció ya el rostro trágico de la víspera. Si el velo de melancolía difundido sobre aquellos rasgos adorables no hubiera parecido al joven el último vestigio del drama inaudito en que se debatía aquella misteriosa mujer, habría podido pensar que Christine era su incomprensible heroína.

Christine se levantó sin emoción aparente cuando él se acercó y le tendió la mano. Pero la sorpresa de Raoul era tal que se quedó allí, anonadado, sin un gesto, sin una palabra.

—Bueno, señor de Chagny —exclamó la señora Valérius—. ¿No conoce ya a nuestra Christine? ¡Su «genio bueno» nos la ha devuelto!

—¡Mamá! —le interrumpió la joven en tono seco, mientras un vivo rubor le subía hasta los ojos—, mamá, creía que no se volvería a hablar de eso... ¡Ya sabe usted que él no tiene el genio de la música!

—¡Hija mía, sin embargo te ha dado lecciones durante tres meses!

—Mamá, le he prometido explicarle todo un día; ¡yo espero..., mas, hasta ese día, usted me ha prometido silencio y no preguntarme nunca!

—¡Si me prometieses no volver a abandonarme! Pero ¿me has prometido eso, Christine?

—Mamá, todo eso no puede interesar al señor de Chagny...

—Se engaña, señorita —le interrumpió el joven con una voz que quería aparentar firmeza y valor y que todavía temblaba—; todo lo que la afecta me interesa hasta un punto que no podría usted comprender. No le ocultaré que mi sorpresa iguala a mi alegría al encontrarla junto a su madre adoptiva y que lo que pasó ayer entre nosotros, lo que pudo usted decirme, lo que yo pude adivinar, nada me hacía prever un regreso tan rápido. Sería el primero en alegrarme si usted no se empeñara en conservar sobre todo esto un secreto que puede serle fatal... y yo soy amigo suyo hace demasiado tiempo para no preocuparme, lo mismo que la señora Valérius, por una funesta aventura que seguirá siendo peligrosa mientras no hayamos descubierto su trama y de la que usted terminará por ser la víctima, Christine.

Ante estas palabras, la señora Valérius se agitó en su lecho.

—¿Qué quiere decir eso? —exclamó—... ¿Christine está en peligro?

—Sí, señora... —declaró Raoul con valentía, pese a las señas de Christine.

—¡Dios mío! —exclamó, jadeante, la buena y cándida anciana—. Tienes que decírmelo todo, Christine. ¿Por qué me tranquilizas? ¿Y de qué peligro se trata, señor de Chagny?

—¡Un impostor está abusando de su buena fe!

—¿El Ángel de la música es un impostor?

—¡Ella misma le ha dicho que no hay Ángel de la música!

—Entonces, ¿qué es lo que hay? Dímelo, en nombre del Cielo —suplicó impotente la señora Valérius—. ¡Provocará usted mi muerte!

—¡Lo que hay, señora, a nuestro alrededor, alrededor de usted, alrededor de Christine, es un misterio terrestre mucho más digno de temor que cualquier fantasma y cualquier genio!

La señora Valérius volvió hacia Christine un rostro aterrado, pero ésta ya se había precipitado hacia su madre adoptiva y la estrechaba entre sus brazos:

—¡No le creas, mamá...! ¡No le creas! —repetía..., y trataba de consolarla con sus caricias, porque la anciana lanzaba suspiros que partían el alma.

—¡Entonces dime que no volverás a dejarme! —imploró la viuda del profesor.

Christine callaba y Raoul prosiguió:

—Eso es lo que hay que prometer, Christine... ¡Es lo único que puede tranquilizarnos a su madre y a mí! Nos comprometemos a no hacerle ninguna pregunta sobre el pasado a condición de que usted prometa permanecer bajo nuestra salvaguardia en el futuro...

—¡Es un compromiso que yo no le pido, y es una promesa que yo no les haré! —dijo la joven con orgullo—. Soy libre en mis actos, señor de Chagny; usted no tiene ningún derecho a controlarlos y le ruego que deje de hacerlo de ahora en adelante. En cuanto a lo que he hecho los últimos quince días, sólo hay un hombre en el mundo que tiene derecho a exigir que se lo cuente: ¡mi marido! ¡Pero ni tengo marido ni me casaré nunca!

Y mientras decía esto con fuerza, extendió la mano hacia Raoul, como para hacer más solemnes sus palabras; y Raoul palideció no sólo por las palabras mismas que acababa de oír, sino porque acababa de ver en el dedo de Christine un anillo de oro.

—No tiene usted marido y, sin embargo, lleva una «alianza».

Y pretendió coger su mano, pero Christine la retiró enseguida.

—¡Es un regalo! —dijo ruborizándose y esforzándose en vano por esconder su apuro.

—¡Christine! ¡Dado que no tiene usted marido, ese anillo sólo puede habérselo dado aquel que espera serlo! ¿Por qué seguir engañándonos? ¿Por qué torturarme más? ¡Ese anillo es una promesa! ¡Y esa promesa ha sido aceptada!

—¡Es lo que yo le he dicho! —exclamó la anciana.

—¿Y qué le ha respondido, señora?

