III.

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En el orden de las cosas, la vida de una niña cubre más de medio siglo

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En el orden de las cosas, la vida de una niña cubre más de medio siglo. Gran parte de las veces, el hilo se ve cortado por condiciones en el propio destino de la criatura: violación, homicidio, parto, matrimonio infantil. La violencia en general ataca al niño, consume sus rostros con los dientes chuecos de la tradición y el desconocimiento.

La condición de Wilkie, en cambio, era simple producto de la casualidad. En su línea, una gran vida de emociones y de tesoros ocultos se podía encontrar en cada uno de los centímetros. Por ello, la esperanza seguía resplandeciendo dentro de ella, incluso ahora que descansaba entre sus almohadas favoritas y algunos de los peluches más suaves.

Su mirada era oscura, el cansancio haciéndose carne en las ojeras negras y la palidez de sus facciones. Ni el Sol parecía animarla, la falta de sueño asegurándose de que cada trozo de su cuerpo permaneciera en una nube de somnolencia. Ni siquiera prestó atención a la presencia de una aguja bajo la piel anterior de su codo, el color morado alrededor del objeto cada vez más normal a sus ojos.

—Gracias por dibujar la daga por mí. —Con un movimiento apenas visible al ojo, Wilkie reposó la barbilla en la cabeza del hipopótamo azul, la mirada fija en el espacio vacío de la silla junto a su cama—. Sé que fue difícil llegar hasta aquí. Eres muy bueno.

Obtuvo como respuesta el goteo continuo del suero.

Cada pocos minutos, sonidos de pasos llegaban a sus oídos de enfermeras o de pacientes. El silencio era agradable, invitaba a descansar y a ocupar el tiempo en contemplaciones pacíficas. La niña era un espíritu lleno de la intensidad de la infancia, pero sabía apreciar las cualidades sanadoras de la calma. Durante el último año aprendió los matices del entretenimiento intelectual; leer, escribir y dibujar ahora eran su principal fuente de diversión.

Parpadeó.

—Sé que faltan objetos, pero no los puedo dibujar tan rápido. —Sus labios se curvaron en una sonrisa extraña, como si imágenes de alegría y de tristeza se hubieran superpuesto en una máscara—. Lo sé, lo sé. Los límites me quedaron claros.

Unos segundos pasaron. Wilkie soltó una carcajada como si hubiera escuchado un chiste. Un mechón de su cabello se apartó de su rostro para ir detrás de su oído. Sus ojos se cerraron contra la tela del hipopótamo y, al fin, entregó su mente a unas buenas horas de sueño.

En la habitación se respiró un aura de sentimientos contradictorios. Así como vino la calma, también acompañó la angustia de la soledad. La presencia de algo oscuro sobre Wilkie pesaba en el ambiente.

En el pasillo, alguien lloraba frente al cuarto contiguo. Junto al marco de la puerta, una figura vestida de negro observaba la cama con ojos brillantes por el núcleo de la Tierra. Abajo, en la cafetería, una enfermera se puso de pie ante el pitido de su localizador. La comida a medio devorar fue pronto cubierta por sus compañeras.

Unos minutos después, la mujer entró a la habitación. Blanca era la tela de su uniforme, tanto más contra la capa de cielo estrellado del hombre frente al bulto en la cama de un niño de tres años.

Érebo se enamoró de la primaveraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora