Tus Secretos - No. 2 Saga Tu...

By Virginiasinfin

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Ana ha llegado a la ciudad junto con su mejor amiga y sus hermanos para cambiar, para ser libre, para mejorar... More

...Introducción...
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...47... Final

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By Virginiasinfin

—Estás distraída —dijo Fabián, y Ana casi suelta el tenedor que sostenía, sorprendida. Él había llegado esa mañana de su viaje al exterior, y habían salido solos; los chicos no habían puesto reparo en quedarse en casa.

Sonrió disculpándose.

—Lo siento... tengo muchas cosas en la cabeza ahora mismo.

—Entonces no estoy haciendo bien mi trabajo —sonrió él, estirando la mano hacia ella. Ana miró su mano, hermosa como todo él, sobre la suya. Se sentía extraña, vacía, como si no estuviera realmente aquí. Miró los verdes ojos de Fabián, y sólo pudo recordar los azul aguamarina de Carlos. Sacudió su cabeza.

—Es sólo que ayer me pasó algo extraño en el trabajo.

—Cuéntame.

—No, no vale la pena.

—Yo creo que sí, si te tiene así aun hoy —ella siguió mirándolo a los ojos, él no vacilaba en sostenerle la mirada.

—¿Qué sientes por mí, Fabián? —eso lo tomó por sorpresa, y se echó a reír.

—¡Vaya! Eso sí que fue directo —dijo él, limpiándose la comisura de los labios con su servilleta.

—Lo... lo siento. Sólo... se me salió, no lo pensé—. Él seguía riendo, pero le tomó de nuevo la mano, y esta vez la apretó.

—Me gustas. ¿No es eso obvio?

—¿Desde cuándo te gusto?

—No lo sé. Creo que desde siempre —ella frunció el ceño, recordando algo ahora.

"He luchado por todos estos años, diciéndome a mí mismo que de ninguna manera puedo amarte..."

Carlos no había dicho "me gustas". Él había dicho "Estoy enamorado, te amo". Y llevaba años haciéndolo, según su propia declaración.

Mierda, ¿por qué estaba pensando eso preciso ahora? Ahora, que estaba cenando con el hombre más guapo y maravilloso sobre la tierra. Tanto, que las mujeres alrededor la estaban odiando a muerte por no estar en su lugar, y que algunas incluso le habían guiñado un ojo, no importándoles si ella también las veía.

Miró a Fabián de nuevo.

—Tú también me gustas—. Él sonrió.

—Bueno, eso es genial.

—Pero no estoy enamorada. Y tú tampoco lo estás de mí—. Él frunció el ceño, bajando la mirada.

—¿Hablas de ese amor... de ese mismo amor que hay entre Juan José y Ángela? ¿Ese que es raro, sobrenatural, loco y autodestructivo? —ella no pudo evitar sonreír.

—Es extraño que lo pongas en esas palabras, pero sí. Hablo de ese amor.

—¿Por qué lo quieres?

—¡Porque sería maravilloso!

—¿Y si no llega nunca? Mucha gente se ha casado solamente queriéndose un poco, y les ha bastado para ser feliz.

—Yo no quiero algo que me baste. Yo quiero algo que me sobrepase —él la miró sorprendido de su vehemencia.

—¿Estás enamorada así de alguien?

—Si lo estuviera, no estaría aquí contigo.

—Tal vez no eres correspondida.

—No estoy enamorada de nadie, créeme.

—Está bien, está bien. Pero... ¿crees que ese amor llega de repente, sin previo aviso? ¿O que se puede ir construyendo poco a poco? —Ella lo miró, analizando seriamente la pregunta.

—Realmente, no lo sé.

—¿Lo averiguamos? —ella lo miró confundida—. Si tú y yo nos enamoramos locamente, lo diremos de inmediato, y nos casaremos, y seremos horriblemente felices —Ana volvió a reír.

—¿Y si no?

—Habremos hecho el intento —Ana se alzó de hombros, dando su consentimiento al trato.

—¿Hay reglas?

—Mmmm... yo no saldré con más mujeres, eso sí te lo prometo.

