𝐃𝐚𝐯𝐞 (EN FÍSICO)

By _arazely_

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DISPONIBLE EN FÍSICO Y KINDLE «Dave creció creyendo que el amor era dolor. Nunca imaginó que la persona que m... More

¡YA EN FÍSICO!
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· p e r s o n a j e s ·
Booktrailer
· d e d i c a t o r i a ·
1. Dave
2. Por su culpa
3. Casualidad
4. Un problema personal
5. Otro corazón roto
6. Egea
7. Un mal sueño
8. En los huesos
9. Mientras ella no estaba
10. Enfrentar los recuerdos
11. Ángel guardián
12. Pasado, presente, futuro
13. En el mismo infierno
14. Escala de grises
15. El vacío del dolor
16. Venganza
17. Habitación 216
18. Y si fuera ella
19. Volver a casa
20. Entonces lo entendió
Extra 1
21. El fin de la guerra
22. Miedo
23. De cero
24. Escapar
25. Condenado
26. En las buenas y en las malas
27. En el ojo de la tormenta
28. Cuando la esperanza muere
29. Perdóname
Extra 2
31. Correr el riesgo
Extra 3
32. Hasta cuándo
33. Por siempre. FINAL
AGRADECIMIENTOS
IMPORTANTE
Especial 50K

30. Pausar la vida

2.3K 242 211
By _arazely_

Dave bajó a la cocina a desayunar en sudadera negra y jeans oscuros, con hambre. Le preguntó a su padre si podía llevarlo a casa de Jill, y Ángel se volvió para entregarle su café.

—¿Pasa algo?

—Quiero hablar con ella —dijo, y procedió a morder la tostada. Su padre no dijo nada; agarró otra taza para servirse su café y, de espaldas al niño, lo oyó declarar—: Me he propuesto ir a verla siempre que pueda.

—¿A raíz de qué?

Dave miró a su padre y sus preciosos ojos castaños lanzaron un destello. Acababa de ducharse, por lo que aún había gotas en su cabello húmedo. Esperó a que su padre apartara la silla y se sentara para despegar los labios:

—La quiero.

Lo dijo de corazón, sin saber si su padre se reiría de él o rodaría los ojos. Antes no había querido ver a Jill porque lo hacía sentir culpable, pero, tras mucho pensarlo, concluyó que la necesitaba.

—Lo sé —dijo su padre al fin; luego le pidió el brazo herido y el chico, sin saber para qué, se lo tendió.

Su padre desató y retiró la muñequera; vio sus dedos mordisqueados y mentalmente anotó que debía limpiarle las uñas. Después desenvolvió la venda. Olía a ungüento, a hospital y a tiempo.

Dave lo observó masajear su muñeca entumecida en silencio; por primera vez en meses, alguien sostenía con cariño su mano no tan inútil. Su padre se giró y sacó pomada del primer cajón del mostrador, y con un poco frotó su hueso.

—Te he comprado crema de cacahuete —comentó sin darle importancia.

Dave no respondió, pero destensó los hombros. Y sin previo aviso, su padre hundió la mano en su bolsillo y dejó sobre la mesa, frente a él, un inmovilizador eléctrico.

El corazón del muchacho dio un vuelco.

Tardó un momento en darse cuenta de lo que era, pero cuando lo hizo miró a su padre y sus ojos centellearon.

—¿Es para mí?

Su padre asintió. Le mostró cómo encenderlo y dónde apretar para provocar la descarga de voltios. Era un aparato negro, más grueso que un celular, que podía usar sin restricciones. Dave apretó el botón y observó fascinado los voltios cerúleos saltar.

—Úsalo para defenderte —le dijo su padre—. Y si vuelven a molestarte, sea uno o sean cinco, dime quiénes son e iré a buscarlos.

Y Dave sonrió, natural, sin falsedad. Al principio sus labios se curvaron débilmente, pero luego miró a su padre y no pudo evitar esbozar una sonrisa más amplia.

Era sábado y su padre tenía turno de tarde, por lo que, antes de dejar a Dave en casa de Jill, lo llevó al supermercado más cercano. No le dijo por qué hasta que se detuvieron en el pasillo de dulces y bollería industrial: tomó una tableta de chocolate y se la entregó al muchacho.