—Lo que he querido —exclamó Christine exasperada—. ¿No le parece, caballero, que este interrogatorio ha durado demasiado...? En cuanto a mí...

Raoul, muy emocionado, temía dejarle pronunciar las palabras de una ruptura definitiva. Por eso la interrumpió:

—Perdón por haberle hablado así, señorita... ¡Conoce el honesto sentimiento que en este instante me hace mezclarme en cosas que, sin duda, no me afectan! Pero déjeme decirle lo que he visto..., y he visto más de lo que usted se imagina, Christine..., o he creído ver, porque, en realidad, en una aventura como ésta se duda incluso del testimonio de los propios ojos...

—¿Qué es lo que ha visto, señor, o qué es lo que ha creído ver?

—¡He visto su éxtasis ante el sonido de la voz, Christine! De la voz que salía de la pared, o de un camerino, o del piso de al lado... ¡sí, su éxtasis...! ¡Y eso es lo que me espanta...! ¡Usted está bajo el más peligroso de los hechizos...! Y, sin embargo, parece que se ha dado cuenta de la impostura, puesto que hoy dice que él no tiene el genio de la música... Entonces, Christine, ¿por qué le siguió usted una vez más? ¿Por qué se levantó, con la cara radiante, como si realmente oyese a los ángeles...? ¡Ah, qué peligrosa es esa voz, Christine, puesto que yo mismo, mientras la oía, estaba tan encantado que usted desapareció de mi vista sin que pudiese decir adónde se había ido...! ¡Christine! ¡Christine! ¡En nombre del cielo, en nombre de su padre que está en el cielo y al que tanto amó usted y que me amó a mí, Christine, debe decirnos, a su bienhechora y a mí, a quién pertenece esa voz! ¡Y, a pesar suyo, nosotros la salvaremos...! ¡Vamos! ¿Cómo se llama ese hombre, Christine...? ¡Ese hombre que ha tenido la audacia de ponerle en el dedo un anillo de oro!

—Señor de Chagny —declaró fríamente la joven—, ¡no lo sabrá usted nunca!

Entonces se oyó la voz agria de la señora Valérius que, de pronto, se ponía de parte de Christine, al ver la hostilidad con que su pupila acababa de dirigirse al vizconde.

—¡Si ella ama a ese hombre, señor vizconde, a usted no le afecta!

—¡Ay, señora! —continuó con humildad Raoul, que no pudo contener sus lágrimas—... ¡Ay! Creo, en efecto, que Christine le ama... ¡Todo me lo prueba, pero mi desesperación no se debe sólo a eso, porque de lo que no estoy seguro, señora, es de que quien es amado por Christine sea digno de ese amor!

—¡Sólo a mí corresponde juzgarlo, señor! —dijo Christine mirando a Raoul directamente a la cara y mostrándole un rostro dominado por una irritación soberana.

—Cuando se emplean para seducir a una joven medios tan románticos...—continuó Raoul, que sentía que las fuerzas le abandonaban...

—El hombre debe de ser un miserable o la joven muy tonta, ¿no es cierto?

—¡Christine!

—Raoul, ¿por qué condena así a un hombre al que nunca ha visto, al que nadie conoce y del que usted mismo no sabe nada...?

—Sí, Christine..., sí... Sé por lo menos el nombre que usted pretende seguir ocultándome. ¡Su Ángel de la música, señorita, se llama Erik...!

Christine se traicionó inmediatamente. Esta vez se puso pálida como el mantel de un altar. Balbuceó:

—¿Quién se lo ha dicho?

—¡Usted misma!

—¿Cómo?

—Cuando le compadeció la pasada noche, la noche del baile de máscaras. Al llegar a su camerino, ¿no dijo usted: «¡Pobre Erik!». Pues bien, Christine, en alguna parte estaba un pobre Raoul que la oyó.

—¡Es la segunda vez que me escucha usted detrás de las puertas, señor de Chagny!

—No estaba detrás de la puerta... ¡Estaba en el camerino...! ¡En su tocador, señorita!

—¡Desgraciado! —gimió la joven, que mostró todos los indicios de un espanto inexpresable—... ¡Desgraciado! ¿Quiere que le maten?

—¡Quizás!

Raoul pronunció ese «quizás» con tanto amor y desesperación que Christine no pudo contener un sollozo.

Le cogió entonces las manos y le miró con toda la pura ternura de que era capaz, y el joven, bajo aquella mirada, sintió que su dolor estaba ya calmado.

—Raoul —dijo ella—. Debe usted olvidar la voz de hombre y no volver a recordar su nombre... y no intentar nunca saber el misterio de la voz de hombre.

—¿Tan terrible es ese misterio?

—¡No hay otro más horrible sobre la tierra!

Un silencio separó a ambos jóvenes. Raoul se sentía abrumado.

—¡Júreme que usted no hará nada para «saber» —insistió ella—... Júreme que no volverá a entrar en mi camerino si yo no le llamo!

—¿Me promete llamarme a él alguna vez, Christine?

—Se lo prometo.

—¿Cuándo?

—Mañana.

—¡Entonces, se lo juro!

Fueron sus últimas palabras ese día.

Él le besó las manos y se fue maldiciendo a Erik y prometiéndose ser paciente.

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