—Gracias. Igual yo.

—Y si te enamoras de otra persona que no sea yo, dímelo también —ella lo miró ceñuda.

—Creí que estarías total y completamente seguro de que me enamoraría de ti, y sólo de ti, tarde o temprano.

—¿Parezco un hombre tan seguro de mí mismo?

—¿No lo eres?

—Te sorprenderías, Ana, de las cosas que un hombre esconde por su propio bien.

—Oh, vaya. Has picado mi curiosidad —él rio, y ella simplemente pudo apreciar lo guapo que esa sonrisa lo hacía ver.


Juan José entró a Texticol. Saludó a Mabel con una sonrisa y habló con ella unos segundos, y luego de coquetear descaradamente con Susana, escuchó lo que ésta tenía que decirle. Entró a la oficina de su hermano, y lo encontró hablando con alguien por teléfono mientras sostenía unos papeles y miraba algo en su portátil. Miró a Susana con una pregunta.

—Y así lleva varios días —decía Susana—. Está insoportable.

—¿Pero no te ha dicho qué le pasa?

—Nada. Ya sabes cómo es: cerrado y atrancado por dentro— Juan José hizo una mueca y se acercó a su hermano, quien le sonrió mientras le hacía una seña para que lo esperara, así que se sentó en uno de los sillones frente a su escritorio y se dedicó a analizarlo. No se veía descuidado, ni sucio, ni nada, pero había algo diferente en él, su mirada no se quedaba quieta sobre nada y hacía todo con celeridad.

Cuando cortó la llamada, miró al fin a su hermano.

—Hey, qué milagro que vienes por aquí, ¿a qué debo el honor?

—En unos días es navidad.

—Ajá. ¿Y has decidido adelantarme mi regalo?

—Vengo a hacerte responsable de la fiesta —Carlos lo miró alzando sus cejas.

—¿Por qué? Siempre la hacemos en tu casa.

—No quiero que Ángela se ponga en ese corre-corre ahora. Está en su séptimo mes de embarazo.

—Es muy precipitado, Juan José.

—Sólo es una cena, encárgaselo a madre.

—Se lo hubieras dicho a ella, entonces.

—Saldrá mucho mejor si eres tú quien se lo pide—. Carlos se recostó al sillón y respiró profundo, recordando lo mal que se llevaban Judith y Juan José desde siempre.

—Bien. ¿Algo más? Esto podías decírmelo por teléfono.

—¿Qué te pasa? —Carlos frunció el ceño, confundido.

—¿Qué me pasa?

—Estás raro.

—Estoy bien, como siempre —dijo, poniéndose en pie con unos papeles en la mano, y dejándolo sobre un carrito que seguramente alguien recogería luego.

—Y esquivas mi mirada.

—¡No esquivo nada!

—Todas las secretarias me pusieron quejas de ti en cuanto entré. El edificio entero está bajo estrés por tu culpa. Te estás matando a trabajo, pero estás haciendo lo mismo con tus empleados. ¿Qué te pasa? —Carlos lo miró de nuevo, y tragando saliva, se cruzó de brazos.

—Ellos no me han dicho nada de eso.

—Es que cuando entras en modo psicótico, nadie te puede decir nada.

—Susana te llamó —dijo Carlos, en tono acusatorio.

—Sí, por eso vine. Sabes que puedes confiar en mí, ¿verdad? Somos hermanos—. Ahora Carlos recordó cuando, hacía ya unos años, él le dijo esas mismas palabras. Juan José estaba atravesando un momento muy difícil en su vida, pero no le contaba nada. Él quería ayudarlo, ser parte de su vida, de sus tristezas, y Juan José no lo había dejado.

Miró a su hermano menor sentado aún frente al escritorio, y consideró seriamente si contarle o no. Aquello era terrible, y se lo estaba comiendo vivo. Tenía que explotar de algún modo.

—Salgamos —propuso Juan José de pronto, poniéndose en pie y tomando el abrigo de Carlos.

—¿Qué? ¿Ahora?

—Ahora. Salgamos. Dale un respiro a esta pobre gente.