—Para tu amiga —explicó—. Esto es lo que se hace cuando te acuerdas de alguien.

Quizá por eso su padre le compraba vaselina y crema de cacahuete.

La muchacha le abrió la puerta cuando él tocó al timbre, ya que sus padres estaban comiendo. Verla lo descorazonó: estaba más delgada que la última vez, además de pálida, y traía el cabello canela recogido en un moño desordenado, además de su descolorido pijama amarillo, con volantes en las mangas.

Lo hizo pasar al salón y se sentaron en el sofá, cada uno en un extremo. 

—Te he traído esto.

Abrir la bandolera de su hermana, que traía consigo, surtió efecto: Jill ladeó la cabeza. La tableta blanca y dorada de chocolate asomó y ella alzó sus ojos grises hacia Dave.

—No tengo hambre.

—Para cuando tengas.

Tras sostener su mirada unos segundos, Dave le tendió el chocolate de nuevo y la muchacha abrió el papel. Rompió el aluminio y partió la primera onza. Lo único que había comido esos días fue sopas, avena y galletas de arroz.

Dave la observaba embelesado, sin pestañear por no perderse ni uno de sus movimientos, como si fuera lo más hermoso que jamás hubiese visto. La muchacha, perdida la mirada por la sala ante ellos, tomó un hondo suspiro y murmuró:

—No voy a volver al instituto.

Dave frunció el ceño. Por un momento, creyó no haberla entendido bien, pero cuando Jill lo miró a los ojos y él vio sus pupilas temblar, tragó con fuerza.

—¿Qué?

—Mi padre no quiere que vaya —explicó Jill dulcemente—. Me quedaré en casa hasta que me encuentren un psicólogo.

—No, Jill.

Dave se incorporó con el corazón latiéndole a mil por hora en el pecho. No se perdonaría jamás haberle destrozado el futuro a alguien más.

—Tienes que terminar cuarto aunque sea, tienes potencial, tienes...

—Tengo miedo, Dave —contestó Jill, tan frustrada que se le llenaron los ojos de lágrimas—. No puedo pasar por delante del instituto sin sufrir un ataque de ansiedad. No puedo salir, no soy capaz.

—Yo tampoco quiero ir —soltó Dave, abrumado—. Tengo mucho miedo, y asco, y ansiedad... pero aun así voy. Ellos ya no están.

La muchacha quitó la vista de él.

—No los han detenido todavía —musitó a media voz.

Dave resopló. Ya lo sabía. Se revisó los dedos, magullados y aplastados, y sintió el estrés tirar hacia dentro en su estómago.

—Pero los llamarán a declarar —aseguró—. Me lo ha dicho mi padre y él no miente.

Jill no respondió, sino que se humedeció los labios rojos, y Dave se recostó contra el sofá.

—Por lo menos termina este año —murmuró—. Si tus padres se lo explican al director, te dejarán hacer los exámenes finales. No tienes que ir al instituto: yo te traeré apuntes, estudiaré contigo, te ayudaré.

Jill volteó el rostro hacia el muchacho y parpadeó varias veces. De pronto, en el gris de sus ojos se desató una tormenta sobre el mar arrugado, congelado, y un escalofrío recorrió a Dave.

—¿Harías eso por mí?

—Haré lo que sea.

Y lo decía en serio.

—Tú me dijiste que aún quedaban cosas que tomar en serio porque valían la pena. ¿En qué estabas pensando cuando lo dijiste? ¿En enamorarte? ¿Crees que valgo la pena? Porque yo sé que tú vales la pena, una y mil veces.

Más tarde regresó a casa solo, con las manos en los bolsillos de la sudadera. Necesitaba hablar con su padre.

Quizá había sido la distancia, Dave no lo sabía, pero algo había cambiado entre él y su padre. El apartamento seguía haciéndosele extraño, y las habitaciones demasiado grandes; no conocía bien la cocina ni el dormitorio de su padre. Sin embargo, se sentía cómodo.

Cuando pensaba en Cristina, se acordaba de lo que le contaba sobre su padre. Seguía siendo el hombre quejumbroso y orgulloso que conocía, pero poco a poco se estaba convirtiendo en su amigo.

