Érebo se enamoró de la primav...

By AnyaJulchen

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«Al ver el primer brote de primavera, el Dios de las pesadillas supo que nunca volvería a la oscuridad.» En s... More

Dedicatoria
Introducción
I.
II.
IV.
V.
VI.
VII.
VIII.
IX.
X.
XI.
XII.
XIII.
XIV.
XV.
XVI.
Primera parte XVII.
Segunda parte XVII.
XVIII.
XIX
XX.
Epílogo
Agradecimientos
Wattys 2020

III.

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By AnyaJulchen

En el orden de las cosas, la vida de una niña cubre más de medio siglo. Gran parte de las veces, el hilo se ve cortado por condiciones en el propio destino de la criatura: violación, homicidio, parto, matrimonio infantil. La violencia en general ataca al niño, consume sus rostros con los dientes chuecos de la tradición y el desconocimiento.

La condición de Wilkie, en cambio, era simple producto de la casualidad. En su línea, una gran vida de emociones y de tesoros ocultos se podía encontrar en cada uno de los centímetros. Por ello, la esperanza seguía resplandeciendo dentro de ella, incluso ahora que descansaba entre sus almohadas favoritas y algunos de los peluches más suaves.

Su mirada era oscura, el cansancio haciéndose carne en las ojeras negras y la palidez de sus facciones. Ni el Sol parecía animarla, la falta de sueño asegurándose de que cada trozo de su cuerpo permaneciera en una nube de somnolencia. Ni siquiera prestó atención a la presencia de una aguja bajo la piel anterior de su codo, el color morado alrededor del objeto cada vez más normal a sus ojos.

—Gracias por dibujar la daga por mí. —Con un movimiento apenas visible al ojo, Wilkie reposó la barbilla en la cabeza del hipopótamo azul, la mirada fija en el espacio vacío de la silla junto a su cama—. Sé que fue difícil llegar hasta aquí. Eres muy bueno.

Obtuvo como respuesta el goteo continuo del suero.

Cada pocos minutos, sonidos de pasos llegaban a sus oídos de enfermeras o de pacientes. El silencio era agradable, invitaba a descansar y a ocupar el tiempo en contemplaciones pacíficas. La niña era un espíritu lleno de la intensidad de la infancia, pero sabía apreciar las cualidades sanadoras de la calma. Durante el último año aprendió los matices del entretenimiento intelectual; leer, escribir y dibujar ahora eran su principal fuente de diversión.

Parpadeó.

—Sé que faltan objetos, pero no los puedo dibujar tan rápido. —Sus labios se curvaron en una sonrisa extraña, como si imágenes de alegría y de tristeza se hubieran superpuesto en una máscara—. Lo sé, lo sé. Los límites me quedaron claros.

Unos segundos pasaron. Wilkie soltó una carcajada como si hubiera escuchado un chiste. Un mechón de su cabello se apartó de su rostro para ir detrás de su oído. Sus ojos se cerraron contra la tela del hipopótamo y, al fin, entregó su mente a unas buenas horas de sueño.

En la habitación se respiró un aura de sentimientos contradictorios. Así como vino la calma, también acompañó la angustia de la soledad. La presencia de algo oscuro sobre Wilkie pesaba en el ambiente.

En el pasillo, alguien lloraba frente al cuarto contiguo. Junto al marco de la puerta, una figura vestida de negro observaba la cama con ojos brillantes por el núcleo de la Tierra. Abajo, en la cafetería, una enfermera se puso de pie ante el pitido de su localizador. La comida a medio devorar fue pronto cubierta por sus compañeras.

Unos minutos después, la mujer entró a la habitación. Blanca era la tela de su uniforme, tanto más contra la capa de cielo estrellado del hombre frente al bulto en la cama de un niño de tres años.

—¿Viste lo que pasó en el cuarto contiguo? ¿Wilkie estaba despierta?

—Que no, que no. Si no se ha movido desde la mañana. Entré justo con la enfermera y estaba roncando.

—Vale, será mejor guardar silencio, no queremos que ella se altere.

Las voces eran un susurro lleno de pálidos tintineos. El aire volvía con su aroma a hielo, la presencia de la lluvia contra las largas ventanas de la habitación.