—Tengo mucho que hacer, Juan José.

—El mundo no dejará de girar si lo ignoras por un rato. Ven—. Carlos no tuvo más remedio que hacerle caso, y salió de las oficinas con él.

—Ay, ¡¡¡al fin!!! —exclamó Mabel. Ana, que iba pasando por allí, vio a Juan José casi empujar a Carlos al interior del ascensor.

—¿Pasó algo? —le preguntó.

—¡Que se lo llevan! ¡Ojalá toda la tarde!

—¿A quién?

—¿Pues a quién más? ¡A Carlos Eduardo Soler! Estoy al borde de una crisis nerviosa, ha estado horrible desde el miércoles, ¿qué le hizo el mundo, ah? —Ana guardó silencio, el miércoles él se había confesado y ella lo había rechazado.

—Tal vez está loco.

—Sí, yo creo. Nos tiene haciendo una cosa, la otra; yendo a un lado, luego al otro. Cerró como diez contratos en menos de dos días, llamó a China, a Estambul; se citó con viejos y nuevos socios, renovó otros diez contratos; hizo un control de seguridad y otro de calidad, ¡¡¡lo quiero matar!!!

—Modera esa lengua, mujer —la reprendió Susana, cuando pasó y la escuchó. Al verla, Ana se puso derecha, y recogió el carrito con documentos que había venido a buscar.

—¡Pero tú también lo crees! —se quejó Mabel—. Nunca lo había visto así.

—Tú no. Yo lo conozco desde niño.

—Y te amo por haber llamado a su hermano. Fue la mejor idea del mundo.

—Como no tiene una esposa que lo controle, le toca a él.

—¡Dios me libre de que se case! —volvió a exclamar Mabel—. Entonces tendré que aguantarlo no sólo a él ¡sino a su estirada y mandona esposa!

—Tal vez tengamos suerte —dijo Susana, internándose en su oficina.

—No creo que se case por estos tiempos —susurró Ana, mientras se alejaba, pero Mabel la escuchó.

—¿Por qué lo dices? —Ana se detuvo, y Mabel continuó—: terminó con esa ojos-de-gato, pero no tarda en conseguirse otra, igual de bonita, igual de inaguantable. Se le acerca la edad en que los hombres quieren casarse. Ya sabes, leí un libro que dice que los hombres ricos y guapos necesitan una esposa, y mi jefe es uno.

—Pues compadezco a la pobre.

Mabel no dijo más, sólo se echó a reír. Cuando Ana se giró a mirarla, la encontró con la cabeza apoyada sobre su escritorio, como si se fuera a quedar dormida, suspirando y cantando por lo bajo.


Carlos entró tras Juan José a un restaurante bar. No lo conocía, nunca había venido aquí, y como no era hora de almuerzo, y era demasiado temprano para beber, estaba prácticamente vacío.

Se sentaron a la barra y Juan José pidió un par de whiskeys.

—No me voy a emborrachar. ¿Qué pretendes con eso?

—Aflojarte la lengua.

—Nunca me has visto ebrio, no sabes si la aflojaré.

—Ajá. Entonces admites que tienes algo que contarme, pero que no quieres. Así me toque hacerte beber directo del barril, Carlos, te voy a hacer desembuchar —él se echó a reír.

—¿Es así como funcionan las cosas con tus amigos? ¿El uno emborracha al otro, y luego todos felices?

—Más o menos, pero que me hagas ese tipo de preguntas es deprimente. ¿En serio no hay nadie que te haga reconocer que lo que necesitas es un trago y relajarte? —el bar tender les sirvió el whiskey, y Juan José se lo puso en la mano a su hermano—. Vamos, ¡pa'dentro!

—Qué vocabulario más barriobajero.

—¡Ahora! —ordenó Juan José dando un golpe sobre la barra, y Carlos hizo caso. Arrugó un poco la cara ante el sabor de la bebida, y ambos dejaron los vasos vacíos sobre la madera—. Ahora sí. Clasifiquemos esto —dijo Juan José pasándose la lengua por los dientes—, los hombres se estresan por cuatro motivos: se quedaron sin dinero, descubrieron que se van a morir dentro de poco, Pepito se les murió, o una mujer los abandonó. ¿Cuál de todas es?