Lo esperó aquella noche, en el sofá de la sala, leyendo el libro de Cristina y enredando los dedos en su cabello castaño, que había crecido, hasta que oyó la cerradura crujir a las once y veinte.

—¿Qué haces despierto?

Su padre, metido en el uniforme azul, se quitó la mochila de la espalda para soltarla junto al sofá y dejó caer las llaves contra la mesa de cristal. Dave, cerrando el libro sobre sus piernas, no apartó de él su mirada.

—Quiero hablar contigo.

Su padre suspiró. Se lamió los labios secos y, tras observar su alrededor con los ojos cristalizados, tomó aire.

—Dave, estoy agotado —murmuró, a punto de quebrarse—. ¿No puede ser mañana?

Dave no respondió.

No sabía que su padre, junto a cinco compañeros más, había tenido que detener a un hombre por violencia de género que los había pateado, escupido e insultado.

Pero Ángel, tras unos segundos de silencio, pudo pensarlo dos veces: se limpió la nariz, pues estaba bañado en sudor, y anunció que iría a ducharse.

—Dame diez minutos.

Entró a la cocina para agarrar algo de comer. No tenía horario para las comidas, aunque había creado uno para Dave. El chico lo escuchaba cocinar muchas madrugadas, porque su padre no dormía hasta dejarlo a él en el instituto.

Ángel se desabrochó el cinturón fuera del campo de visión del muchacho y se encaminó a la escalera. Y cuando Dave oyó la puerta del baño cerrarse, se bajó del sofá.

Sin hacer ruido, pero con el corazón dándole saltos en el pecho, subió hacia el dormitorio de su padre. Vio sobre la cama la gruesa chaqueta del uniforme, azul oscura, con el escudo nacional en el hombro y la descolorida bandera española en la espalda, junto al cinturón y la gorra.

Agarró el chaquetón y se lo colocó. Le quedaba grande de brazos, pero rellenó el ancho de espalda. Incluso subió la cremallera hasta cubrirse el pecho y, poniéndose la gorra también, se marchó rápidamente a su cuarto para mirarse al espejo de su armario.

Y se vio guapo.

Era solo una chaqueta, pero por alguna razón se sintió fuerte, poderoso, capaz. A pesar de la herida en el labio y el cuerpo delgado, había porte en su apariencia.

Y al mirarse a los ojos, encontró esa masculinidad que había escondido durante años bajo sudaderas gigantes y chándales.

Era un hombre.

Regresó al cuarto con el propósito de dejar la chaqueta donde estaba, pero se distrajo al reconocer, en el cinturón, la pistola HK, y la sacó de la funda.

Era la primera vez que sostenía un arma entre las manos.

Acarició con las yemas de los dedos el exterior, sin prisa, y, al introducir un dedo en el gatillo, se preguntó cuántas veces la habría disparado su padre.

Permaneció allí más tiempo del previsto, porque antes de que pensara en quitarse la chaqueta e irse de la habitación, oyó la puerta del baño abrirse.

Soltó el arma de golpe justo cuando su padre entró al cuarto y Dave se petrificó a la orilla de la cama, tan nervioso como si lo hubiera atrapado escondiendo un cadáver.

Su padre, que había aparecido en camiseta blanca y pantalón de chándal, reprimió la sonrisa al verlo.

—Te queda bien.

Dave se tronó los dedos, desviando la vista hacia el arma de nuevo, y su padre, que dejó la toalla sobre la silla, le dijo de pronto que le enseñaría a disparar.

—Pero es ilegal —murmuró Dave, espantado—. Soy menor.

—Por eso no te preocupes. Estoy yo contigo.

A medianoche cenó y Dave lo acompañó; su padre estaba cansado y al día siguiente trabajaría de mañana, por lo que Dave se vio tentado a decirle que no tenía importancia e irse a dormir.

Pero su padre apartó los platos y le preguntó de qué quería hablar. Entonces Dave liberó un tembloroso suspiro.

—De Jill.

Sin darse cuenta, comenzó a expresarse. Aunque le costase emplear los verbos apropiados y comunicarse sin groserías, verbalizó sus pensamientos.