Wilkie abrió los ojos, las tres figuras familiares a los alrededores de su cama. Frente a ellos, olió las mentiras que dicen los hombres a sus niños. Muerte también se encontraba allí, en la esquina, mientras la figura del príncipe se encontraba otra vez ausente.

Hoy era el segundo día del encantamiento. Parpadeó por el calor de una mano cálida sobre la suya. La piel oscura como la noche, los ojos brillantes como dos carbones recién encendidos.

—Bonnie. Tío Bonnie. —Una sonrisa como la luna de verano se asomó a sus facciones. Los gruesos labios besaron la piel, las miradas de ambos se llenaron de sueños cristalizados—. Pensé que no volvería a verte.

—Me dijeron que también eres artista. —La voz de tenor rememoró para ella demasiadas alegrías, presentaciones donde el arte y el baile eran lo único entre ambos. El rojizo maletín, de cuero y de desgastadas formas hizo que su estómago se encogiera.

Al fondo, sin mover los labios ni ocupar el espacio personal del otro, se encontraban sus padres. Ella, con el rostro fruncido en interminables arrugas contra el pañuelo azul. Él en su silla, su fingida falta de interés rota bajo la fija mirada en ellos. Juntos, pero tan alejados como las Américas y Europa. El corazón de Wilkie se entristeció.

Bonifacio acarició su mano.

—Sabes que tu padre y yo tenemos diferencias, pero la familia siempre ha de ser primero. —Ni una sola pizca de amargura pudo identificar en su tono—. Además, Ita envió una historia sólo para ti. Tu madre nos ha contado y queremos ayudarte.

—Él podrá venir la próxima vez —agregó el vozarrón que pertenecía a Ringo, las palabras titubeantes y llenas de nervios por la novedad, por el cambio de carácter de su dueño—. Yo...Yo le debo una disculpa.

Los colores de la vergüenza tiñeron su rostro mientras que Bonifacio asentía como toda respuesta. Las imágenes de peleas, de gritos seguían allí. Las discusiones sobre las decisiones de la vida, sobre la influencia de las comunidades y las minorías. Peleas sobre el amor y sobre lo qué en verdad era la familia. Cuando aún disfrutaba andar descalza, Wilkie recordaba el agarre de una mano negra a una muy blanca, lágrimas iguales en dos pieles tan diferentes.

Ahora era distinto. Wilkie lo sabía. Un secreto imposible había cambiado a su padre y a su tío. En el rostro de Ringo, en las zonas llenas de cicatrices por múltiples operaciones, percibió un color nuevo y que la llenó de profunda felicidad.

Esperanza, renacer, perdón.

Quizás por ella pudiera surgir algo nuevo entre los dos hermanos.

—No es el único —La voz de su madre tocaba todas las cuerdas del arrepentimiento.

El rostro de Bonifacio se frunció en incomodidad mientras todo el calor desaparecía de la mirada de Ringo, sus manos aferrándose a los agarradores de su silla.

—Te lo dije ya. No ahora.

—Pero...yo quiero hablar de lo que sucedió. Sabes que no fue —La mano de Amelia intentó cortar la distancia, rozar la piel del hombre a quien todavía amaba.

Los dedos de Ringo impidieron el intento, el agarre firme y cuidadoso. En sus rasgos nos leía más que determinación.

—Cuando Wilkie se mejore. Te lo dije. —La voz estaba atrapada en su garganta, casi imposible de escucharse. El cabello le cubría el rostro—. Cuando salgamos del hospital. Cuando Wilkie salga del hospital.

—Por favor, perdóname.

—Basta, Amelia, ¡basta!

Bonifacio se sentaba ya junto a la niña, quien prefirió no escuchar, no entender, mientras las caricias de su tío se perdían entre sus largos mechones, en su espalda llena de sudor. Guardarse todos los miedos dentro de sí. Concentrar en mejorarse, en escuchar las historias de los dibujos más estilizados y bonitos que los de su mano.

La ilusión de la salud, la ilusión de la seguridad. No quería renunciar a ellas aún, aunque el mundo empezaba a quebrarse a su alrededor.

El capítulo siguiente es algo largo.

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