—¿Pepito? ¿Quién es Pepito?

—Mierda, no debí decir su nombre —Juan José sacudió su cabeza y le pidió al bar tender otra ronda—. Lo pondré en otras palabras: ¿estás en la ruina y no me quieres contar?

—¡No! —contestó Carlos, tajante.

—¿Estás enfermo terminal?

—¡Claro que no!

—¿Tienes problemas para convocar una erección?

—¿De qué mierda hablas? —Juan José alzó ambas cejas esperando su respuesta. Se le pusieron las orejas rojas, pero igual contestó—: No.

—¿Seguro?

—¡Seguro!

—¡Entonces, es problema de faldas! —concluyó Juan José. Carlos quiso protestar, pero entonces el bar tender puso el vaso de whiskey en frente y él se lo bebió como si fuese agua. Juan José se echó a reír—. ¡Mi hermano está enamorado! Ay, diablos, no sé si sentirme asustado, o relajado. Es una mujer, ¿verdad?

—Te voy a matar —Juan José volvió a reír, y bebió de su vaso otra vez, aunque fue un trago muy pequeño, a comparación del de Carlos. Miró al bar tender y le hizo señas: que el vaso de su hermano nunca estuviese vacío. Iba a ser una tarde y una noche largas.


Ana llegó a la casa de Ángela, y ya había oscurecido. Encontró a Carolina jugando en la sala, y cuando la vio, corrió a ella para abrazarla. Ana la alzó mimándola y hablándole con voz pequeña.

—Ay, pero, ¡qué preciosa, qué grande, y qué pesada estas, mi niña! —Ángela entró a la sala, y Ana arrugó su cara—. Esa barriga es más grande que la que hiciste con Carolina.

—Y se mueve más —se quejó Ángela. Ana sonrió y se acercó a ella para abrazarla, aun con Carolina en brazos. La niña empezó a remolinear en sus brazos para bajarse, y Ana la dejó en el suelo, y luego empezó su costumbre: traerle todos sus juguetes para enseñárselos.

—¿Qué te trae por aquí? —preguntó Ángela—. Nunca vienes entre semana, ya que estás muy ocupada.

—Y no es diferente hoy, sólo que... quería preguntarte algo muy importante.

—Dale —Ana recibió un juguete de manos de Carolina, que en su media lengua le explicaba que se llamaba Cuqui—. Ay, qué hermoso es Cuqui —le dijo. Miró a Ángela y respiró profundo— Tú eres socia en Texticol —Ángela asintió, a pesar de lo obvio. Conoces los movimientos de la empresa. Sabes cuándo se expande y todo eso.

—Sí, es mi obligación.

—¿Puedes contarme, por favor, qué pasa con las tiendas Jakob? —Ángela frunció el ceño, y esperó que Carolina le presentara esta vez al Señor Ojitos, como había nombrado a su oso favorito.

—Es un asunto interno, Ana.

—Está bien, está bien, lo sé —Ángela empezó a preocuparse cuando Ana cerró sus ojos—. Digamos que conocí a Isabella Manjarrez —cuando Ana vio que Ángela hacía una mueca, se puso más nerviosa—. ¿Qué pasa? Cuéntame.

—Es la nieta del dueño de las tiendas Jakob.

—Sí, lo sé.

—Dime qué te contó esa mujer —Ana respiró profundo.

—Me dijo que las tiendas iban bien, que todo marchaba bien, y que de repente todo se empezó a hundir; contrajeron una deuda con Texticol que no pudieron pagar, y como represalia, Carlos tomó las tiendas Jakob bajo su custodia, o algo así. Al parecer, hubo un convenio, en donde Carlos se casaría con Isabella, pero pasó el tiempo, y Carlos no sólo se quedó con las tiendas, sino que además rompió la relación con ella. Isabella lo acusa de robarle su herencia, de embaucar a su anciano abuelo, que al parecer estaba muy senil al firmar ese contrato, ¡porque es de locos! —Ángela la miró en silencio por unos minutos, sólo mirando a su hija dejarle uno tras otro los juguetes al lado de Ana en el sofá.