Tenía miedo a ser malentendido y a tartamudear, pero superó su propio temor porque su padre no lo interrumpió. De hecho, hasta que él no se quedó sin nada que añadir, Ángel no separó los labios.

Hablaron en voz baja durante dos horas, perdida la noción del tiempo, sobre todo lo que Dave siempre había querido saber: desde chicas y videojuegos hasta violencia y pornografía, y del porvenir. Dave hacía preguntas y su padre le respondía. Espontáneo, improvisado.

Tuvo el valor de mirarlo a los ojos porque su padre lo tomaba en serio.

—Si te gusta tu amiga, ve a la universidad —le dijo—. Gradúate, agarra un diploma. Por ti y por ella. Y mientras tanto, respétala. Apóyala. De eso se trata la vida. De siempre tener una meta, algo por lo que darías cualquier cosa.

Dave bajó la vista a sus brazos y se acarició los codos, secos a causa de la dureza de su piel.

—¿Y si me quitan ese algo?

—Encuentra otro. Lucha siempre por algo. Eso es lo que hace toda la diferencia.

・❥・

Volvió a casa de Jill ese fin de semana. Su padre lo llevó en coche el sábado por la mañana, antes de irse a trabajar, y Dave, en el asiento de copiloto, se planteó el bajarse del auto. Había pasado una semana tensa en la escuela, pero nadie lo había vuelto a molestar.

Dave le preguntó a Marta si podía sentarse con ella y Marta le pidió a su compañera que se mudara de escritorio.

Ningún maestro le llamó la atención por cambiarse de sitio.

A partir de entonces, Dave aprendió a tomar apuntes como Marta, a titular los apartados en su libreta, y a diferenciar lo que memorizar y lo que racionalizar. Ella le enseñó a redactar los trabajos de filosofía y los comentarios de literatura.

Marta era tachada de egoísta por las otras niñas, pero en esa semana Dave descubrió en ella a una de las personas más generosas que había conocido.

El viernes Marta pasó la tarde en su casa, ya que su padre no trabajaba, e hicieron juntos el comentario del poema de literatura. Ella le habló de su novio, que había decidido dedicarse al fútbol profesionalmente, y le preguntó por qué él no hacía lo mismo.

Dave se encogió de hombros.

No sabía lo que quería. La única razón por la que se estaba esforzando en la escuela era Jill, pero no se lo diría a Marta.

Aquel sábado, en el auto, Dave sopló antes de bajarse.

—Sergio me ha escrito —confesó; tenía el móvil entre las manos, así que lo desbloqueó y entró a sus mensajes recientes—. Me ha enviado esto hace quince minutos.

Era un vídeo de noventa y un segundos que su padre no reprodujo.

—¿Es la violación?

—Una parte.

—¿La has visto?

—No.

No necesitaba ver cómo golpeaban y manoseaban a la chica que más quería, ni cómo lloraba ella de dolor. Su padre le pidió que no lo borrase.

—Cuando vayamos al Juzgado, se lo entregas al juez.

Dave suspiró.

—Quiero matarlos —admitió entre dientes, clavada la vista en sus manos, que rotaban el teléfono—. Si los veo en el instituto, te juro que...

—Ignóralos, Dave —lo interrumpió su padre suavemente—. ¿Cómo quieres que te respeten si eres el primero en insultar y pegar a los demás? Por eso nadie te respeta.

Una estaca penetró el corazón de Dave, despedazando lo que le quedaba de ego. Volvía a sentirse estúpido, débil.

—Se lo merecen por cómo me tratan.

—¿Piensas darte a respetar faltando al respeto de los demás?

Dave se echó contra el respaldo del asiento y se lamió la costra negra del labio. Él no entendía de respeto ni de poner la otra mejilla.

—¿Y cómo lo hago, entonces? —quiso saber, hastiado.

—Ya lo haces —replicó su padre, y señaló el móvil que Dave sostenía entre sus manos—. Has decidido no ver cómo maltratan a alguien. Y  en ese apartamento te está esperando una chica, así que sube y respétala como ningún chaval la ha respetado.

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