—Te contaré la verdad.

—Por favor.

—Aunque sabes que esto es confidencial.

—Te prometo que no se lo revelaré a nadie.

—No es eso lo que me preocupa, es que soy yo quien está violando un acuerdo—. Ángela se puso ambas manos sobre el estómago, y lo acarició distraída—. Luis Manuel Manjarrez, el representante legal de Jakob S.A. venía haciendo contratos con Texticol desde hacía muchos años. Es decir, Jakob compraba nuestras telas, y nosotros le respondíamos con calidad y buen servicio. Carlos es una persona muy transparente en eso. Esos contratos nos reportaron muchas ganancias, y gracias a eso, Texticol pudo llegar a muchas otras tiendas de moda—. Ana la escuchaba en silencio, y cuando Carolina ya no tuvo más juguetes que mostrar, se sentó al lado de Ana y siguió hablando sola—. Pero Luis Manuel enfermó. Está muy grave, así que su hijo tomó el control. Sólo que... el hijo no es tan responsable como el viejo. A pesar de que Jakob siempre nos compraba las telas, este señor compró en otro lado, algo de menor calidad, y tuvieron muchísimas pérdidas. Se endeudaron hasta las cejas, y estuvieron a punto de perderlo todo. Carlos se negó a hacer negocios con ese hombre, porque desconfía de él, y fue así como Luis Manuel, a pesar de su enfermedad, tuvo que volver a hacerse cargo. Carlos, confiando en la palabra de su antiguo cliente, les abrió un crédito para que pudieran usar nuestras telas hasta que se recuperaran, pero aun a pesar de eso, no se recuperaron en ventas, y perdieron todo. Los acreedores más grandes y terribles son los bancos; despedazarían su empresa, por eso Luis Manuel prefirió que fuera Carlos quien lo embargara—. Ana la miraba sorprendida.

—¿Es un embargo, entonces?

—Exacto. Texticol tiene la prenda sobre Jakob.

—Pero eso es...

—De locos, lo sé, pero hasta ese punto confió Luis Manuel Manjarrez en Carlos. Tiene fama entre sus socios y amigos de ser correcto —Ana recordó entonces las palabras que le dijo a Carlos: ladrón, oportunista... Se mordió el labio, deseando que lo que Ángela le estuviera contando fuera todo lo contrario, para darse a sí misma la razón.

—¿Estás segura de que eso fue lo que pasó?

—Como socia, tuve que estar allí, Ana.

—¿Entonces es verdad lo del matrimonio?

—El hijo —explicó Ángela—. Antonio Manjarrez, no estuvo de acuerdo con el convenio de su padre, pero no tuvo más que aceptar, así que puso una nueva cláusula, para asegurarse de que todo algún día volvería a sus manos: que Carlos contrajera matrimonio con Isabella, su hija.

—¿Carlos aceptó?

—No exactamente. Como de verdad estaban confiando en su palabra y buena voluntad de que algún día devolvería Jakob, tuvo que aceptar, aunque con unas modificaciones: conocería a Isabella, pero no garantizaba el matrimonio. Hace unos días me llamó, diciéndome que tal vez tuviéramos problemas. No sé qué pasó entre los dos, pero las cosas terminaron, y terminaron mal; Isabella hizo una rabieta, se estaba quedando sin novio y sin herencia—. Ángela la miró fijamente a los ojos—. Lo que me intriga es saber por qué ella y tú se hicieron amigas—. Ana sacudió su cabeza.

—Ella vino a hablar con él, y de casualidad me vio. Me dijo que me le parecía a alguien, y me pidió que nos hiciéramos amigas.

—Para contarte una sarta de mentiras, y hacerte odiar aún más a Carlos. Curioso, ¿verdad?

—No. No sé. No entiendo nada —dijo Ana rascándose suavemente detrás de la oreja y mirando a otro lado.

—Yo creo tener una idea, pero esto tendrás que preguntárselo a Carlos.

—Ja, eso jamás.

—¿Por qué, Ana? Nunca has querido contarme por qué lo odias tanto—. Ana respiró profundo, preguntándose si acaso había llegado la hora de contarle a su amiga lo sucedido en su boda. Pero entonces, sobre el regazo de Ana cayó la cabecita de Carolina, que se había quedado dormida mientras ellas dos hablaban. Riendo, Ana la alzó para llevarla hasta su camita.

—Es un relojito —dijo Ángela, cuando ya volvían a la sala— Siempre se duerme a esta hora, aunque no toma la siesta.

Justo en ese momento, se abrió la puerta principal y vieron a Juan José entrando con Carlos casi a cuestas.

—Cariño, necesito ayuda aquí —se quejó Juan José, Ángela caminó con prisa a ellos.

—¿Qué le pasó? ¿Está bien?

—Sólo un poquito ebrio.

—¿Qué? ¿Carlos ebrio?

—Échame la culpa a mí.

—¡Pero es muy temprano para que esté así!

—Empezamos temprano —se explicó Juan José. Miró la panza de su esposa, que no podría ayudarlo, y entonces miró a Ana, que torció los ojos entendiendo el mensaje y se puso bajo el brazo de Carlos para ayudar a llevarlo arriba—. A la habitación de huéspedes —dijo Juan José, y empezó la caminata por las escaleras. Carlos no estaba dormido del todo, decía incoherencias, y avanzaba, pero a veces perdía el rumbo y había que arrastrarlo. Con dificultad, lo dejaron sobre la cama de la habitación de huéspedes—. Ya vengo —dijo Juan José, dejando a Ana a solas con él.

Ana lo miró largamente. Carlos tenía los ojos cerrados, y el rostro relajado; no estaba ceñudo para nada. Por una vez, se dijo.

Él abrió sus azules ojos, y la miró. Pestañeó y se sentó en la cama, pareciendo muy lúcido.

—No creas que estoy ebrio por ti —le dijo con lengua pastosa y clavando en ella sus ojos—, no me gusta el veneno—, y luego la miró de arriba abajo—. Aunque si tú fueras una botella de veneno, igual te bebería hasta el fondo —y sonriendo, volvió a tirarse a la cama, esta vez de lado, y cerrando sus ojos para quedar otra vez dormido.

—Hay que aligerarlo de ropa —dijo Ángela entrando.

—No me digas eso a mí.

—Vamos, Ana, ¡estoy embarazada! —haciendo rechinar sus dientes, Ana metió sus manos en el regazo de Carlos buscando el cinturón.

—Quieta, quieta —susurró Carlos, apartando sus manos—. Eso es automático.

—¿De qué habla? —preguntó Ana, y Ángela sólo sonrió.

—Sólo no toquetees mucho —ella se puso en pie y salió de la habitación. Encontró a Juan José afuera, que traía una jarra con agua y un vaso de cristal.

—¿Por qué está así? Mejor —se corrigió—, ¿por qué dejaste que se pusiera así?

—Lo necesitaba, amor. Estaba volviendo locos a todos en la fábrica.

—¿Qué? ¿Por qué? —Juan José suspiró.

—Me lo contó en confianza.

—Vamos, Juanjo, estoy preocupada por él. Está bien, ¿verdad? ¿Todo marcha bien? —incapaz de resistirse por mucho tiempo a la mirada suplicante de su mujer, Juan José habló, aunque sin muchas señas.

—Es... un asunto de amores. Pero no preguntes más, que se lo prometí.

—¿Carlos? No me digas que es esa estúpida hija de los Manjarrez.

—No, ni te acercas. Pero ya te dije, no te lo diré ni si me prohíbes tocarte en los siguientes tres meses.

—Tonto, ¡igual no podrás tocarme en los siguientes tres meses!

—Me queda un mes —bromeó él, sonriendo y buscando su boca para besarla. Ángela sonrió, pero satisfecha por haberle sacado, aunque fuera un poco de información, lo besó.



N/A: Muchas gracias por dejarme tu voto, así, apoyas mi trabajo :)

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